T.A. está haciendo tiempo en una Parada de Camiones de Mamá en la 405, esperando a alguien que tiene que recogerla. Ella no iría a una Parada de Camiones de Mamá ni muerta. Por ejemplo, si un remolque pesado le pasase por encima con todas y cada una de sus dieciocho ruedas frente a una Parada de Camiones de Mamá, antes que entrar ahí preteriría arrastrarse por el arcén de la autopista, usando los músculos de las pestañas, hasta que llegase a un Soba y Sigue lleno de parias calentorros. Pero a veces, cuando eres un profesional, te dan un trabajo que no te gusta, y tienes que mantenerte frío y aceptar lo que venga.
Para el trabajo de esta noche, el hombre del ojo de cristal le ha suministrado un «conductor y guardia de seguridad», según lo ha descrito. Una incógnita total. T.A. no está segura de que le guste la idea de tener que aguantar a un tipo misterioso. Tiene la imagen mental de que va a ser como el entrenador de defensa personal del instituto. Menuda papeleta. En cualquier caso, aquí es donde se supone que tiene que encontrarse con él.
T.A. pide un café y un trozo de tarta de cereza ála mode. Se lo lleva a la terminal pública de la Calle que hay en la esquina. Es una especie de cabina envolvente de acero inoxidable, empotrada entre una cabina telefónica en la cual se desparrama un camionero nostálgico, y una máquina de millón que representa una chica de grandes tetas que se iluminan cuando cuelas la bola por sus mágicas trompas de Falopio.
T.A. no tiene mucha experiencia en el Metaverso, pero sabe moverse y tiene una dirección. Y encontrar una dirección en el Metaverso no debería ser más difícil que hacerlo en la Realidad, al menos si no eres un peatón con retardo profundo.
En cuanto sale a la Calle la gente empieza a echarle miradas. Las mismas que le echan cuando atraviesa la desgastada desolación del Westiake Corporate Park ataviada con su dinámico equipo azul y naranja de korreo. Sabe que la gente de la Calle le echa miradas maliciosas porque está entrando desde una terminal pública barata. Es una vulgar persona en blanco y negro.
La parte construida de la Calle, alrededor de Puerto Cero, forma una tormenta luminiscente a su derecha. Le da la espalda y luego se sube al Monorraíl. Le gustaría ir a la ciudad, pero visitar esa parte de la Calle sale caro y tendría que estar echando monedas en la ranura cada décima de milisegundo.
El nombre del tipo es Ng. En la Realidad está en algún lugar del sur de California. T.A.no sabe exactamente qué vehículo conduce; una especie de furgón lleno de lo que el hombre del ojo de cristal definió como «cosas, cosas realmente increíbles que no te interesan para nada». En el Metaverso él vive fuera de la ciudad, cerca de Puerto 2, donde las construcciones ya empiezan a clarear.
El hogar de Ng en el Metaverso es una villa colonial francesa en el pueblo prebélico de My Tho, en el delta del Mekong. Visitarlo es como ir a Vietnam en 1955, pero sin sudar. A fin de hacer sitio para su creación ha reclamado una parcela de Metaverso a unos cuantos kilómetros de la Calle. En una barriada tan marginal no hay servicio de Monorraíl, así que el avatar de T.A. ha de andar todo el camino.
Tiene un amplio despacho con cristaleras y un balcón con vistas a interminables arrozales en los que se afanan menudos vietnamitas. No cabe duda que este tipo es un técnico bastante bueno, porque T.A. cuenta centenares de personas en los arrozales, y docenas en el pueblo, todos ellos bien reproducidos y todos haciendo cosas distintas. Ella no es una pirada de los ordenadores, pero sabe que este tipo está dedicando un montón de tiempo de cálculo a la tarea de crear una visión realista desde la ventana de su despacho. Y el hecho de que sea Vietnam lo convierte en algo retorcido y fantasmagórico. T.A. se muere de ganas de hablarle de este sitio a Atropello. Se pregunta si tendrá también bombardeos y napalm. Eso sería la hostia.
Ng, o al menos el avatar de Ng, es un vietnamita muy menudo y aseado, de unos cincuenta y tantos, de cabello engominado, y que viste ropa militar de color caqui. Cuando T.A. entra en su despacho, él está reclinado hacia delante en la silla mientras una geisha le masajea los hombros.
