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La Alean, la Autopista de Alaska, es el gueto de franquicias más grande del mundo, una ciudad unidimensional de más de tres mil kilómetros de largo y treinta metros de ancho, y crece a un ritmo de ciento cincuenta kilómetros al año, es decir, a medida que la gente logra llegar al extremo que se halla en terreno despejado y aparca su caravana en la siguiente parcela libre. Es la única vía de salida para quienes quieren abandonar el país pero no pueden pagarse un avión o un barco.

Tiene dos carriles en toda su longitud, asfaltados pero no muy bien, y abarrotados de remolques, furgonetas familiares, camionetas de reparto y caravanas. Comienza en algún punto de la Columbia Británica, en la intersección de Prince George, donde varios afluentes se reúnen para convertirse en una única autopista en dirección norte. Al sur, los afluentes se dividen en un delta de carreteras secundarias que cruzan la frontera entre Canadá y los antiguos Estados Unidos por más de una docena de sitios repartidos a lo largo de más de ochocientos kilómetros, desde los fiordos de la Columbia Británica hasta las vastas plantaciones de trigo del centro de Montana. Luego se conectan con el sistema de carreteras estadounidense, que actúa como manantial de la migración. Esa franja de territorio de ochocientos kilómetros está repleta de candidatos a exploradores del ártico en grandes casas rodantes, que se dirigen al norte con optimismo, y no pocos fracasados que han abandonado sus caravanas en el norte y hacen autostop para volver al sur. Las torpes caravanas y los cuatro por cuatro mal cargados forman un eslalon móvil para Hiro y su motocicleta negra.

¡Y todos esos blancos fornidos con pistolas! Reúne los suficientes, en busca de la América en la que se habían pensado que crecieron, y se apiñarán juntos como el arroz demasiado hecho, formando pequeñas unidades integrales y almidonadas. Con sus potentes herramientas, generadores portátiles, armas, vehículos cuatro por cuatro y ordenadores personales, son como castores ciegos de anfetas, ingenieros maniáticos sin planos, rumiando a través de las tierras vírgenes, construyendo cosas y abandonándolas, alterando el curso de poderosos ríos y luego mudándose porque el sitio ya no es lo que era.

Los subproductos de ese estilo de vida son ríos contaminados, efecto invernadero, mujeres maltratadas, telepredicadores y asesinos en serie psicópatas. Pero mientras tengas tu cuatro por cuatro y puedas seguir yendo hacia el norte puedes aguantar, basta con que te muevas lo bastante deprisa para ir un paso por delante de tu propio raudal de desperdicios. En veinte años, diez millones de blancos confluirán sobre el polo norte y aparcarán allí sus caravanas. El calor residual de baja intensidad de su estilo de vida termodinámicamente intenso tomará el cristalino paisaje helado en flexible y traicionero. Fundirá un agujero a través del casquete polar y todo ese metal se hundirá en el fondo, llevándose con él la biomasa.

Pagando una cuota, puedes entrar en una franquicia Soba y Sigue y conectar tu caravana. Las palabras mágicas son «Sin bajarse del automóvil», lo que significa que puedes entrar en la franquicia, acoplarte, dormir, desacoplarte y salir sin tener que poner la marcha atrás de tu zepelín de tierra.

Antes pretendían que se trataba de un camping, diseñaban la franquicia con decoración de estilo rústico, pero los clientes no paraban de arrancar los carteles de señalización y las mesas de picnic de madera y usarlos para hacer hogueras. Hoy en día, los carteles son burbujas eléctricas de policarbonato, y el logo de la corporación es redondeado, pulido y suave, como un orinal, para impedir que se acumule nada en las grietas. Porque no es una excursión si no tienes una casa adonde volver.

A dieciséis horas de California, Hiro se introduce en un Soba y Sigue en la vertiente oriental de las cataratas del norte de Oregón. Está a varios cientos de kilómetros al norte de la Almadía, y en el lado equivocado de las montañas; pero aquí hay un tío al que quiere ver.

Hay tres aparcamientos. Uno fuera de la vista, al fondo de una sucia carretera llena de baches y con señales que avisan del peligro de desprendimientos. Otro un poco más cerca, con melenudos merodeando por ahí y círculos que resplandecen bajo la luz de la luna cuando apuntan al cielo con el culo de sus latas de cerveza. Y uno frente al Ayuntamiento, con empleados que portan armas de fuego. Para aparcar ahí hay que pagar. Hiro decide pagar. Deja la moto apuntando hacia la salida, pone la bios en caliente, de forma que pueda reinicializarla a toda velocidad si hiciera falta, y le lanza unos cuantos kongpavos a un empleado. Luego gira la cabeza a un lado y a otro como un sabueso de caza, oliendo el aire sosegado, intentando encontrar el Claro.

