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Hiro se da la vuelta. Es un blanco barbudo y gordinflón, de pelo rojizo, ondulado y untado con brillantina. Encaramada a la cabeza lleva una gorra de béisbol, echada hacia atrás para dejar ver las siguientes palabras, tatuadas en la frente:

CAMBIOS BRUSCOS DE HUMOR

RACIALMENTE INSENSIBLE

Hiro ve todo esto sobre el curvo horizonte del vientre enfundado en franela del hombre.

—¿Qué pasa? —dice Hiro.

—Bien, señor, lamento molestarlo en medio de su conversación con este caballero. Pero mis amigos y yo nos preguntábamos: ¿es usted un negro haragán culosucio comemierda, o un rastrero enano amarillo infectado de enfermedades venéreas?

El hombre alza la mano y tira de la visera de la gorra de béisbol, bajándosela. Ahora Hiro puede ver la bandera confederada que lleva pintada, con las palabras bordadas «Nueva Sudáfrica, Franquicia núm. 153».

Hiro se lanza sobre la mesa, gira y se desliza sobre el culo hacia Chuck, intentando poner la mesa entre él y el neosudafricano. Chuck, con buen criterio, ha desaparecido, así que Hiro termina con la espalda cómodamente apoyada en la pared, mirando por encima de la barra.

Al mismo tiempo, más o menos una docena de hombres se ha levantado de las mesas, formando detrás del primero en una bronceada y sonriente falange de banderas confederadas y patillas.

—Veamos —dice Hiro—, ¿es una pregunta con truco? Hay montones de Ayuntamientos en montones de Soba y Sigue en los que hay que dejar las armas a la entrada. Éste no es uno de ellos.

Hiro no sabe si eso es malo o bueno. Sin armas, los neosudafricanos le darían una paliza de muerte. Con armas, Hiro puede defenderse, pero las apuestas están más altas. Hiro lleva antibalas hasta el cuello, pero eso sólo significa que los neosudafricanos dispararán a la cabeza. Y todos se enorgullecen de ser buenos tiradores. Entre ellos es algo casi fetichista.

—¿No hay una franquicia de NS calle abajo? —pregunta Hiro.

—Sí —dice el jefe, que tiene un cuerpo largo y ancho y cortas piernas rechonchas—. Y es el cielo. De verdad. No hay sitio en la Tierra como una Nueva Sudáfrica.

—Bueno, entonces, si no le molesta que se lo pregunte —dice Hiro—, si es tan jodidamente maravilloso, ¿por qué no se vuelven todos a sus madrigueras y se quedan allí?

—En Nueva Sudáfrica sólo hay un problema —dice el tipo—. No quiero sonar antipatriótico, pero es la verdad.

—¿Y cuál es el problema? —dice Hiro.

—Que no hay negros, amarillos ni judíos a los que moler a palos.

—Ah, así que ése es el problema —dice Hiro—. Muchas gracias.

—¿Por qué?

—Por anunciar sus intenciones… dándome derecho a hacer esto.

Luego Hiro le corta la cabeza.

¿Qué otra cosa puede hacer? Al menos son doce. Han tomado la precaución de bloquear la única salida. Acaban de anunciar sus intenciones. Y es de suponer que todos llevan armas. Además, se va a encontrar con situaciones como ésta cada dos por tres cuando esté en la Almadía.

El neosudafricano no sabe lo que va a pasar, pero comienza a reaccionar mientras Hiro gira la katana hacia su cuello, así que vuela de espaldas cuando se produce la decapitación. Eso es bueno, porque más o menos la mitad de su sangre sale formando un arco desde su cuello. Dos chorros, uno de cada carótida. A Hiro no le cae ni una gota.

En el Metaverso, si das el tajo con la suficiente rapidez, la hoja simplemente atraviesa. En la Realidad Hiro espera sentir un fuerte impacto cuando su hoja golpee el cuello del neosudafricano, como cuando se da mal a una bola de béisbol, pero no siente prácticamente nada. La espada atraviesa, sigue girando y casi se clava en la pared. Por pura suerte debe de haber acertado entre dos vértebras. Curiosamente, el entrenamiento se pone en marcha. Se había olvidado de sacarla, de detener la espada él mismo, y eso es un mal movimiento.

Aunque se lo esperaba, le sorprende un instante. Con los avatares no pasa eso; se caen y ya está. Durante un tiempo sorprendentemente largo, se queda ahí, mirando el cadáver. Mientras, la nube de sangre en suspensión comienza a caer, goteando desde el falso techo, salpicando desde los estantes que hay tras la barra. Un borracho que acuna un vodka doble tiembla y se agita, contemplando en su vaso el remolino galáctico de un billón de glóbulos rojos muriendo en el etanol.

Hiro intercambia un par de largas miradas con los neosudafricanos, como si todos los presentes en el bar intentasen llegar a un consenso sobre lo que va a pasar a continuación. ¿Deberían reírse? ¿Sacar una foto? ¿Huir? ¿Llamar una ambulancia?

Se abre camino hasta la salida saltando de mesa en mesa. Es de mala educación, pero los otros clientes se apartan con rapidez, algunos son incluso lo bastante rápidos para quitar de en medio sus cervezas, y nadie se queja. La visión de la katana desnuda inspira en todo el mundo un nivel de cortesía prácticamente japonés. Hay un par de neosudafricanos más que bloquean la salida de Hiro, pero no porque quieran detener a nadie, sino porque acaeció que estaban ahí cuando se quedaron pasmados. Hiro, sensatamente, decide no matarlos.

