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T.A. ha estado en algunos sitios realmente inusitados a lo largo de su carrera. Lleva los visados de tres docenas de países laminados en el pecho. Y además de los países en sí, ha hecho entregas y recogidas en pequeños y encantadores destinos de vacaciones tales como la Zona de Austeridad de Isla Terminal y el campamento de Griffith Park. Pero éste es el trabajo más raro que ha hecho jamás: alguien quiere que entregue algo en los Estados Unidos de América. La orden de recogida lo dice bien claro. No es un envío muy grande, apenas un sobre de tamaño estándar.

—¿Seguro que no quiere enviarlo por correo? —le pregunta al tipo al recoger el envío. Es uno de esos escalofriantes parques de oficinas de los suburbios. Como un barclave para esas empresas inútiles que tienen despacho y teléfono y cosas, pero que no parecen hacer nada.

Es una pregunta sarcástica, por supuesto. El correo no funciona, excepto en Fedlandia. Los buzones han sido arrancados y usados para decorar los apartamentos de los adictos a la nostalgia. Pero además es un chiste porque el destino es, de hecho, un edificio en medio de Fedlandia. Así que el chiste es: Si quieres hacer negocios con los Feds, ¿por qué no usas su jodido sistema de correo? ¿No te da miedo quedar manchado ante sus ojos por tratar con algo tan increíblemente guay como un korreo?

—Bueno, el servicio postal no llega hasta aquí, ¿verdad? —dice el tipo. No tiene sentido describir su despacho. Ni siquiera lo tiene dejar que el despacho se registre en los globos oculares de T.A. y ocupe valioso espacio en su cerebro. Luces fluorescentes y tabiques con moqueta pegada. Prefiero que la moqueta esté en el suelo, gracias. Colores conjuntados. Gilipolleces ergonómicas. Tías monas con los labios pintados. Olor a xerox. Todo es bastante nuevo, piensa.

El sobre reposa en el escritorio del tío. Tampoco tiene mucho sentido describirlo a él. Huellas de un acento sureño o tejano. El borde inferior del sobre está paralelo al borde del escritorio, a seis milímetros de distancia, perfectamente centrado entre los lados derecho e izquierdo. Como si hubiese hecho que viniese un médico a ponérselo en el escritorio con tenacillas. Está dirigido a: SALA 968A, CASILLA 1569835, EDIFICIO LA-6, EE.UU.

—¿Quiere poner la dirección del remitente? —pregunta T.A.

—No es necesario.

—Si no puedo entregarla no tendré modo de devolvérsela, porque estos sitios me parecen todos iguales.

—No importa —dice él—. ¿Cuándo crees que estarás allí?

—Máximo en dos horas.

—¿Por qué tan tarde?

—Las aduanas, tío. Los Feds no han modernizado su sistema como todos los demás. —Por eso la mayoría de korreos hacen todo lo posible por evitar Fedlandia. Pero hoy está siendo un día tranquilo, la Mafia aún no ha llamado a T.A. para que lleve a cabo una misión secreta, y quizá pueda reunirse con mamá durante el descanso de la comida.

—¿Cómo te llamas?

—No damos nuestros nombres.

—Necesito saber quién va a hacer la entrega.

—¿Por qué? Ha dicho que no es importante.

—De acuerdo —dice el tipo, poniéndose muy nervioso—. Olvídalo. Limítate a entregarlo, por favor.

Okey, como gustes, se dice T.A. Se dice también otras cuantas cosas. Es evidente que el tipo es un pervertido. Está tan claro, tan a la vista:

«¿Cómo te llamas?». Venga, hombre.

Los nombres no importan. Todo el mundo sabe que los korreos son intercambiables. Sólo que algunos son más rápidos y mejores que otros.

Sale de la oficina patinando. Todo es muy anónimo. No se ve ningún logo corporativo. Así que, mientras espera el ascensor, llama a RadiKS y trata de averiguar quién ha solicitado este envío.

La respuesta llega unos minutos más tarde, mientras sale del parque de oficinas, arponeada a un lindo Mercedes: Rife Advanced Research Organization. RARO. Una de esas empresas de alta tecnología. Es probable que vayan a la caza de un contrato con el gobierno; querrán venderles esfigmomanómetros a los Feds o algo así.

