Es bastante evidente de qué almacén se trata. En el cuarto a la izquierda, la carretera que recorre la dársena está bloqueada por varios contenedores de barco, de esos que suelen acarrear los camiones pesados. Están dispuestos en espiga, de forma que para cruzarlos hay que deslizarse a un lado y a otro media docena de veces, siguiendo un estrecho laberinto entre altos muros de acero. Sobre los contenedores hay tipos armados que miran a T.A. mientras ésta recorre la carrera de obstáculos. Para cuando sale a espacio despejado, la han inspeccionado a fondo.
Hay bombillas colgadas de cables eléctricos, e incluso una ristra de luces de árbol de Navidad. Están encendidas, como para hacerla sentirse bienvenida. Es incapaz de ver nada excepto las luces, que forman halos coloreados entre una nube generalizada de polvo y niebla. Frente a ella, el acceso a la dársena está bloqueado por otro laberinto de contenedores. En uno de ellos hay una pintada:
RL RIDO DICE:
¡PRUEBA UN POCO DE CUENTA ATRÁS!
—¿Qué es el RIDO? —pregunta T.A., para romper un poco el hielo.
—El Rey Indiscutible de los Destructores de Ozono —contesta una voz de hombre. El propietario de la voz desciende del muelle de carga del almacén que hay a la izquierda de T.A. En su interior distingue luces eléctricas y el brillo de cigarrillos—. Es como llamamos a Emilio.
—Ah, ya —dice T.A.—. El tipo del freón. No he venido a por Frío.
—Bueno —dice el hombre, un cuarentón alto y delgado, excesivamente flacucho para tener su edad. Se arranca una colilla de la boca y la lanza como si fuese un dardo—. ¿De qué se trata, entonces?
—¿Cuánto cuesta el Snow Crash?
—Un reagan con setenta y cinco —dice el tipo.
—Creía que era uno cincuenta —protesta T.A.
—La inflación, ya sabes —explica el tipo sacudiendo la cabeza—. Y aun así es una ganga. Diablos, esa plancha que llevas debe de costar por lo menos cien reagans.
—Ni siquiera se pueden comprar con dólares —dice T.A., enfadada—. Mire, todo lo que tengo son mil quinientos billones de dólares. —Saca el fajo del bolsillo.
El tipo se echa a reír, sacudiendo la cabeza.
—En, tíos —grita a sus compañeros del interior del almacén—, aquí hay una chávala que quiere pagar con nixons.
—Más vale que te libres rápido de ellos, cariño —dice una voz más cortante y desagradable—, o vete buscando una carretilla.
Es un tipo aún más viejo, calvo y con rizos a los lados, de barriga prominente. Permanece de pie junto al muelle de carga.
—Si no lo vais a aceptar, sólo tenéis que decirlo —exige T.A. Todo este parloteo no es una forma seria de hacer negocios.
—Aquí abajo no vienen chávalas muy a menudo —dice el viejo gordo. T.A. supone que debe de tratarse del RIDO en persona—. Te haremos un descuento por tu valentía. Date la vuelta.
—Que te jodan —escupe T.A. No va a poner el culo para este tío. Todos los que están cerca se ríen.
—De acuerdo, adelante —dice el RIDO.
El tipo alto y delgado vuelve al muelle de carga y baja de él un maletín de aluminio. Lo deposita sobre un barril metálico que hay en medio de la carretera, de forma que queda más o menos a la altura del pecho.
—Paga primero —dice.
T.A. le da los nixons. Él examina el fajo, sonríe con desprecio y lo tira al interior del almacén con un movimiento brusco de la mano. Los tíos que hay dentro se ríen de nuevo.
Abre el maletín y deja a la vista el pequeño teclado de ordenador. Inserta su tarjeta de identificación en la ranura y teclea durante un instante.
Suelta un tubo de la tapa del maletín y lo coloca en el zócalo de la parte inferior. La máquina se lo traga, hace algo y lo escupe.
Le da el tubo a T.A. Los números rojos de la tapa están contando atrás desde diez.
