42

Cuando Hiro alcanza la cima del paso en su motocicleta, a las cinco de la mañana, la ciudad de Port Sherman, Oregón, se extiende de súbito ante él: un fogonazo de loglo amarillo envuelto en un amplio valle en forma de U que fue excavado en la roca, hace mucho tiempo, por una gran lengua de hielo en un titánico periodo de cunnilingus geológico. Hay una ligera salpicadura de oro en los bordes, donde se desvanece en el bosque, que se espesa e intensifica al aproximarse al puerto, una larga y estrecha muesca semejante a un fiordo cortada en la recta línea costera de Oregón, una profunda y fría trinchera de aguas negras que apunta directamente a Japón.

Hiro ha regresado a la Costa. Es una sensación agradable, tras esa cabalgata nocturna con carrera de obstáculos incluida. Demasiados patanes, demasiada policía montada.

Incluso a quince kilómetros de distancia y más de mil metros por encima, no es una visión hermosa. Más allá del distrito del puerto, Hiro distingue unas salpicaduras rojas, lo cual es mejor que el amarillo. Ojalá viese algo verde, azul o magenta, pero no parece haber ningún barrio decorado en esos selectos colores.

Pero bueno, tampoco se trata de un trabajo selecto.

Se aleja cerca de un kilómetro de la carretera, se sienta en una roca plana en un espacio abierto, más o menos a prueba de emboscadas, y se conecta al Metaverso.

—¿Bibliotecario?

—¿Sí, señor?

—Inana.

—Una figura de la mitología sumeria. Las culturas posteriores la han conocido como Ishtar, o Esther.

—¿Una diosa buena o mala?

—Buena. Una diosa muy querida.

—¿Tuvo tratos con Enki o Ashera?

—Sobre todo con Enki. Según el momento, las relaciones entre ella y Enki oscilaron entre buenas y malas. Inana era conocida como la reina de todos los grandes me.

—Pensé que los me pertenecían a Enki.

—Así es. Pero Inana fue al Abzu, la fortaleza acuática en la ciudad de Eridu donde Enki guardaba los me, y consiguió que éste se los diese. Así es como los me se extendieron entre la gente.

—¿Una fortaleza acuática, eh?

—Sí, señor.

—¿Y cómo se lo tomó Enki?

—Al parecer se los dio voluntariamente, porque estaba borracho y prendado de los encantos físicos de Inana. Cuando se le pasó la borrachera la persiguió e intentó recuperarlos, pero ella fue más astuta.

—Veamos el enfoque semiótico —suelta Hiro—. La Almadía es la fortaleza acuática de L. Bob Rife. Allí guarda todas sus cosas, todos sus me. Juanita fue a Astoria, que es todo lo que era posible acercarse a la Almadía hasta hace un par de días. Creo que estaba intentando un truco a lo Inana.

—En otro mito sumerio —dice el Bibliotecario—, Inana descendió al reino de los muertos.

—Sigue —dice Hiro.

—Ella reúne todos sus me y se adentra en la tierra sin retomo.

—Estupendo.

—Cruza el reino de los muertos y llega hasta el templo de Ereshkigal, diosa de la Muerte. Viaja con un disfraz que no consigue engañar a Ereshkigal, la que todo lo ve. Pero Ereshkigal le permite entrar en el templo. Cuando Inana entra, le arrancan las ropas, las joyas y los me y la llevan, totalmente desnuda, ante Ereshkigal y los siete jueces del inframundo. Los jueces «fijaron sus ojos sobre ella, los ojos de la muerte; a su palabra, la palabra que tortura el espíritu, Inana se convirtió en un cadáver, un montón de carne putrefacta, y fue colgada de un gancho en el muro». Kramer.

—Genial. ¿Y para qué diablos le hicieron eso?

—Según explica Diane Wolkstein, «Inana abandonó… todo lo que había conseguido en la vida, hasta que quedó desnuda, sin nada excepto su deseo de renacer… Gracias a su viaje al inframundo, ganó los poderes y los misterios de la muerte y el renacimiento».

—Oh. ¿Así que la historia sigue?

—El mensajero de Inana la espera durante tres días, pero como ella no vuelve de la tierra de los muertos, va a pedir ayuda a los dioses. Ninguno de ellos quiere ayudar, excepto Enki.

—Así que nuestro amigo Enki, el dios hacker, tiene que rescatarla del Infierno.

—Enki crea dos personas y las envía a la tierra de los muertos para rescatar a Inana. Éstos hacen uso de su magia y la traen de vuelta a la vida. Inana regresa de la tierra de los muertos, seguida por una hueste de muertos.

—Juanita se fue a la Almadía hace tres días —dice Hiro—. Es hora de hackear.

Tierra sigue donde la dejó, mostrando una vista amplificada de la Almadía. Tras la charla de la noche pasada con Chuck Wrightson, no es difícil averiguar qué parte de la Almadía añadieron recientemente los ortos cuando el Enterprise pasó por la RPKK unas cuantas semanas atrás. Un par de cargueros soviéticos de popa enorme están amarrados entre sí, con un enjambre de pequeños barcos a su alrededor. Gran parte de la Almadía es totalmente marrón y orgánica, pero ésa tiene el color blanco de la fibra de vidrio: embarcaciones de recreo pirateados a los jubilados ricos de la RPKK. Miles de ellos.