Oh, bueno, su trabajo es sólo repartir. Tiene la sensación de que el Mercedes está forzando, conduciendo muy lentamente para librarse de ella, así que arponea otro vehículo, un camión de reparto. A juzgar por lo alto que va sobre los amortiguadores, debe de ir vacío, con lo que probablemente se mueva muy deprisa.

Diez segundos después, como cabía esperar, el Mercedes pasa disparado por el carril izquierdo, así que lo arponea otra vez y viaja con él cómoda y velozmente durante unos cuantos kilómetros.

Entrar en Fedlandia es una lata. Muchos fedéralas conducen diminutos coches de plástico y aluminio, difíciles de arponear. Pero por fin logra pinchar uno, un pequeño caramelo relleno con las ventanas selladas y un motor de tres cilindros, que la lleva hasta la frontera de los Estados Unidos.

Cuanto más pequeño se hace ese país, más paranoico se vuelve. Hoy en día sus agentes de aduanas son intratables. T.A. tiene que firmar un documento de diez páginas… y antes la obligan a leerlo. Dicen que debería tardar al menos media hora.

—Pero si lo leí hace dos semanas.

—Podría haber cambiado —dice el guardia—, así que tienes que leerlo de nuevo.

Básicamente certifica que T.A. no es terrorista, comunista (sea eso lo que sea), homosexual, profanadora de los símbolos nacionales, mercader de pornografía, parásito de la seguridad social, racialmente insensible, portadora de enfermedades infecciosas ni defensora de alguna filosofía tendente a impugnar los valores familiares tradicionales. En su mayor parte el documento consiste en definiciones de los términos usados en la primera página.

Así que T.A. se sienta en una pequeña sala durante media hora, realizando tareas de mantenimiento: comprueba todo el equipo, cambia las baterías de todos los dispositivos, se limpia las uñas y pone en marcha los procedimientos de mantenimiento automático del monopatín. Luego firma el puñetero documento y se lo da al tío. Y ya está en Fedlandia.

Encontrar el lugar no resulta difícil. Es un típico edificio Fed: un millón de escalones. Como si los construyesen sobre una montaña de escalones. Columnas. En éste hay muchos más tíos de lo normal. Tipos fornidos de pelo untuoso. Debe de tratarse de un edificio para polis. El guardia de la puerta principal es un poli de los pies a la cabeza, pretende montarle un cirio por querer entrar con el monopatín. Como si tuviesen un sitio seguro a la entrada para dejar los monopatines.

El poli es un tipo tozudo. Estupendo, T.A. también lo es.

—Aquí está el sobre —dice—. Puede subirlo al noveno piso usted mismo en el descanso para el café. Lástima que tenga que subir por las escaleras.

—Mira —dice él, totalmente exasperado—, esto es el MOGRE. Ya sabes, el cuartel general. MOGRE central. ¿Lo pillas? Todo lo que sucede en un radio de un kilómetro se graba. La gente no escupe al suelo en las inmediaciones de este edificio. Ni siquiera dice palabrotas. Nadie te va a robar el monopatín.

—Peor aún. Lo robarán y luego dirán que no lo han robado, que ha sido confiscado. Ya sé cómo sois los Feds, siempre estáis confiscándolo todo.

El tipo suspira. Luego sus ojos se desenfocan y se calla durante un minuto. T.A. puede darse cuenta de que está recibiendo un mensaje por el pequeño auricular que lleva en el oído, la marca del auténtico Fed.

—Pasa —dice—. Pero tienes que firmar.

—Naturalmente —dice T.A.

El poli le pasa la hoja de firmas, que en realidad es un ordenador portátil con un lápiz óptico. Escribe «T.A.» en la pantalla, y eso es convertido en un bitmap digital, se estampa automáticamente con la hora y se envía al gran ordenador en la Central Fed. T.A. sabe que no logrará cruzar el detector de metales sin desnudarse por completo, así que salta sobre la mesa del poli, ¿qué va a hacer?, ¿disparar?, y se adentra en el edificio, con el patín bajo el brazo.