—Cuando llegue a uno lo sostienes contra la nariz e inhalas —le dice el tipo.
T.A. retrocede, apartándose de él.
—¿Tienes algún problema, nenita?
—Todavía no —replica T.A. Luego tira el tubo hacia arriba tan fuerte como puede.
El golpeteo de las palas del rotor llega de repente. El Segador de Tornados es como un borrón sobre sus cabezas; la sorpresa les hace doblar las rodillas, así que todo el mundo se agacha. El tubo no vuelve a caer al suelo.
—Hija de puta —dice el tipo delgado.
—Un plan francamente estupendo —dice el RIDO—, pero lo que no entiendo es por qué una chica mona y lista como tú se presta a una misión suicida.
Sale el sol. Más bien media docena de soles en realidad, todos en el aire alrededor de ellos, de forma que no hay sombras. Bajo la cegadora iluminación, los rostros del hombre delgado y del RIDO parecen planos y sin rasgos. T.A. es la única que puede ver algo porque sus Knight Visión han compensado el resplandor; los hombres hacen gestos de dolor y se doblan bajo la luz.
T.A. se vuelve para mirar detrás suyo. Uno de los soles en miniatura cuelga sobre el laberinto de contenedores, proyectando luz sobre todas sus grietas, cegando a los pistoleros que hacen guardia. La escena parpadea entre demasiada luz y demasiado poca, mientras la electrónica de su visor intenta tomar una decisión. Pero en medio de ese caos visual, una imagen se graba de forma indeleble en su retina: los pistoleros cayendo como árboles en un huracán, y, durante apenas un instante, una fila de oscuras cosas angulosas silueteadas sobre el laberinto mientras lo rebasan como un tsunami cibernético. Criaturas Ratas.
Han burlado el laberinto saltando sobre él en largas parábolas planas. En su trayectoria algunas han chocado con los pistoleros, barriéndolos como fullbacks de la NFL abriéndose paso entre fotógrafos imprudentes. Luego, cuando caen en la carretera frente al laberinto, hay un estallido instantáneo de polvo en cuyo fondo danzan frenéticas chispas blancas, y mientras todo esto está ocurriendo T.A. no oye, sino que siente, cómo una de las Criaturas Ratas impacta en el cuerpo del tipo alto y delgado. Lo que sí oye es cómo se le parten las costillas como una pelota de celofán. Dentro del almacén se ha desatado un infierno, pero sus ojos intentan seguir la acción, observando las estelas de chispas y polvo dejado por otras Criaturas Ratas que se arrastran a lo largo de la carretera un instante y a continuación se proyectan por los aires sobre la siguiente barrera.
Han pasado escasamente tres segundos desde que T.A. lanzó el tubo al aire, y en ese momento se está girando para mirar al interior del almacén. Pero hay alguien encima del edificio, y durante un instante sus miradas se cruzan. Es otro pistolero, un francotirador que acaba de salir de detrás de un acondicionador de aire y está esperando a que sus ojos se acostumbren a la luz, mientras se echa el arma al hombro. T.A. da un respingo: el láser rojo del rifle le barre los ojos una vez, dos; el francotirador le está centrando el punto de mira en la frente. Detrás de él, T.A. ve el Segador de Tornados, con sus rotores formando un disco bajo la luz brillante, un disco que se aplasta hacia delante formando una estrecha elipse y luego una firme línea de plata. En un instante ha rebasado al francotirador.
El helicóptero se desvía bruscamente, buscando presas adicionales, y algo cae tras él en una trayectoria inerte. T.A. piensa que ha soltado una bomba; pero es la cabeza del francotirador, girando a toda velocidad, proyectando un fino abanico rosado bajo la luz. Las palas del rotor del pequeño helicóptero deben de haberlo pillado por la nuca. Una parte de T.A. contempla desapasionadamente los rebotes y giros de la cabeza entre el polvo, mientras otra parte grita a todo lo que le dan los pulmones.