¿Una geisha en Vietnam?
El abuelo de T.A., que estuvo allí durante un tiempo, le contó que los japoneses se hicieron cargo de Vietnam durante la guerra y se comportaron con la crueldad que fue su marca de fábrica hasta que les soltamos la bomba y descubrieron que en realidad eran pacifistas. Los vietnamitas, como casi todos los asiáticos, odian a los japoneses. Y, al parecer, a este tal Ng le agrada la idea de disponer de una geisha japonesa para que le haga masajes.
Lo cual no deja de ser muy extraño, por una razón: La geisha no es más que una imagen en los visores de Ng y de T.A., y una imagen no puede dar masajes, así que, ¿para qué tomarse la molestia?
Al entrar T.A., Ng se pone de pie y hace una reverencia. Así es como se saludan los chalados fanáticos de la Calle. No les gusta darse la mano porque no puedes sentir el contacto y eso les recuerda que no están realmente ahí.
—Eh, hola —dice T.A.
Ng se vuelve a sentar y la geisha sigue con el masaje. El escritorio de Ng es una preciosa antigüedad francesa con una fila de pequeñas pantallas de televisión en el borde encarado hacia él. Vigila continuamente los monitores, incluso mientras charla.
—Me han contado algunas cosillas sobre ti —dice Ng.
—No debería hacer caso de rumores desagradables —contesta T.A.
Ng alza un vaso de su escritorio y da un trago. Parece un julepe de menta. En su superficie se forman gotas de condensación, que rompen y chorrean por el costado. La reproducción es tan perfecta que T.A. puede distinguir en cualquier gota reflejos miniaturizados de las ventanas del despacho. Es totalmente ostentoso. Menudo colgado.
Ng la mira sin mostrar emoción alguna, pero T.A. imagina que debe sentir odio y disgusto. Gastarse toda esa pasta en tener la casa más guay del Metaverso y que luego entre una patinadora en blanco y negro cutre. Debe de ser una auténtica patada en sus metafóricos huevos.
En algún sitio de la casa hay una radio, de la que surge una mezcla de perezosa música vietnamita y rock de silla de ruedas yanqui.
—¿Eres ciudadana de Nova Sicilia? —pregunta Ng.
—No, pero a veces me reúno con Tío Enzo y otros tipos de la Mafia.
—Ah. Muy insólito.
Ng no es un hombre presuroso. Se ha empapado del ritmo lánguido del delta del Mekong y se contenta con estar ahí sentado, vigilando sus pantallas y soltando una frase cada pocos minutos.
Otra cosa: por lo visto sufre el síndrome de Tourette o alguna otra aflicción cerebral, porque de vez en cuando, sin razón aparente, hace ruidos extraños con la boca. Los sonidos tienen ese matiz gangoso que se percibe cuando los vietnamitas tienen peleas familiares en su lengua materna en la trastienda de tiendas y restaurantes, pero por lo que T.A. deduce no son palabras reales sino efectos de sonido.
—¿Trabaja mucho con ellos? —pregunta T.A.
—Pequeños trabajos de seguridad de vez en cuando. A diferencia de muchas corporaciones, la Mafia tiene una fuerte tradición de encargarse de sus propias medidas de seguridad. Pero cuando hace falta algo especialmente técnico…
Se para a mitad de la frase para emitir por la nariz un sonido increíblemente zumbante.
—¿A eso se dedica? ¿A la seguridad?
Ng escudriña todos sus televisores. Hace chasquear los dedos, y la geisha se escabulle de la sala. Cruza las manos sobre la mesa y se echa hacia delante. Clava la vista en T.A.
—Sí —dice.
T.A. le devuelve la mirada, esperando a que continúe. Al cabo de un momento, la atención de Ng deriva de nuevo hacia los monitores.
—Casi todo mi trabajo es un gran contrato para Mr. Lee —barbota él. T.A. se sorprende de la forma en que Ng se refiere al Gran Hong Kong de Mr. Lee.
Oh, bueno. Si ella puede hablar de Tío Enzo con familiaridad, él puede hacerlo de Mr. Lee.
—La estructura social de una nación estado queda determinada en última instancia por sus medidas de seguridad —dice Ng—, y Mr. Lee lo comprende muy bien.