—¡En! —se queja él, débilmente.

—¿Qué pasa? ¿Sufren una ola de asaltos y violaciones de agentes del MOGRE por parte de korreos femeninos? —dice T.A., golpeando furiosamente el botón del ascensor.

El ascensor tarda una eternidad. Pierde la paciencia y acaba subiendo las escaleras como hacen los Feds.

El tipo tenía razón, definitivamente el piso nueve es Poli Central. Todos los tíos espeluznantes con gafas de sol y pelo untuoso que hayas visto alguna vez, todos están ahí, con sus pequeños cables helicoidales color carne colgados de la oreja. Incluso hay unas cuantas Feds. Son aún más temibles que los tíos. Las cosas que puede llegar a hacerse una mujer en el pelo para tener una apariencia profesional… ¡Diooos! ¿Por qué no llevan un casco de moto? Así al menos se lo podrían quitar.

Excepto que ninguno de los Feds, masculinos o femeninos, lleva gafas de sol. Sin ellas se los ve desnudos. Como si fuesen por ahí sin pantalones. Ver a tantos Feds sin gafas de espejo es como meterse por accidente en el vestuario de los chicos.

Encuentra la Sala 968A con bastante facilidad. Gran parte del espacio está cubierto por numerosos escritorios. Las salas numeradas están alrededor de los bordes, con puertas de cristal esmerilado. Cada uno de los tipos espeluznantes parece tener su propia mesa de trabajo; algunos rondan cerca de las suyas, el resto están practicando un montón áefootíng de interior o celebrando reuniones improvisadas junto a las mesas de otros tipos espeluznantes. Sus camisetas blancas están fatigosamente limpias. No se ven tantas sobaqueras como había esperado; los Feds armados deben de estar en lo que antes era Alabama o Chicago intentando confiscar y recuperar trochos de territorio de los Estados Unidos a lo que ahora es un Buy’n’Fly o un vertedero de residuos tóxicos.

Entra en la Sala 968A. Es un despacho. Dentro hay cuatro Feds, iguales que los otros excepto que parecen un poco mayores, de más de cuarenta e incluso cincuenta años.

—Tengo una entrega para esta sala —dice T.A.

—¿Eres T.A.? —dice el jefe Fed, sentado tras el escritorio.

—No debería saber mi nombre —dice T.A.—. ¿Cómo lo sabe?

—Te he reconocido —dice el jefe Fed—. Conozco a tu madre. T.A. no lo cree. Pero estos Feds tienen toda clase de formas de averiguar cosas.

—¿Tiene algún pariente en Afganistán? —dice T.A. Los tipos se miran unos a otros, como diciéndose ¿has entendido a la chávala? Pero no era una frase que hubiera que entender. De hecho, T.A. tiene toda clase de software de reconocimiento de voz en el mono y en el patín. Cuando dice «¿Tiene algún pariente en Afganistán?» eso es como una frase clave, le dice a todo su equipo de agente secreto que se prepare, se despierte, compruebe su estado y aguce sus oídos electrónicos.

—¿Quiere este sobre o no? —dice.

—Yo lo recogeré —dice el jefe Fed, poniéndose de pie y extendiendo una mano.

T.A. camina hasta el centro de la habitación y le ofrece el sobre. Pero en vez de tomarlo, él arremete en el último momento y la agarra por el antebrazo.

En la otra mano, ve T.A., sostiene unas esposas. Las acerca y le cierra una sobre la muñeca, de forma que se aprieta firmemente sobre el puño de su mono.

—Lo lamento, T.A., pero tengo que arrestarte —dice el tipo.

—¿Qué coño hace? —T.A. mantiene el brazo libre detrás del cuerpo para que no pueda esposárselo junto al otro, pero uno de los otros Feds la sujeta por la muñeca libre, de forma que T.A. queda estirada como una cuerda entre los dos grandes Feds.

—Estáis muertos, tíos —dice T.A.

Los tipos sonríen, disfrutando al ver una chávala con algo de valentía.

—Estáis muertos, tíos —dice una segunda vez.