Oye un crujido, el primer ruido fuerte hasta el momento. Se vuelve para localizar el sonido: procede de un depósito de agua que se eleva sobre el área y ofrece un excelente puesto de observación para un francotirador.
Pero entonces le llama la atención el humo blancoazulado, delgado como un lápiz, de un diminuto cohete que sale disparado hacia el cielo desde la camioneta de Ng. No hace nada; sólo alcanza cierta altura y se queda flotando sobre su propulsor. A T.A. no le importa, está demasiado ocupada impulsándose calle abajo sobre el patín en busca de algo que poner entre ella y ese depósito de agua.
Suena un segundo crujido. Casi antes de que el sonido llegue a sus oídos, el cohete sale disparado en sentido horizontal como un pececillo, corrige su trayectoria una o dos veces y se lanza donde está el francotirador, sobre la escalera de acceso del depósito de agua. Se produce una gran explosión sin llamas ni luz, como la de esos cohetes sin luces que usan a veces en los fuegos artificiales. Durante un instante oye el repiqueteo de la metralla sobre la estructura metálica del depósito.
Un momento antes de que T.A. se adentre en el laberinto, una nube de polvo la adelanta, salpicándole a la cara piedras y fragmentos de vidrio roto mientras entra disparada en el laberinto. T.A. la oye rebotar de un lado a otro, pateando los muros de acero para cambiar de dirección. Es una Criatura Rata que le está abriendo camino.
¡Qué encanto!
—Buen intento, exLAX —dice T.A., subiendo a la camioneta de Ng. Siente la garganta áspera e inflamada. Quizá sea de gritar, quizá de los residuos tóxicos, quizá es que vaya a vomitar—. ¿No sabía que había francotiradores? —se queja. Si sigue hablando sobre los detalles del trabajo quizá logre quitarse de la mente lo que ha hecho el Segador de Tornados.
—No sabía que había uno en el depósito de agua —se disculpa Ng—. Pero en cuanto disparó un par de veces seguimos la trayectoria de las balas con el radar y calculamos su posición. —Le habla a la camioneta, que abandona el escondite rumbo a la 1-405.
—Parece un sitio bastante evidente para buscar un francotirador.
—Estaba en una posición desprotegida, expuesto por todos los lados —explica Ng—. Había elegido un emplazamiento suicida. No es una conducta típica de los traficantes de drogas. Normalmente son más pragmáticos. ¿Alguna otra crítica respecto a mi actuación?
—Según. ¿Funcionó?
—Sí. El tubo se ha insertado en una cámara sellada del helicóptero antes de descargar su contenido. Luego se ha congelado a alta velocidad en helio líquido antes de que pudiera autodestruirse químicamente. Ahora tenemos una muestra de Snow Crash, algo que nadie más había conseguido. Con éxitos así se forjan reputaciones como la mía.
—¿Y qué pasa con las Criaturas Ratas?
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Han vuelto a la camioneta? ¿Están ahí atrás? —T.A. señala hacia atrás con la cabeza.
Ng hace una pausa. T.A. recuerda que él está sentado en su despacho, en el Vietnam de 1955, viéndolo todo en la tele.
—Tres han vuelto —responde Ng—. Tres más vienen de camino. Y otras tres se han quedado atrás para desempeñar medidas de pacificación adicionales.
—¿Las abandona?
—Nos pillarán —dice Ng—. En línea recta pueden correr a más de mil cien kilómetros por hora.
—¿Es verdad que llevan dentro material nuclear?
—Isótopos radiotérmicos.
—¿Y qué pasa si una revienta y se abre? ¿Todos con mutaciones?
—Si alguna vez te encuentras en presencia de una fuerza destructiva lo bastante potente como para liberar los isótopos de su cápsula —dice Ng—, la exposición a la radiactividad será el menor de tus problemas.
—¿Sabrán encontrar el camino de vuelta hasta nosotros?
—¿No veías Lassie cuando eras pequeña? —pregunta él—. Mejor dicho, aún más pequeña.
Ah. Tenía razón. Las Criaturas Ratas están hechas con partes de perro.
