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T.A. no baja a menudo a Long Beach, pero cuando baja hace todo lo posible por evitar la Zona de Austeridad. Es un astillero abandonado, tan grande como una ciudad pequeña. Sobresale en la bahía de San Pedro, donde los barclaves más viejos y desagradables de la Cuenca, barclaves no planificados de casitas de techo de amianto, patrullados por camboyanos con cejas de escarabajo, armados con escopetas, se desvanecen en playas cubiertas de espuma. Gran parte de la Zona recibe el muy adecuado nombre de Isla Terminal, y, puesto que su patín no puede deslizarse sobre el agua, su única vía para entrar o salir de allí es por la carretera de acceso.

Como todas las Zonas de Austeridad, ésta tiene una valla alrededor, con carteles metálicos amarillos cada pocos metros.

ZONA DE AUSTERIDAD

AVISO: El Servicio Nacional de Parques ha declarado esta área Zona Nacional de Austeridad. El Programa de Zonas de Austeridad ha sido desarrollado para gestionar las parcelas de tierra cuyos gastos de mantenimiento exceden su valor económico previsible total.

Y como las vallas de cualquier Zona de Austeridad, ésta tiene agujeros, y a trozos ni siquiera existe. Los varones jóvenes, fuera de sí por las hormonas masculinas naturales y artificiales, necesitan un sitio para llevar a cabo sus estúpidos rituales de pubertad. Vienen de barclaves de toda el área, en camionetas con tracción de cuatro ruedas, y cruzan el terreno despejado, arrancando largas cuchilladas retorcidas de la capa de arcilla que han echado en las partes realmente malas para impedir que el amianto azotado por el viento descienda sobre Disneylandia como una ventisca.

T.A. siente una extraña satisfacción al saber que a esos chicos jamás se les ha ocurrido la idea de un vehículo todo terreno como la silla de ruedas motorizada de Ng. Se aparta de la calle pavimentada sin perder velocidad, aunque el viaje se hace un poco más movido, y atraviesa contra la verja de tela metálica como si fuese un banco de niebla, derribando una sección de treinta metros.

Es una noche clara, y la Zona de Austeridad centellea, una inmensa alfombra de cristales rotos y jirones de amianto. A una treintena de metros, las gaviotas picotean el vientre de un pastor alemán que yace muerto sobre el lomo. En el suelo hay una ondulación constante que hace parpadear y titilar los vidrios rotos; está causada por vastas y ocasionales migraciones de ratas. Las profundas huellas de los anchos neumáticos estriados de los chicos de barrios dibujan runas gigantes en el barro, como las figuras misteriosas del Perú de las que hablaron a la madre de T.A. en el Templo Neo-Acuariano. A través de las ventanas, T.A. oye ráfagas esporádicas de petardos o armas de fuego.

También oye nuevos ruidos, aún más extraños, procedentes de la boca de Ng.

La camioneta tiene un sistema integrado de sonido, un equipo estéreo, aunque lejos de Ng la idea de escuchar música. T.A. siente cómo se pone en marcha, percibe el silbido casi inaudible que brota de los altavoces.

La camioneta se adentra en la Zona.

El silbido inaudible se convierte en un grave zumbido electrónico. No es constante, fluctúa arriba y abajo, pero es siempre muy grave, como cuando Atropello rasguea su bajo eléctrico. Ng cambia de dirección continuamente, como buscando algo, y T.A. tiene la sensación de que el tono del zumbido está subiendo.

Definitivamente se hace más agudo, tornándose en un chirrido. Ng gruñe una orden y el volumen disminuye. Ahora conduce muy despacio.

—Quizá no tengas que comprar Snow Crash —masculla—. Puede que hayamos encontrado un escondite sin vigilancia.

—¿Qué es ese ruido tan desagradable?

—Un sensor bioelectrónico. Membranas celulares humanas, criadas in vitro… Eso significa «en vidrio», es decir, en un tubo de ensayo. Un lado se expone al aire exterior, el otro está limpio. Cuando una substancia extraña penetra la membrana celular hasta el lado limpio, es detectada. Cuantas más moléculas penetran, más agudo es el sonido.

—¿Como un contador Geiger?

—Muy parecido, pero para detectar compuestos químicos capaces de penetrar en una célula —coincide Ng.

¿Como cuáles?, quiere preguntar T.A., pero no lo hace.

Ng detiene la camioneta y enciende algunas luces muy, muy tenues. El tipo es así de obsesivo: se ha tomado la molestia de instalar faros tenues, además de todos los brillantes.

Contemplan una especie de hondonada repleta de basura, al pie de un gran montón de bidones. La mayor parte de la basura consiste en latas de cerveza. En el centro hay una hoguera apagada. Ahí convergen muchas marcas de neumáticos.

—Ah, perfecto —dice Ng—. Un lugar donde los jóvenes se reúnen para consumir drogas.