Ésa es la frase clave que todo su software está esperando oír. Cuando la pronuncia por segunda vez se activa todo el equipo de autodefensa, lo cual significa, entre otras cosas, que un pulso electromagnético de unos cuantos miles de voltios fluye a través de la parte exterior de los puños de su mono.

Tras la mesa, el jefe Fed barbota un gruñido desde muy dentro del estómago. Se aleja de ella volando, con todo el lateral derecho del cuerpo sacudiéndose espasmódicamente, tropieza con su propia silla y cae contra la pared, golpeándose la cabeza con el alféizar de mármol. El imbécil que tira de su otro brazo se estira como si estuviese en un potro invisible, golpeando accidentalmente a otro de los tipos en la cara y dándole una buena sacudida en la cabeza. Ambos caen al suelo como un saco de gatos rabiosos. Sólo queda un tipo, que está buscando algo bajo la chaqueta. T.A. da un paso hacia él trazando un arco con el brazo, y el extremo suelto de las esposas lo alcanza en el cuello, apenas una caricia, pero igual podría haber sido un golpe del hacha eléctrica de dos manos de Satán. La electricidad recorre su columna arriba y abajo y, de repente, está desmadejado sobre un par de viejas sillas de madera y su pistola da vueltas en el suelo como una peonza.

T.A. flexiona la muñeca de una forma determinada y el aturdidor le cae de la manga a la mano. Las esposas que cuelgan de la otra muñeca harán un efecto similar por ese lado. También saca el tubo de Nudillos Líquidos, quita la tapa y pone la boquilla del atomizador en dispersión amplia.

Uno de los bichos raros Feds tiene la amabilidad de abrirle la puerta del despacho. Entra en la habitación con la pistola desenfundada, respaldado por media docena de tíos que se han agrupado ahí procedentes de los escritorios de fuera, y T.A. deja que se apañen con los Nudillos Líquidos. Fshhhh, es como insecticida. El sonido de los cuerpos al chocar contra el suelo es como un redoble de un bombo. El monopatín no tiene problemas para deslizarse sobre los cuerpos tendidos, y ya está fuera, entre las mesas. Esos tipos convergen sobre ella desde todos lados, hay un número increíble de ellos, así que mantiene el botón apretado, apuntando hacia delante mientras se impulsa con el pie para ganar velocidad. Los Nudillos Líquidos actúan como una cuña química; patina sobre una alfombra de cuerpos. Algunos Feds son lo bastante ágiles para lanzarse desde detrás e intentar sujetarla, pero ella tiene preparado el aturdidor, que convierte sus sistemas nerviosos en rollos de alambre de púas caliente durante unos minutos aunque en teoría no tiene más efectos.

Ha recorrido tres cuartos de la sala cuando se acaban los Nudillos Líquidos, si bien aún funcionan durante unos instantes porque la gente les tiene miedo y se quita de en medio aunque no salga nada del bote. Luego un par se da cuenta y comete el error de intentar agarrarla por las muñecas. Derriba a uno con el aturdidor y al otro con las esposas electrificadas. Luego, bum, atraviesa la puerta y está en las escaleras, dejando a su paso cuatro docenas de heridos. Se lo merecen, por no haberse molestado siquiera en tratar de arrestarla de forma caballerosa.

Para alguien a pie, una escalera es un inconveniente. Pero para las intelirruedas no son más que rampas de cuarenta y cinco grados. Resulta un poco movido, sobre todo cuando llega al segundo piso con demasiada velocidad, aunque es definitivamente factible.

Una suerte: un poli del primer piso está abriendo la puerta de la escalera, alertado sin duda por la sinfonía de alarmas y timbres que se funden en un muro sólido de sonido histérico. Lo esquiva; el tipo extiende la mano para detenerla y casi la agarra por la cintura, desequilibrándola, pero el monopatín es muy permisivo, tan listo como para frenar un poquito y esperarla cuando su centro de masas está en el sitio inadecuado. Enseguida está de nuevo bajo ella; T.A. se ladea fuertemente y cruza la antesala del ascensor, dirigiéndose en línea recta hacia el arco del detector de metales, a través del cual brilla el resplandor extramuros de la libertad.