A unos treinta metros, bajo la luz de la luna, hay un área donde algunos se han atrevido a montar una tienda; normalmente se trata de los que tienen más armas, o menos que perder. Hiro va en esa dirección, y pronto puede ver el toldo que se extiende sobre el Claro.

Todo el mundo lo llama la Pila de Cadáveres. Es, sencillamente, una zona abierta de terreno, antes cubierta de hierba y ahora de sucesivos cargamentos de arena mezclada con basura, vidrios rotos y excrementos humanos. Un toldo estirado por encima ofrece protección contra la lluvia, y unas chimeneas con forma de seta, que exhalan aire caliente en las noches frías, brotan del suelo cada pocos metros. Dormir en el Claro es muy barato. Es una innovación creada por algunas de las franquicias de más al sur y que se ha ido extendiendo hacia el norte junto con su clientela.

Hay media docena de personas desparramadas por el suelo junto a los conductos de aire caliente, enrolladas en mantas del ejército para protegerse del frío. Dos de ellos han encendido una hoguera y aprovechan su luz para jugar a las cartas. Sin prestarles atención, Hiro recorre los demás grupos.

—Chuck Wrightson —dice—. Señor Presidente, ¿está usted aquí? La segunda vez que lo dice, un montón de lana a su derecha empieza a retorcerse y sacudirse de aquí para allá. De él surge una cabeza. Hiro se vuelve hacia él, con las manos en alto para demostrar que va desarmado.

—¿Quién es? —pregunta, lleno de abyecto terror—. ¿Cuervo?

—No soy Cuervo —dice Hiro—. No se preocupe. ¿Es usted Chuck Wrightson, ex presidente de la República Provisional de Kenai y Kodiak?

—Sí. ¿Qué quiere? No tengo dinero.

—Sólo hablar. Trabajo para la CCI, y mi trabajo es reunir información.

—Necesito un puto trago —dice Chuck Wrightson.

El Ayuntamiento es un gran edificio hinchable en el centro del Soba y Sigue. Es el Las Vegas de los parias: supermercado, videojuegos, lavandería, bar, tienda de licores, mercadillo, burdel. Siempre parecen estar dirigidos por ese pequeño porcentaje de población capaz de estar de fiesta hasta las cinco una noche sí y otra también, y sin otra función aparente.

Muchos Ayuntamientos contienen a su vez unas pocas franquicias. Hiro ve una Espita de Kelley, sin duda el mejor abrevadero que se pueda encontrar en un Soba y Sigue, así que guía a Chuck Wrightson hacia él. Chuck lleva varias capas de ropa que en algún momento fueron de diversos colores. Ahora son todas del mismo color que su piel, es decir, caqui.

Todos los negocios de un Ayuntamiento, incluido este bar, parecen sacados de un barco prisión: todo clavado al suelo, brillantemente iluminado veinticuatro horas al día, el personal sellado tras gruesas barreras de vidrio que se han tornado amarillas y lóbregas. La seguridad de este Ayuntamiento está a cargo de los Garantes, así que hay un montón de adictos a los esteroides con negros uniformes de armagel recorriendo arriba y abajo el salón de videojuegos, de dos en dos o de tres en tres, violando con entusiasmo los derechos humanos de la gente.

Hiro y Chuck se hacen con lo más parecido a una mesa apartada que pueden encontrar. Hiro agarra de la manga a un camarero y por lo bajo le pide una jarra de Pub Special, mezclada a partes iguales con cerveza sin alcohol. De ese modo Chuck aguantará despierto un poco más.

No hace falta mucho para empujarlo a hablar. Es como uno de esos viejos tipos de la administración presidencial caídos en desgracia, que han tenido que dimitir por los escándalos y que dedican su vida a buscar gente que quiera oírlos.

—Sí, fui presidente de la RPKK durante dos años. Y aún me considero el presidente del gobierno en el exilio.

Hiro hace un esfuerzo por no mostrar escepticismo. Chuck parece darse cuenta.

—De acuerdo, ya sé, no es mucho. Pero la RPKK fue durante un tiempo un país próspero. Hay mucha gente a la que le gustaría ver resurgir algo similar. Es decir, lo único que hizo que nos fuésemos, la única forma en que esos maníacos pudieron hacerse con el poder, fue totalmente, ya sabe… —No parece tener palabras para ello—. ¿Cómo iba nadie a esperar algo así?

