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Cualquier peatón puede entrar en Griffith Park sin ser percibido. Y, en opinión de T.A., pese a los controles de carretera, el campamento falabala no está demasiado bien protegido, si se posee un medio para viajar campo a través. Para una patinadora ninja en una plancha nuevecita con un par de Knight Visión nuevecitos (eh, hay que gastar pasta para ganar pasta) no habrá ni el más mínimo problema. Busca un terraplén alto que descienda en rampa hacia el desfiladero, oríllalo hasta que veas debajo las fogatas del campamento, y luego déjate caer colina abajo. Confía en la gravedad.

A mitad de bajada comprende que su mono azul y naranja, por muy guay que sea, va a llamar la atención en mitad de la noche en la zona falabala, así que alza la mano al cuello, palpa un disco rígido cosido en el tejido y lo aprieta entre el pulgar y el índice hasta que hace click. El mono se oscurece, el electropigmento se irisa de colores como una mancha de aceite, y se vuelve negro.

En su primera visita no inspeccionó cuidadosamente el sitio porque confiaba en no tener que volver jamás. Así que el terraplén resulta ser más alto y más abrupto de lo que T.A. recordaba. Quizá se parezca más de lo previsto a un precipicio, a un barranco, a un abismo. Lo que la lleva a pensar eso son los momentos en caída libre. Importantes caídas a plomo. Patinaje balístico a lo grande. Es guay, es parte del trabajo, se dice. Y las intelirruedas son buenas para estas cosas. Los troncos de árbol son de color negro azulado, y no destacan muy bien contra un fondo azul negruzco. Además de eso, lo único que ve es el láser rojo del velocímetro digital, en el morro del patín, arrojando datos inútiles. Los números vibran, convertidos en una borrosa nube de luces rojas, ya que el sensor de velocidad por radar lucha en vano por buscar un punto fijo.

Desactiva el velocímetro. Ahora viaja totalmente a ciegas. Se precipita hacia el acogedor suelo de hormigón del fondo de la barranca como un ángel negro al que el Todopoderoso le hubiera cortado los cables de su paracaídas celestial. Y cuando las ruedas llegan por fin al pavimento, prácticamente se da con las rodillas en la barbilla. Termina con toda esa transacción gravitacional sin demasiada altura y con un peligroso exceso de velocidad.

Nota mental: la próxima vez salta por un puto puente. Así al menos no tendrás que preocuparte por la posibilidad de clavarte un cactus invisible en las narices.

Gira en una esquina, tan inclinada que podría lamer la línea amarilla, y sus Knight Visión lo revelan todo en una llamarada de radiación multiespectral. En el infrarrojo, el campamento falabala es una turbulenta aurora de niebla rosada perforada por los estallidos de blanco candente de las fogatas. Todo ello descansa sobre un suelo de pálido azul, lo que significa, en el esquema de falso color, que está frío. Detrás de todo eso está la irregular línea del horizonte de esa tecnología de barreras improvisadas en la que tan buenos son los talábalas. Una barrera que ha sido completamente desdeñada, desairada y confundida por T.A., que ha caído desde el aire en medio del campamento como un caza stealth con complejo de inferioridad.

Una vez dentro del campamento, la gente no se fija en quién eres, ni le importa. Un par de personas la ven, la observan pasar a su lado, pero no montan ningún jaleo. Probablemente aquí llegan montones de korreos. Un montón de tontos, candorosos korreos consumidores de refrescos. Y esta gente no es tan perceptiva como para distinguir a T.A. de esa otra especie. Pero no importa, lo dejará pasar por ahora, siempre que no les dé por examinar su plancha nueva.

Las fogatas emiten suficiente luz visible normal y corriente de la de toda la vida para poder ver este apaño como lo que es: un montón de boy scouts enloquecidos, una reunión general pero sin la mitad de insignias ni de higiene. Si además de luz normal usa la IR, distingue también caras vagas y espectrales en la oscuridad, donde sus ojos, sin esa ayuda, no verían más que sombras. Estas nuevas Knight Visión le han costado un buen fajo del dinero ganado con el asunto de la droga. Justo lo que mamá tenía en mente cuando le insistió en que consiguiese un trabajo a tiempo parcial.