T.A. gira los ojos ante esta muestra de pedantería. Este tipo debe de ser el autor de todos esos panfletos antidroga que les dan en la escuela.

Como si él no tragase un millón de litros de droga por segundo a través de todos esos gruesos tubos.

—No veo signos de trampas explosivas —dice Ng—. ¿Por qué no sales a ver qué restos de drogas hay ahí fuera? T.A. lo mira como preguntando ¿qué has dicho?

—En el respaldo de tu asiento hay una careta antigás.

—¿Qué clase de substancias tóxicas hay ahí fuera?

—Restos de amianto de la industria de construcción naval. Pintura antioxidante para barcos, repleta de metales pesados. También usaban el PCB para un montón de cosas.

—Genial.

—Comprendo tu desgana, pero si conseguimos una muestra de Snow Crash en este emplazamiento de consumo de drogas, el resto de nuestra misión será innecesario.

—Bueno, visto así… —dice T.A., echando mano a la careta. Es un gran trasto de caucho y lona que le cubre por completo la cabeza y el cuello. Al principio parece pesada e incómoda, pero quien la diseñó sabía lo que hacía, ya que el peso se apoya en los sitios adecuados. También hay un par de pesados guantes que T.A. se enfunda. Son demasiado grandes, como si a los de la fábrica de guantes jamás se les hubiese pasado por la cabeza la idea de que una mujer pudiese ponérselos.

Se arrastra con pesadez hasta el suelo de vidrios y amianto de la Zona, con la esperanza de que Ng no cierre de un portazo y se largue dejándola aquí.

En realidad, desearía que lo hiciese. Sería una aventura guay.

En cualquier caso, se acerca al «emplazamiento de consumo de drogas». No le sorprende ver un pequeño montón de hipodérmicas desechadas. Y también tubitos vacíos. Coge unos cuantos y lee las etiquetas.

—¿Qué has encontrado? —pregunta Ng en cuanto ella regresa a la camioneta y se quita la careta.

—Agujas. Muchos Hiponarxes. También hay unos cuantos Ultra Laminares y algunos Mosquitos Veinticinco.

—¿Qué significa todo eso?

—Los Hiponarxes se pueden comprar en el Buy’n’Fly; la gente los llama clavos oxidados. Son baratos y no tienen punta; en teoría son las jeringuillas que usan los negros pobres diabéticos o yonquis. Los Ultra Laminares y los Mosquitos están de moda; se encuentran en los barclaves elegantes, y al clavárselos no hacen tanto daño; están mejor diseñados. Ya sabe, émbolos ergonómicos y colores a la última.

—¿Qué droga se han inyectado?

—Échele un vistazo —dice T.A., acercándole a Ng uno de los tubos. Y entonces se da cuenta de que él no puede girar la cabeza.

—¿Dónde lo pongo para que pueda verlo?

Ng tararea una musiquilla. Un brazo robótico se despliega desde el techo de la camioneta, coge el tubo con precisión de la mano de T.A., y lo sitúa frente a una cámara de vídeo instalada en el salpicadero.

La etiqueta adherida al tubo, escrita a máquina, dice simplemente «Testosterona».

—Una falsa alarma, jajá —dice Ng. La camioneta arranca bruscamente, dirigiéndose hacia el centro de la Zona de Austeridad.

—Ya que soy yo quien hace el trabajo sucio en este asunto —suelta T.A.—, ¿quiere decirme qué está pasando?

—La pared celular —explica Ng—. El detector encuentra cualquier substancia que atraviese la pared celular, así que naturalmente nos ha guiado hacia una fuente de testosterona. Un error involuntario. Qué divertido. Verás, nuestros bioquímicos viven en sus torres de marfil, y no han previsto que habría gente tan mentalmente retorcida como para usar hormonas como si fuesen una droga. Qué bichos raros.

—¿Qué está buscando? —dice T.A. sonriendo para sí misma. Realmente le gusta la idea de vivir en un mundo en el que alguien como Ng puede permitirse el lujo de llamar bichos raros a otros.

—Snow Crash —dice Ng—. Y en vez de eso hemos encontrado el Anillo de Diecisiete.

—Snow Crash es la droga esa que viene en tubitos —dice T.A—. Eso sí lo sé. ¿Qué es el Anillo de Diecisiete? ¿Uno de esos locos grupos de rock que escuchan los chavales hoy en día?

—El Snow Crash traspasa las paredes de las neuronas y llega hasta el núcleo, donde se almacena el ADN. Por eso, para esta misión, desarrollamos un sensor que nos permitiese detectar en el aire compuestos químicos capaces de atravesar la pared celular. Pero no contamos con que habría montones de tubos de testosterona vacíos repartidos por todas partes. Todos los esferoides, las hormonas artificiales, comparten la misma estructura, un anillo de diecisiete átomos que actúa como llave mágica que les permite atravesar la pared celular. Por eso los esferoides son substancias tan poderosas cuando se las libera en el cuerpo humano. Pueden introducirse en la célula, en el núcleo, y alterar su funcionamiento.