Vaya, guau, nos vamos a poner profundos. Ng está empezando a sonar como los viejos expertos de los debates televisivos que la madre de T.A. sigue de forma compulsiva.
—En vez de contratar a una gran fuerza de seguridad humana, con el consabido impacto en el entorno social…, ya sabes, montones de gente cobrando el salario mínimo y rondando por ahí con ametralladoras, Mr. Lee prefiere usar sistemas no humanos.
Sistemas no humanos. T.A. está a punto de preguntarle qué sabe sobre la Criatura Rata. Pero es inútil: no lo dirá. Sería comenzar la relación con mal pie que T.A. le pidiese a Ng intel que éste jamás le daría y que haría que toda esta escena fuese aún más insólita de lo que ya es, cosa que T.A. no puede ni concebir.
Ng estalla en una larga cadena de sonidos nasales, chasquidos y pausas glóticas.
—Perra —masculla.
—¿Perdón?
—Nada —explica Ng—, un bollicoche me ha cortado el paso. La gente no parece entender que con este vehículo podría aplastarlos como un cerdo ' barrigudo bajo un transporte blindado.
—¿Un bollicoche? ¿Está conduciendo?
—Sí. Voy de camino a recogerte, ¿no lo recuerdas?
—¿Le importa?
—No —suspira, como si realmente le importase. T.A. se levanta y rodea el escritorio para mirar. Cada una de las pequeñas pantallas de televisión muestra una vista i diferente del exterior de la furgoneta: parabrisas, ventanilla izquierda, ventanilla derecha, parabrisas trasero. Otra tiene un mapa electrónico que muestra la posición: rumbo a San Bernardino, que no queda lejos.
—La furgoneta se controla mediante la voz —explica Ng—. Eliminé la interfaz volante-pedales porque las órdenes verbales me resultan más convenientes. Por eso a veces hago sonidos poco corrientes con la voz: estoy controlando los sistemas del vehículo.
T.A. se desconecta del Metaverso por un rato, para despejar la cabeza y echar una meada. Al quitarse el visor descubre que ha conseguido una respetable audiencia de camioneros y mecánicos que rodean la cabina en semicírculo escuchándola farfullar con Ng. Cuando se levanta, la atención resbala hacia su culo de forma natural.
T.A. va al baño, se termina la tarta y deambula bajo el resplandor ultravioleta del sol poniente para esperar a Ng.
Reconocer su furgoneta no representa el más mínimo problema. Es enorme. Mide dos metros y medio de altura y es aún más ancha, lo que la habría convertido en un transporte especial en los días en que aún había leyes. Es de construcción cuadrada y angulosa, a base de soldar las planchas de acero planas y acanaladas que normalmente se usan para hacer tapas de alcantarilla y travesaños de escaleras. Los neumáticos son descomunales, como los de tractor, pero con una huella menos profunda, y hay seis: dos ejes detrás y uno delante. El motor es tan grande que, como pasa con las naves espaciales de los malos de las películas, T.A. siente el estruendo en las costillas antes de ver el vehículo; expulsa humo de la combustión del diesel a través de un par de chimeneas cuadradas de color rojo que se proyectan desde el techo hacia atrás. El parabrisas es un rectángulo de vidrio perfectamente plano de un metro por dos y medio, tan negro que T.A. no puede distinguir dentro ni siquiera un contorno. El morro de la furgoneta está festoneado con todos los tipos de focos de luz de alta potencia conocidos por la ciencia, como si este tío se hubiese colado en una franquicia de Nueva Sudáfrica un sábado por la noche y hubiese robado las luces de todos los jeeps. Y en ' el frontal ha instalado una rejilla montada a base de soldar raíles arrancados de una vía abandonada en alguna parte. Sólo la rejilla probablemente pese más que un auto pequeño.
La puerta del pasajero se abre. T.A. se aproxima y sube al asiento.
—Hola —dice—. ¿Necesita estirar las piernas?
Ng no está.
O quizá sí.
Donde debería estar el asiento del conductor hay una especie de bolsa de neopreno del tamaño de un cubo de basura, colgada del techo mediante una telaraña de correas, cordones elásticos, tubos, alambres, cables de fibra óptica y líneas hidráulicas. Está envuelta en tantas cosas que es difícil visualizar los contornos.