—¿Cómo los expulsaron? ¿Hubo una guerra civil?

—Al principio hubo algunos levantamientos. Y había lugares apartados de Kodiak en los que nuestro poder nunca fue muy firme. Pero no hubo una guerra civil propiamente dicha. Verá, a los americanos les gustaba nuestro gobierno. Ellos tenían todas las armas, el equipo, la infraestructura. Los ortos eran sólo un grupo de tipos peludos que se refugiaban en los bosques.

—¿Ortos?

—Rusos ortodoxos. Al principio eran una pequeña minoría. Sobre todo indios, ya sabe, tlingits y aleutianos a los que los rusos convirtieron centenares de años antes. Pero cuando las cosas se salieron de madre en Rusia, comenzaron a derramarse a través de la Línea de Fecha en toda clase de barcas.

—Y no querían una democracia constitucional.

—No. De ningún modo.

—¿Qué querían? ¿Un zar?

—No. Esos tíos zaristas, los tradicionalistas, se quedaron en Rusia. Los ortos que llegaron a la RPKK eran desahuciados. La Iglesia ortodoxa rusa los había echado del continente.

—¿Por qué?

Yeretiqui. Así es como los rusos llaman a los herejes. Los ortos que llegaron a la RPKK eran de una nueva secta, todos pentecostales. Tenían alguna relación con las Puertas Perladas del Reverendo Wayne. Continuamente venían misioneros de Texas a reunirse con ellos. Siempre estaban hablando en idiomas raros. La corriente principal de la Iglesia rusa ortodoxa creía que era obra del diablo.

—¿Cuántos rusos ortodoxos pentecostales llegaron a la RPKK?

—Buf, un montón. Al menos cincuenta mil.

—¿Cuántos americanos había en la RPKK?

—Casi cien mil.

—Entonces, ¿cómo consiguieron los ortos hacerse con el control?

—Una mañana nos despertamos y había una camioneta aparcada en medio de la Plaza del Gobierno, en Nueva Washington, justo en medio de las caravanas en las que estaba instalado nuestro gobierno. Los ortos la habían arrastrado durante la noche, y luego le quitaron las ruedas para que no pudiésemos moverla. Supusimos que era una acción de protesta. Les dijimos que la sacasen de allí. Se negaron y publicaron una proclama en ruso. Cuando conseguimos traducirla, resultó ser una orden de que hiciésemos las maletas y nos largásemos, dejando el poder a los ortos.

»Bueno, eso era ridículo, así que nos dirigimos a la camioneta para sacarla de allí, y nos encontramos a Gurov esperándonos con una sonrisa desagradable en la cara.

—¿Gurov?

—Sí. Uno de los refugiados que cruzaron la Línea de Fecha desde la Unión Soviética. Un antiguo general de la KGB convertido en fanático religioso. Era algo así como el ministro de Defensa del gobierno que habían montado los ortos. Así que Gurov abre la puerta lateral de la camioneta y nos deja ver lo que hay dentro.

—¿Qué había?

—Bueno, sobre todo un montón de equipo, ya sabe, un generador portátil, cables eléctricos, un panel de control y esas cosas. Pero en mitad del remolque hay un gran cono negro apoyado en el suelo. Con la forma de un cucurucho de helado, pero de un metro y medio de altura, liso y negro. Y yo pregunto qué coño es esa cosa, y Gurov dice, es una bomba de hidrógeno de diez megatones que hemos sacado de un misil balístico. Capaz de volatilizar una ciudad. ¿Más preguntas?

—Así que se rindieron.

—No había mucho más que hacer.

—¿Sabe cómo consiguieron los ortos una bomba de hidrógeno? Está claro que Chuck Wrightson lo sabe. Inspira, la inspiración más profunda de la tarde, deja escapar el aire y sacude la cabeza, mirando sobre el hombro de Hiro. Da un par de buenos tragos de su cerveza.

—Había un submarino lanzamisiles soviético, cuyo comandante se llamaba Ovchinnikov. Era creyente, pero no un fanático como los ortos. Vamos, si hubiese sido un fanático no le habrían dado el mando de un submarino lanzamisiles, ¿no es así?

—Supongo.

—Había que ser psicológicamente estable, signifique lo que signifique eso. De cualquier forma, cuando Rusia se vino abajo, se encontró en posesión de esa arma peligrosísima. Decidió que iba a hacer desembarcar a toda la tripulación y que después hundiría el submarino en la fosa de las Marianas, para acabar con todas esas armas para siempre.