»En resumen: el detector es ineficaz. El método sigiloso no resultará, así que volvemos al plan original: compras Snow Crash y lo lanzas al aire.

T.A. sigue sin entender esta última parte, pero cierra la boca porque, en su opinión, Ng debería dedicar más atención a conducir.

Una vez fuera de la parte más espeluznante, la Zona de Austeridad consiste mayormente en una desolación de hierbajos resecos y grandes montones de metal abandonado. En algunos sitios hay grandes pilas de mierda: carbón o escoria o hulla o ganga o lo que sea.

Cada vez que doblan una esquina encuentran un pequeño huerto, atendido por asiáticos o sudamericanos. T.A. tiene la sensación de que Ng desearía atropellarlos, pero siempre cambia de opinión en el último momento y gira para rodearlos.

Unos negros que hablan en español están jugando a béisbol en una amplia superficie plana, usando como bases tapas redondas de barriles de doscientos litros. Han aparcado media docena de coches viejos alrededor del campo y han encendido los faros para iluminarlo. Cerca hay un bar construido en el interior de una destartalada caravana, marcado con un graffiti a modo de cartel:

LA ZONA DE AUSTERIDAD.

Hileras de vagones de mercancías yacen varados sobre los oxidados raíles de una vía muerta, entre cuyos travesaños crecen chumberas. Uno de los vagones ha sido transformado en franquicia de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne, y centroamericanos evangélicos forman cola para hacer penitencia y hablar en lenguas bajo el Elvis de neón. No hay franquicias del Templo Neo-Acuariano en la Zona de Austeridad.

—La zona de almacenes no está tan contaminada como el primer sitio que hemos visitado —la anima Ng—, así que el hecho de no poder usar la máscara antigás no será tan preocupante. Quizá percibas olor a Frío.

T.A. sopesa con estupor este nuevo fenómeno: Ng usando el nombre vulgar de una substancia controlada.

—¿Quiere decir freón? —pregunta.

—Sí. El hombre que es sujeto de nuestras diligencias tiene un negocio de alta diversificación horizontal. Es decir, trafica con gran número de substancias distintas. Pero comenzó con el freón. Es el mayorista/minorista de Frío más importante de la Costa Oeste.

T.A. lo pilla al fin. La camioneta de Ng tiene aire acondicionado. No una de esas mierdecillas que protegen el ozono, sino un trasto auténtico, un acondicionador de aire Frigidaire, una ventisca portátil de alta potencia que congela los huesos. Debe de gastar una cantidad de freón increíble.

A todos los efectos, ese aparato forma parte del cuerpo de Ng. T.A. viaja con el único yonqui de freón del mundo.

—¿Le compra el suministro de Frío a ese tipo?

—Hasta ahora sí. De cara al futuro he hecho un trato con otra gente. Otra gente. La Mafia.

Están llegando a la dársena. Docenas de largos y estrechos almacenes de un solo piso se alinean en paralelo con el agua, compartiendo una única carretera de acceso en un lado. Entre ellos hay carreteras más pequeñas que descienden hasta donde solían estar los muelles. Hay remolques de contenedores abandonados aquí y allá.

Ng saca la camioneta de la carretera de acceso, hacia un pequeño recodo parcialmente oculto entre una central eléctrica de ladrillo rojo y una pila de contenedores oxidados. Se detiene de forma que quede apuntando hacia fuera, como si esperase marcharse a toda prisa.

—Hay dinero en el compartimiento de almacenaje que tienes delante —dice Ng.

T.A. abre la guantera, que es como la llamaría cualquier otra persona, y descubre un grueso paquete de sucios y gastados billetes de billón de dólares con la jeta de Nixon.

—Jo, ¿no podía haber buscado reagans? Esto es bastante aparatoso.

—Es más del estilo de lo que usaría un korreo para pagar.

—Porque somos unos pringaos, ¿no?

—Sin comentarios.

—¿Cuánto hay? ¿Mil billones de dólares?

—Mil quinientos. Ya sabes, la inflación.

—¿Qué hago?

—El cuarto almacén a la izquierda —dice Ng—. Una vez tengas el tubo, lánzalo al aire.

—¿Y entonces qué?

—Todo lo demás está ya previsto.

T.A. siente dudas al respecto. Pero si se mete en líos, bueno, siempre puede sacar esas chapas de identificación.

Mientras T.A. desciende de la camioneta con su monopatín, Ng hace nuevos ruidos con la boca. Oye un sonido deslizante y metálico que resuena a través del chasis de la camioneta: maquinaria que cobra vida. Volviéndose a mirar, ve que en el techo de la camioneta se ha abierto un capullo de acero. Bajo él hay un minihelicóptero plegado. Las palas del rotor se abren, como una mariposa que despliega sus alas. En un costado lleva pintado su nombre:

SEGADOR DE TORNADOS.