Bastante de la gente que había aquí la última vez ya no está, y hay unas cuantas caras nuevas que no reconoce. Hay un par de personas que llevan realmente camisas de fuerza hechas con cinta aislante. Ése es un estilo reservado para los que están totalmente fuera de control, rodando por el suelo, presas de convulsiones. Y luego hay unos cuantos más que no están tan mal, pero no parecen estar del todo en sus cabales, y uno o dos simplemente confusos, como los viejos parias que te puedes encontrar en el Soba y Sigue.

—¡Eh, mirad! —dice alguien—. ¡Es nuestra amiga la korreo! ¡Bienvenida, amiga!

Por si las moscas, tiene a mano, destapados y bien agitados, los Nudillos Líquidos. Lleva unas esposas metálicas de diseño, y también de alto voltaje, por si acaso alguien intenta sujetarla por las muñecas. Y un aturdidor en la manga. Sólo los carrozas llevan armas de fuego. Las pistolas tardan mucho en hacer efecto (hay que esperar a que la víctima se desangre), aunque paradójicamente muy a menudo acaban matando a alguien. Pero nadie te vuelve a molestar una vez le has sacudido con un aturdidor. O al menos eso dice la publicidad.

O sea que no es que se sienta indefensa ni nada de eso. Pero aun así, preferiría ser ella quien elija su objetivo; por tanto, mantiene la velocidad de escape hasta que localiza a la mujer que se mostró amistosa: la chica calva del Chanel falso hecho jirones, y luego se dirige hacia ella.

—Eh, amiga, acompáñame un momento entre los árboles —dice T.A.—. Quiero que me cuentes qué hay en lo que te queda de cerebro.

La mujer sonríe, poniéndose en pie dificultosamente con la torpeza afable de una persona retardada que está de buen humor.

—Me gusta hablar de eso —dice—. Porque creo en ello. T.A. no se para a charlar, sino que agarra a la mujer por la mano y se la lleva colina arriba, lejos de la carretera. Debería ser un sitio seguro; no se ve ninguna cara rosada acechando en el infrarrojo. Pero hay un par tras ella, deambulando plácidamente, sin mirarla, como si tan sólo hubiesen decidido que la medianoche era buena hora para ir a estirar las piernas por el bosque. Uno de ellos es el Sumo Sacerdote.

La mujer tendrá alrededor de veinticinco. Es alta y larguirucha, de buen aspecto pero no guapa; probablemente hacía de alero en el equipo de baloncesto del instituto y aunque se esforzaba, no anotaba demasiado. T.A. la sienta sobre una roca, en la oscuridad.

—¿Tienes la más mínima idea de dónde estás? —pregunta T.A.

—En el parque —dice la mujer—, con mis amigos. Estamos ayudando a difundir la Palabra.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Vine del Enterprise. Allí es adonde vamos a aprender cosas.

—¿El Enterprise? ¿Te refieres al Enterprise de la Almadía? ¿De allí salís todos?

—No sé de dónde hemos salido —dice la mujer—. A veces es difícil recordar las cosas. Pero no es importante.

—¿Dónde estabas antes? Tú no te criaste en la Almadía, ¿verdad?

—Era programadora de sistemas para 3verse Systems, en Mountain View, California —dice la mujer, vomitando de repente un chorro de inglés normal y perfectamente inteligible.

—Entonces, ¿cómo llegaste a la Almadía?

—No lo sé. Mi vida anterior acabó. Mi vida nueva comenzó. Ahora estoy aquí. —De nuevo habla como una cría.

—¿Qué es lo último que recuerdas antes de que acabase tu vida anterior?

—Estaba trabajando hasta tarde. Mi ordenador tenía problemas.

—¿Y ya está? ¿Es la última cosa normal que te ocurrió?

—Mi sistema se colgó —explica—. Vi estática. Y entonces me puse muy enferma. Fui al hospital. Y en el hospital conocí a un hombre que me lo explicó todo. Me explicó que había sido bautizada en la sangre. Que ahora pertenecía a la Palabra. Y de repente todo cobró sentido. Y entonces decidí ir a la Almadía.

—¿Lo decidiste o lo decidió alguien por ti?

—Quería ir, simplemente. Ahí es adonde vamos.

—¿Quién más había contigo en la Almadía?

—Más gente como yo.

—¿Como tú en qué sentido?

—Todos programadores. Como yo. Habían visto la Palabra.