Su viejo amigo el poli está de pie y reacciona con rapidez, abriéndose de brazos y piernas en el detector de metales. T.A. simula dirigirse hacia él, y en el último momento le da una patada al patín, girándolo, pulsa un pequeño pedal, recoge las piernas y salta por los aires. Salta por encima de la mesa del poli mientras el patín pasa por debajo, y un instante después aterriza en él, se bambolea y logra recuperar el equilibrio. Está en el vestíbulo, acercándose a las puertas.

Es un edificio anticuado. Muchas puertas son de metal, pero también hay unas cuantas puertas giratorias, con grandes láminas de vidrio.

A veces los primeros surfistas se estampaban contra paredes de vidrio, lo cual era un problema. El problema se agravó cuando se puso en marcha todo el asunto de los korreos y los patinadores empezaron a dedicar mucho más tiempo a moverse con rapidez en entornos estilo oficina donde las paredes de cristal se consideran una idea original. Por eso en los monopatines caros, y éste sin duda lo es, puedes pedir el Proyector de Onda de Choque Sintonizada de Cono Estrecho de RadiKS como un extra de seguridad. Es casi instantáneo, por fortuna, pero sólo se puede usar una vez (se alimenta con una carga explosiva) y luego hay que llevar la plancha a la tienda para que lo cambien.

Es para emergencias. Estrictamente un último recurso. Pero es guay. T.A. se asegura de estar apuntando directamente a las puertas giratorias de cristal y luego pulsa el minipedal adecuado.

Dios mío, es como si cubrieses un estadio con una lona para convertirlo en un tambor gigante y luego estrellases contra él un 747. T.A. siente cómo sus órganos se desplazan varios centímetros. El corazón y el hígado intercambian posiciones. Las plantas de los pies se le duermen y le hormiguean. Y eso que ella no estaba en la trayectoria de la onda de choque.

El vidrio de seguridad de la puerta giratoria no se limita a romperse y caer al suelo, como T.A. sospechaba que ocurriría. Salta hecho añicos del marco. Sale despedido del edificio como un torrente, sobre los escalones de la entrada, y T.A. lo sigue un instante después.

La ridícula cascada de escalones de mármol del frontal del edificio aún le da más impulso. Para cuando toca la acera, T.A. lleva velocidad suficiente como para patinar hasta México.

Mientras se balancea por la amplia avenida y se fija como objetivo el puesto fronterizo a cuatrocientos metros de distancia, que va a tener que saltar, algo le dice que mire hacia arriba.

Porque, a fin de cuentas, el edificio del que acaba de escapar se eleva sobre ella, muchos pisos repletos de desagradables Feds, y están sonando todas las alarmas. Muchas ventanas no pueden abrirse, y desde ahí lo único que pueden hacer es mirarla. Pero hay gente en la azotea. Gran parte del tejado es un bosque de antenas. Y si eso es un bosque, esos tíos son los pequeños y temibles gnomos que viven en los árboles. Están listos para la acción, tienen puestas sus gafas de sol, van armados y la miran a ella.

Pero sólo uno de ellos está apuntando. Y la cosa con la que apunta es inmensa. El cañón es del tamaño de un bate de béisbol. T.A. ve el súbito fogonazo, rodeado de un dónut de humo blanco. No apunta hacia ella, sino por delante de ella.

El aturdidor golpea en el suelo, justo delante suyo, rebota en el aire y detona a una altura de seis metros.

El siguiente cuarto de segundo: no hay ningún destello brillante que la ciegue, así que puede ver perfectamente cómo la onda de choque se extiende hacia fuera en una esfera perfecta, dura y palpable como una bola de hielo. Donde la esfera entra en contacto con la calle provoca un frente de ondas circular, haciendo saltar la grava, lanzando por los aires cajas de McDonalds aplastadas e incrustadas en el suelo mucho tiempo ha, y arrancando un fino polvo harinoso de las pequeñas grietas del pavimento, que flota por la carretera hacia ella como una ventisca microscópica. Por encima, la onda de choque cuelga en el aire, avanzando hacia T.A. a la velocidad del sonido, una lente de aire que aplana y refracta lo que hay al otro lado. Y ella va a cruzarla.