Y enseguida está fuera, en la colorida avenida principal del Ayuntamiento, un túnel de loglo parpadeante y palpitante a través del cual corren criaturas negras como ignorantes espermatozoides escalando las trompas de Falopio, con grandes cosas angulares agarradas con fuerza entre sus manos. Son los Garantes. A su lado un metapoli parece un personaje de la programación infantil.

Llegó la hora de las gárgolas. Hiro lo activa todo: infrarrojo, radar milimétrico, procesamiento del sonido ambiental. El infrarrojo no sirve de mucho en estas circunstancias, pero el radar detecta todas las armas, resalta sus siluetas en las manos de los Garantes, las identifica por marca, modelo y tipo de munición. Todas son automáticas.

Pero los Garantes y los neosudafricanos no necesitan radar para ver la katana de Hiro, empapada de sangre y fluido espinal que corren hoja abajo.

La música de Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares atruena desde baratos altavoces. Es su primer sencillo que alcanza las listas de éxitos; se titula «Mi corazón es un agujero humeante en el suelo». El procesamiento de sonido ambiente lo reduce a un nivel más razonable, atenuando la desagradable distorsión de los altavoces, de forma que oye cantar a su compañero de piso con más claridad, lo cual hace que todo sea singularmente surrealista. Le demuestra que está fuera de su elemento. Ése no es su sitio. Está perdido en la biomasa. Si hubiese justicia en el mundo, podría saltar a esos altavoces y seguir los cables como una sílfide digital, de vuelta a Los Ángeles, el sitio al que pertenece, allí en la cima del mundo, de donde todo sale, invitar a una copa a Vitaly, acurrucarse en el futón.

Algo terrible le ocurre en su espalda, y Hiro trastabilla hacia delante sin poder evitarlo. Es la misma sensación que ser masajeado con un centenar de martillos de orfebrería. Al mismo tiempo, un chisporroteo de luz amarilla hace palidecer el brillo del loglo. Una chillona imagen roja parpadea en su visor informándolo de que el radar milimétrico ha detectado un chorro de balas dirigidas hacia él y ¿le gustaría saber de dónde proceden, señor?

Acaban de dispararle una ráfaga de ametralladora en la espalda. Todas las balas se han aplastado en el traje y han caído al suelo, pero en el proceso le han roto como la mitad de las costillas de ese lado del cuerpo y le han magullado varios órganos internos. Se da la vuelta, cosa que duele.

El Garante ha dejado de lado las balas y ha sacado otra arma. El visor de Hiro dice: PACIFIC ENFORCEMENT INC., DISPOSITIVO DE RETENCIÓN EYECTABLE MODELO sx-29 (ENCOLADORA). Que es lo que debería haber usado desde el principio.

No puedes llevar una espada como una amenaza inútil. No deberías desenvainarla, o mantenerla desenvainada, a menos que estés dispuesto a matar a alguien. Hiro corre hacia el Garante, levantando la katana para golpear. El Garante hace lo más adecuado, es decir, se quita de en medio como alma que lleva el diablo. La cinta plateada de la katana refulge sobre la multitud. Atrae a los Garantes y repele a todos los demás, de forma que mientras Hiro corre por el centro del Ayuntamiento, no tiene a nadie delante y sí un montón de brillantes criaturas negras detrás.

Apaga toda la tecnomierda del visor. Lo único que hace es confundirlo; está ahí leyendo estadísticas sobre su propia muerte mientras ésta ocurre. Muy posmoderno. Es hora de sumergirse en la Realidad, como la gente que lo rodea.

Ni siquiera los Garantes disparan en medio de una muchedumbre, a menos que sea a quemarropa o estén de humor francamente malo. Unos cuantos disparos de la encoladora pasan junto a Hiro, ya tan extendidos que no son más que una molestia, y embadurnan a los espectadores, envolviéndolos en pegajosos velos de telaraña.

En algún punto entre la sala de videojuegos en 3-D y la ventana de exposición llena de prostitutas muertas de aburrimiento, los ojos de Hiro se aclaran y ve un milagro: la salida de la cúpula hinchable, donde las puertas exhalan al frío aire nocturno una brisa de aliento a cerveza sintética y fluidos corporales atomizados.

Las cosas malas y las buenas se están sucediendo con rapidez. La siguiente cosa mala ocurre cuando una reja de acero desciende para bloquear la puerta.

Qué coño, es un edificio hinchable. Hiro enciende el radar un instante y las paredes parecen desmoronarse y hacerse invisibles; ve a través de ellas, hacia el bosque de acero del exterior. No le cuesta mucho localizar el aparcamiento donde dejó su moto, en teoría bajo la protección de un vigilante armado.

Hiro simula dirigirse al prostíbulo y de repente atraviesa una sección expuesta de la pared. El tejido es resistente, pero con un solo movimiento deslizante la katana le hace un desgarrón de casi dos metros, y ya está fuera, escupido por el agujero en un chorro de aire fétido.

Después de eso, después de que Hiro llegue hasta su motocicleta, y los neosudafricanos a sus camionetas todo terreno, y los Garantes a sus estilizados garantemóviles negros, y todos se lancen chirriando a la autopista, se trata simplemente de una escena de persecución.