—¿La habían visto en sus ordenadores?

—Sí. O algunos en la tele.

—¿Qué hacías en la Almadía?

La mujer se sube una manga del harapiento suéter y enseña el brazo, lleno de marcas de agujas.

—¿Tomabas drogas?

—No. Donaba sangre.

—¿Te sacaban sangre?

—Sí. A veces programábamos un poco. Pero no todos nosotros.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No lo sé. Nos traen cuando nuestras venas ya no pueden más. Hacemos cosas para extender la Palabra: arrastrar objetos de un lado a otro, construir barricadas. Pero en realidad no trabajamos mucho. La mayor parte del tiempo cantamos, rezamos y le hablamos de la Palabra a otra gente.

—¿Quieres marcharte? Puedo sacarte de aquí.

—No —dice la mujer—. Jamás había sido tan feliz.

—¿Cómo puedes decir eso? Eras una gran hacker. Ahora, si me permites hablar con franqueza, no eres más que un saldo.

—No te preocupes, no me ofendo. No era realmente feliz cuando era hacker. Nunca me preocupé por las cosas importantes de verdad: Dios. El Cielo. Las cosas del espíritu. Es difícil pensar en esas cosas en América. Simplemente las echas a un lado. Pero ésas son las cosas importantes, no programar ordenadores ni ganar dinero. Ahora sólo pienso en eso.

T.A. no les ha quitado ojo al Sumo Sacerdote y a su compañero. No han parado de acercarse, pasito a paso. Ahora están ya tan cerca que T.A. puede oler lo que cenaron. La mujer apoya la mano contra el acolchado del hombro de T.A.

—Quiero que te quedes conmigo. ¿Por qué no vienes a tomarte un refresco? Seguro que tienes sed.

—Tengo que largarme —dice T.A., levantándose.

—Debo oponerme a ello —dice el Sumo Sacerdote, dando un paso al frente. No lo dice con ira. Intenta portarse como lo haría el padre de T.A.—. No es la decisión más adecuada para ti.

—Ya, ¿y tú eres quien me va a dar ejemplo?

—Está bien. No hace falta que estés de acuerdo. Vamos a sentarnos junto a la hoguera a hablar de ello.

—Es mejor que os alejéis de una puta vez de T.A. antes de que se ponga en modo de autodefensa —dice T.A.

Los tres talábalas retroceden un paso, apartándose de ella. Muy cooperativos. El Sumo Sacerdote levanta las manos, conciliador.

—Lamento que te hayamos hecho sentir amenazada —dice.

—Es que no resultáis nada tranquilizadores —dice T.A., activando de nuevo los infrarrojos de su visor.

En el infrarrojo ve que el tercer talábala, el que llegó aquí con el Sumo Sacerdote, sostiene en la mano algo pequeño y sorprendentemente caliente.

Lo enfoca con la linterna, iluminando la mitad superior de su cuerpo con un estrecho haz amarillo. Casi todo lo que se ve de él es sucio y de color pardo y refleja poca luz. Pero hay una cosa roja reluciente, una lanza de color rubí.

Una jeringuilla hipodérmica. Llena de fluido rojo. Que al infrarrojo demuestra estar caliente. Sangre fresca.

T.A. no acaba de entender por qué esos tipos van por ahí con una jeringuilla llena de sangre; pero ya ha visto suficiente.

Los Nudillos Líquidos salen disparados del bote en un largo y estrecho haz verde neón, y cuando golpean al tipo en la cara, éste echa la cabeza hacia atrás como si le hubiesen dado un hachazo en el puente de la nariz y cae de espaldas sin emitir un sonido. Después le suelta otro chorro al Sumo Sacerdote, por si las moscas. La mujer simplemente se queda allí como…, esto… Bueno, ya sabes: atónita.

T.A. se lanza fuera del desfiladero tan deprisa que cae entre el tráfico a toda velocidad. En cuanto consigue un arponeo firme en un transporte nocturno de lechugas, llama por teléfono a su madre.

—Mami, escucha. No, mami, no te preocupes por el ruido. Sí, estoy patinando entre el tráfico. Pero escúchame un momento, mamá…

Tiene que colgarle a la vieja bruja. Es imposible hablar con ella. Intenta establecer un enlace de voz con Hiro. Le cuesta un par de minutos llegar hasta él.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Hola? —grita. Luego oye el bocinazo de un claxon, saliendo del teléfono.