—Eso es una crueldad —se queja.
—Ese tipo de sentimentalismo resulta muy previsible —dice Ng.
—Sacar a un perro de su cuerpo y mantenerlo en una madriguera a todas horas.
—Cuando la Criatura Rata, como tú la llamas, está en su madriguera, ¿sabes qué hace?
—¿Lamerse los cojones artificiales?
—Perseguir frisbis entre las olas. Eternamente. Comer bistecs que crecen en los árboles. Tumbarse junto al fuego en un albergue de caza. No he instalado aún ninguna simulación de lamido de testículos, pero ahora que lo has mencionado, lo pensaré.
—¿Y cuando está fuera de la madriguera, haciendo recados para usted?
—¿Te imaginas lo satisfactorio que debe de ser para un pitbull poder correr a mil cien kilómetros por hora?
T.A. no contesta; está demasiado ocupada tratando de sopesar la idea en su mente.
—Tu error —dice Ng— es pensar que todos los organismos mecánicamente asistidos, como yo mismo, somos patéticos lisiados. De hecho, somos mejores de lo que éramos antes.
—¿De dónde saca los pitbulls?
—Todos los días, en cualquier ciudad, abandonan a una cantidad increíble.
—¿Descuartiza perros maltratados?
—Salvamos a los perros de una extinción innegable y los enviamos a lo que puede considerarse el paraíso canino.
—Mi amigo Atropello y yo teníamos un pitbull. Fido. Lo encontramos en un callejón. Algún cabrón le había pegado un tiro en la pata. Lo llevamos al veterinario para que lo curase. Durante unos meses lo tuvimos en un piso vacío del edificio de Atropello; jugábamos con él todos los días y le llevábamos comida. Y un día fuimos a jugar con Fido y ya no estaba. Alguien había forzado la puerta y se lo había llevado. Probablemente lo vendió a un laboratorio.
—Probablemente —dice Ng—, pero ésa no es forma de tratar a un perro.
—Es mejor que como estaba antes.
Hay una pausa en la conversación mientras Ng se ocupa de hablar con su camioneta, maniobrando por la autovía de Long Beach, de vuelta a la ciudad.
—¿Recuerdan algo? —pregunta T.A.
—Sí, en la medida en que un perro sea capaz de recordar —dice Ng—. No hay forma de borrar los recuerdos.
—Entonces, quizá ahora Fido es una Criatura Rata.
—Eso espero, por su propio bien —dice Ng.
En una franquicia del Gran Hong Kong de Mr. Lee, de Phoenix, Arizona, la Unidad de Guardia Semi-Autónoma B-782 de las Industrias de Seguridad Ng se despierta.
La fábrica que lo ensambló piensa en él como en un robot llamado Número B-782. Pero él piensa en sí mismo como en un pitbull llamado Fido.
En los viejos tiempos, Fido era un perrito malo a veces. Pero ahora, Fido vive en una hermosa casita en un hermoso patio. Ahora es un buen perrito. Le gusta estar tumbado en su casa y escuchar ladrar a los otros perritos buenos. Fido forma parte de una gran jauría.
Hoy hay muchos ladridos de un sitio muy lejano. Cuando escucha los ladridos, Fido sabe que toda la jauría está muy nerviosa por algo. Un montón de hombres malos intentan hacerle daño a una simpática niña. Esto ha hecho que los perritos se enfaden mucho. Para proteger a la niña, van a hacerle daño a algunos de los hombres malos.
Como debe ser.
Fido no sale de su casa. Cuando empezó a oír los ladridos se alteró. Le gustan las niñas simpáticas, y por eso se enfada mucho cuando los hombres malos intentan hacerles daño. Hubo una vez una niña simpática que lo quería. Eso fue antes, cuando vivía en un sitio temible y siempre tenía hambre y mucha gente era mala con él. Pero la niña lo quería y era buena con él. Fido quiere mucho a la niña.
Pero sabe, por el ladrido de los otros perritos, que la simpática niña está ahora a salvo, así que se vuelve a dormir.