Ahora la Almadía está cerca de la costa de Port Sherman, así que, supone Hiro, ahí es donde pasan el rato los grandes sacerdotes de Ashera. En pocos días estarán en Eureka, luego San Francisco, después Los Ángeles: un vínculo flotante con tierra firme, que enlaza las operaciones de los ortos en la Almadía con el punto más cercano del continente.

Deja de lado la Almadía y recorre con la vista el océano hasta Port Sherman para hacer un pequeño reconocimiento.

Junto a la línea de playa hay un semicírculo de moteles baratos con logos amarillos. Hiro los estudia en busca de nombres rusos.

Fácil. Hay un Spectrum 2000 justo en mitad del puerto. Como el nombre indica, cada uno de ellos dispone de una amplia gama de habitaciones, desde habitáculos mínimos en el vestíbulo hasta suites de lujo en el ático. Y muchas habitaciones están ocupadas por un grupo de personas con nombres acabados en off, ovski y otras delatoras terminaciones eslavas. La tropa duerme en el vestíbulo, echada en habitáculos rectos y estrechos, junto a sus AK-47, y los sacerdotes y generales ocupan hermosas habitaciones más arriba. Hiro se pregunta durante un instante qué hará un sacerdote pentecostal ruso con una cama masajeadora.

La suite del último piso está alquilada por un caballero llamado Gurov. El señor KGB en persona. Demasiado blandengue para vivir en la Almadía, parece.

¿Cómo habrá llegado de la Almadía a Port Sherman? Para cruzar unos cuantos centenares de kilómetros del Pacífico Norte tiene que tratarse de un barco de buen tamaño.

En Port Sherman hay media docena de puertos deportivos. En esos momentos, están abarrotados en su mayor parte de pequeñas barcas marrones. Se asemeja a lo que ocurre tras un tifón, cuando centenares de kilómetros cuadrados de océano quedan limpios de sampanes que terminan apilados contra el sitio sólido más cercano; pero hay un poco más de organización.

Los reñís ya están llegando a la costa. Si son listos, y agresivos, sabrán que desde aquí pueden ir andando hasta California.

Eso explica por qué los atracaderos están atascados de barquitos cutres. Pero uno de ellos aún parece un puerto privado. Tiene una docena o así de limpios bajeles blancos, pulcramente alineados en sus muelles; nada de chusma. Y la resolución de la imagen es lo bastante buena para que Hiro pueda ver el muelle moteado de pequeñas rosquillas: probablemente círculos de sacos de arena. Será la única forma de mantener privado un amarre privado cuando la Almadía revolotee por la costa.

Los números, banderas y otros atributos identificativos son más difíciles de distinguir. El satélite tiene dificultades para captar esos detalles.

Hiro comprueba si la CCI tiene un cazadatos en Port Sherman. Tiene que tenerlo, porque la Almadía está ahí y la CCI pretende hacer un gran negocio vendiendo datos sobre la Almadía a los muchos y ansiosos propietarios de terrenos a pie de playa entre Skagway y Tierra de Fuego.

Así es, por supuesto. Tienen unas cuantas personas en Port Sherman recogiendo información actualizada. Y uno de ellos es un infiltrado con una videocámara que va por ahí grabándolo todo.

Hiro revisa el material del tipo a velocidad rápida. Casi todo está grabado desde la ventana del hotel del cazadatos: horas y horas de cobertura del flujo de barquitas marrones afanándose por llegar al puerto, amarrándose al borde de la mini Almadía que se está formando en Port Sherman.

Pero hay algo parecido a organización; unos polis acuáticos aparentemente autodesignados zumban de aquí para allá en una lancha motora, apuntando a la gente con armas de fuego y gritando por un megáfono. Eso explica por qué, por muy enmarañado que sea el revoltijo del puerto, siempre hay un carril libre en mitad del fiordo, que conduce hasta el mar abierto. Y el extremo de ese carril despejado es el lindo atracadero donde esperan los barcos grandes.

En él hay dos grandes navíos. Uno es un gran barco pesquero que luce una bandera con el emblema de los ortos, que es una simple cruz y una llama. Obviamente procede del saqueo de la RPKK; el nombre escrito en la popa es REINA DE KODIAK, y los ortos no se han molestado en cambiarlo. El otro buque es un pequeño trasatlántico, fabricado para llevar cómodamente a los ricos a sitios agradables. Lleva una bandera verde y parece tener algún vínculo con el Gran Hong Kong de Mr. Lee.

Hiro escarba un poco más en las calles de Port Sherman y descubre que hay un fransulado bastante grande del Gran Hong Kong de Mr. Lee. Está fabricado en el típico estilo de Hong Kong, un ramillete de pequeños edificios y habitáculos por toda la ciudad. Pero un ramillete denso, tanto que Hong Kong tiene aquí varios empleados, entre ellos un procónsul. Hiro accede a la fotografía del tipo para poder reconocerlo: un caballero chinoamericano de unos cincuenta años, de aspecto avejentado. Así que no se trata de un fransulado sin personal como los que normalmente se ven en los estados continentales.