—¿Hola?

—Soy T.A.

—¿Qué tal te va? —Este tío siempre parece un poco demasiado preocupado por los asuntos personales. Ella no quiere hablar de cómo le va. Oye otro claxon de fondo, tras la voz de Hiro.

—¿Dónde diablos estás, Hiro?

—Caminando por una calle de Los Ángeles.

—¿Y cómo puedes estar conectado si vas por la calle? —Entonces la terrible realidad se abre paso hasta ella—. Oh, Dios mío, no te habrás convertido en una gárgola, ¿verdad?

—Bueno… —farfulla Hiro. Parece dubitativo, avergonzado, como si hasta ahora no se le hubiese ocurrido que estaba haciendo eso—. No se trata exactamente de ser una gárgola. ¿Recuerdas cuando me soltaste eso de que me gastaba todo el dinero en equipo informático?

—Claro.

—Decidí que no me gastaba suficiente, así que me he comprado una máquina para llevar en el cinturón. La más pequeña que existe. Voy por la calle con esa cosa sujeta sobre mi vientre. Es realmente guay.

—Eres una gárgola.

—Sí, pero no es lo mismo que llevar tanta mierda aparatosa colgada por todo el cuerpo…

—Una gárgola. Escucha, he hablado con una tía de las que venden la droga.

—¿Ah, sí?

—Dice que antes era hacker. Vio algo extraño en su ordenador. Entonces se puso enferma, se unió al culto y acabó en la Almadía.

—En la Almadía. Qué cosas.

—En el Enterprise. Allí le sacaban sangre, Hiro. Se la chupaban del cuerpo. Infectan a la gente inyectándoles sangre de hackers enfermos. Y cuando tienen las venas llenas de pinchazos como las de un yonqui, los sueltan y los ponen a trabajar en tierra firme en la distribución al por mayor.

—Muy bien —dice él—. Buen trabajo.

—Dice que vio estática en la pantalla de su ordenador y que eso la hizo enfermar. ¿Sabes algo de eso?

—Sí. Es cierto.

—¿Es cierto?

—Sí. Pero no tienes que preocuparte. Sólo afecta a los hackers. Durante un momento está tan cabreada que ni le salen las palabras.

—Mi madre programa para los Feds, gilipollas. ¿Por qué no avisaste?

Media hora después está allí. Esta vez no se molesta en ponerse el disfraz de WASP, sino que irrumpe en la casa vestida de negro. Al entrar deja caer el patín. Agarra de una estantería una de las chucherías de mamá, un trofeo de cristal macizo, bueno, en realidad plástico transparente, que consiguió años atrás por hacerle la pelota a su jefe Fed y pasar todas los pruebas del polígrafo, y se adentra en el estudio.

Mamá está allí. Como siempre. Trabajando con el ordenador. Pero no está mirando a la pantalla en ese momento; estudia unas notas que tiene sobre el regazo.

En el instante en que mamá alza la vista y la mira, T.A. se detiene y lanza el trofeo de cristal. Pasa sobre el hombro de mamá, rebota en la mesa del ordenador y su vuelo atraviesa el tubo de imagen. Pavoroso resultado. T.A. siempre había querido hacer eso. Se detiene un momento a admirar su obra mientras mamá airea todo tipo de extrañas emociones. ¿Qué haces con ese uniforme? ¿No te he dicho que no patines entre los coches? No tienes que tirar cosas dentro de casa. Ese premio era un valioso recuerdo. ¿Por qué has roto el ordenador? Era propiedad del gobierno. ¿Se puede saber qué está pasando?

T.A sabe que eso va a durar un rato, así que se va a la cocina, se moja la cara y bebe un vaso de zumo, dejando que mamá la siga y lo suelte todo por encima de sus hombros acolchados.

Al final, mamá pierde gas, derrotada por la estrategia de silencio de T.A.

—Te he salvado la puta vida, mamá —dice T.A.—. Al menos podrías ofrecerme una galleta.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—Resulta que si vosotros, la gente de cierta edad, os esforzaseis un poco para seguir en contacto con los acontecimientos básicos del momento, vuestros hijos no tendríamos que adoptar medidas tan drásticas.