»Pero, de algún modo, lo persuadieron para que usara el submarino y ayudara a un grupo de ortos a escapar de Alaska. Ellos, y un montón más de Refus, habían empezado a llegar en tropel a la costa de Bering. Y la situación en algunos de esos campos de Refus era bastante desesperada. Ya sabe, allí no hay donde hacer crecer comida. Morían a millares. Se quedaban en las playas, muriendo de hambre, esperando a que llegase un barco.

—Así que Ovchinnikov se dejó convencer para usar el submarino, que es muy grande y muy rápido, para evacuar a algunos de esos pobres refugiados a la RPKK.

—Pero, naturalmente, la idea de dejar entrar un montón de desconocidos en su nave le ponía paranoico. Los comandantes de los submarinos con armamento nuclear son, por motivos evidentes, neuróticos de la seguridad. Así que montó un sistema muy estricto. Todos los Refus que iban a embarcar tenían que pasar por detectores de metal y además ser cacheados. Y luego estarían sujetos a vigilancia armada todo el viaje hasta Alaska.

»Resulta que los ortos tienen a un tipo llamado Cuervo…

—Sé quién es.

—Bueno, el caso es que Cuervo logró subir al submarino nuclear.

—Oh, Dios mío.

—De algún modo había llegado a la costa siberiana. Probablemente cabalgó las olas en su puñetero kayak.

—¿Cabalgó las olas?

—Así es como los aleutianos se desplazan entre las islas.

—¿Cuervo es aleutiano?

—Sí. Un cazador de ballenas aleutiano. ¿Sabe lo que es un aleutiano?

—Sí. Mi padre conoció a uno en Japón —dice Hiro. Un montón de viejos chismes de papá sobre el campo de prisioneros empieza a bullir en la mente de Hiro, saliendo de lo más profundo de su memoria.

—Los aleutianos reman en sus kayaks hasta que alcanzan una ola. Pueden viajar más deprisa que un barco de vapor, ¿sabe?

—No lo sabía.

—El caso es que Cuervo fue a uno de esos campos de Refus y se hizo pasar por un indígena siberiano. A veces es difícil distinguir a un siberiano de uno de nuestros indios. Al parecer, los ortos tenían cómplices en esos campos que lograron poner a Cuervo entre los primeros de la fila, de forma que lograse subir al submarino.

—Pero dijo usted que usaron un detector de metales.

—No sirvió de nada. Usa cuchillos de vidrio. Son lascas de vidrio. Es la hoja más afilada del mundo, ¿sabe?

—No, eso tampoco lo sabía.

—Sí, el filo sólo tiene una molécula de grosor. Los usan los médicos para la cirugía ocular; pueden cortarte la cornea y no dejar cicatriz. Hay indios que viven de eso, ¿sabe? De tallar escalpelos oftalmológicos.

—Bien, todos los días se aprende algo nuevo —dice Hiro—. Supongo que ese cuchillo será tan afilado como para atravesar un tejido antibalas.

—He perdido la cuenta de la gente con traje antibalas que se ha cargado Cuervo —dice Chuck Wrightson encogiéndose de hombros.

—Creí que llevaba algún tipo de cuchillo láser de alta tecnología o algo así —dice Hiro.

—Más fácil. Cuchillos de vidrio. Tenía uno en el submarino. O logró introducirlo, o encontró vidrio en el submarino y se lo fabricó él mismo.

—¿Y?

Chuck vuelve a mirar al horizonte, echa otro trago a su cerveza.

—En un submarino, sabe, no hay sitio en el que desaguar nada. Los supervivientes contaban que la sangre llegaba hasta las rodillas en todo el submarino. Cuervo mató prácticamente a todo el mundo, excepto a los ortos, una tripulación mínima y unos cuantos Refus que lograron atrincherarse en pequeños compartimientos por toda la nave. Los supervivientes aseguran —dice Chuck, dando otro trago— que fue una noche intensa.

—Así que hizo cambiar el rumbo y les llevó el submarino a los ortos.

—A un fondeadero no muy lejos de Kodiak —dice Chuck—. Los ortos estaban preparados. Habían reunido una tripulación de ex marinos de la Armada, tipos que habían trabajado en submarinos lanzamisiles, de esos llamados Rayos X, que llegaron y se hicieron cargo del submarino. En cuanto a nosotros, no teníamos ni idea de nada, hasta que una de esas cabezas nucleares apareció en nuestro puñetero patio.

Chuck mira fijamente por encima de Hiro, observando a alguien. Hiro nota un ligero golpecito en el hombro.

—Perdón, señor —se oye decir a un hombre—. ¿Me disculpa un momento?