En la parte alta de la bolsa T.A. ve un parche de piel con un poco de pelo negro: la coronilla de un hombre parcialmente calvo. El resto, de las sienes para abajo, está encajonado en una enorme unidad visor/máscara/ auricular/tubo de alimentación, sostenida contra la cabeza por correas inteligentes que están constantemente tensándose y aflojándose para mantener el dispositivo en su sitio con total comodidad.
Debajo, a cada lado, donde uno esperaría encontrar los brazos, se ven gruesos haces de alambres, fibra óptica y tubos que suben desde el suelo y en apariencia se insertan en las cavidades de los hombros de Ng. Hay un arreglo similar donde deberían estar sus piernas, y aún más cosas que se adentran en su ingle y enganchadas a diversas partes de su torso. Todo está envuelto en un mono de una pieza, un saco, más grande de lo que sería su torso, que continuamente se hincha y palpita como si estuviese vivo.
—Gracias, todas mis necesidades están cubiertas —dice Ng. Tras ella, la puerta se cierra de un golpe. Ng emite un ladrido y la furgoneta sale a la vía de servicio, de vuelta a la 405.
—Por favor, disculpa mi apariencia —dice Ng tras un prolongado e incómodo silencio—. Mi helicóptero se prendió fuego en Saigón en el setenta y cuatro. Una bala trazadora perdida.
—Guau. Vaya putada.
—Logré llegar hasta un portaaviones estadounidense próximo a la costa, pero como supondrás, el combustible se desparramó un poco durante el incendio.
—Sí, me lo imagino. Jo, vaya.
—Durante un tiempo probé con prótesis, y hay algunas muy buenas. Pero no hay nada mejor que una silla de ruedas motorizada. Y entonces me puse a pensar, ¿por qué las sillas de ruedas son siempre trastos patéticos que se las ven y se las desean para subir una rampita de nada? Así que me compré esto, un camión de bomberos de un aeropuerto alemán, y lo convertí en mi nueva silla de ruedas motorizada.
—Es muy bonita.
—América es maravillosa, porque puedes conseguirlo todo sin bajarte del vehículo. Cambios de aceite, licor, bancos, lavar el automóvil, funerales, lo que quieras… ¡sin bajar del coche! Así que este vehículo es mucho mejor que una pequeña y patética silla de ruedas. Es una extensión de mi cuerpo.
—¿Y lo de los masajes de la geisha?
Ng musita algo y su saco empieza a palpitar y ondularse alrededor de su cuerpo.
—Es un demonio, por supuesto. En cuanto al masaje, mi cuerpo está suspendido en un gel electrocontractivo que me da masajes cuando lo necesito. También tengo una chica sueca y una mujer africana, pero esos demonios no son tan detallados.
—¿Y el julepe de menta?
—A través de un tubo. Sin alcohol, ja ja.
—Entonces —pregunta T.A. en algún momento, cuando hace ya mucho rato que han dejado LAX atrás y se imagina que ya es demasiado tarde para acojonarse—, ¿cuál es el plan? ¿Tenemos un plan?
—Vamos a Long Beach. A la Zona de Austeridad de Terminal Island. Y allí compramos drogas —explica Ng—. O mejor dicho, las compras, ya que yo estoy indispuesto.
—¿Ésa es mi tarea? ¿Comprar drogas?
—Comprarlas y arrojarlas al aire.
—¿En una Zona de Sacrificio?
—Sí. Nosotros nos encargaremos del resto.
—¿Quién es «nosotros», colega?
—Hay varias, eh, entidades más que nos ayudarán.
—¿Qué? ¿La trasera de la furgoneta está llena de… gente como usted?
—Más o menos —dice Ng—. Te aproximas a la verdad.
—¿Podría tratarse de, digamos, sistemas no humanos?
—Ése es un término lo suficientemente general, me parece. T.A. imagina que eso es un gran sí.
—¿Está cansado? ¿Quiere que conduzca yo?
Ng se ríe con aspereza, como un cañón antiaéreo en la distancia, y la furgoneta casi se sale de la carretera. T.A. no cree que se ría del chiste; se ríe de lo idiota que es T.A.