El teléfono de voz está sonando. Lo descuelga.
—Colega —oye a T.A.—, empezaba a pensar que jamás saldrías de ahí.
—¿Dónde estás? —pregunta Hiro.
—¿En la Realidad o en el Metaverso?
—En ambos sitios.
—En el Metaverso, estoy en un vagón de monorraíl en dirección positiva. Acabo de pasar el Puerto 35.
—¿Ya? Debe de ser un expreso.
—Muy listo. El Clint al que le has cortado los brazos va dos vagones más adelante. Creo que no sabe que lo voy siguiendo.
—¿Y en la Realidad?
—En una terminal pública frente a un Reverendo Wayne —explica T.A.
—¿Ah, sí? Qué interesante.
—Acabo de hacer una entrega aquí.
—¿Qué has entregado?
—Un maletín de aluminio.
Él le sonsaca toda la historia, o al menos lo que piensa que es toda la historia; no hay forma de saberlo con certeza.
—¿Estás segura de que los balbuceos de la gente del parque eran como los balbuceos de la mujer en el Reverendo Wayne?
—Segurísima —dice T.A—. Conozco a mucha gente que va ahí. O más bien, van sus padres y los llevan a ellos, ya sabes.
—¿A las Puertas Perladas del Reverendo Wayne?
—Sí. Y todos tienen el don de lenguas, así que no es la primera vez que lo oigo.
—Fuego hablamos, colega —dice Hiro—.Tengo que investigar algo a fondo.
—Hasta luego.
La tarjeta Babel/Infocalipsis está sobre el escritorio. La coge. El Bibliotecario entra.
Hiro está a punto de preguntarle si sabe que Lagos ha muerto, pero es una pregunta carente de sentido. El Bibliotecario lo sabe, pero no lo sabe. Si quisiese comprobar la Biblioteca, lo averiguaría en unos instantes. Pero no retendría la información, ya que no tiene una memoria independiente. La Biblioteca es su memoria, y en cada momento sólo usa pequeñas parcelas de ella.
—¿Qué puedes decirme sobre el don de lenguas? —pregunta Hiro.
—El nombre técnico es glosolalia —dice el Bibliotecario.
—¿Nombre técnico? ¿Por qué hay un nombre técnico para un ritual religioso?
—Oh, hay gran cantidad de literatura técnica sobre el tema —dice el Bibliotecario alzando las cejas—. Es un fenómeno neurológico que los rituales religiosos simplemente aprovechan.
—Es una cosa cristiana, ¿no?
—A los cristianos pentecostales les gusta pensar que sí, pero se engañan a sí mismos. Los griegos paganos ya lo hacían; Platón lo llamó theomania. Lo hacían los cultos orientales del Imperio romano. Los esquimales de la bahía Hudson, los chamanes chukchi, los lapones, los yakutos, los pigmeos semang, los cultos del norte de Borneo, los sacerdotes thri de Ghana. El culto zulú de los Amandiki y la secta religiosa china Shang-ti-hui. Los médiums espiritistas de Tonga y el culto Umbanda brasileño. Los indígenas tungus de Siberia dicen que cuando el chamán entra en trance y delira sílabas incoherentes, aprende por completo el lenguaje de la Naturaleza.
—El lenguaje de la Naturaleza.
—Así es, señor. Los sukuma africanos dicen que es la lengua kinaturu, el idioma de los antepasados de todos los magos, quienes según ellos descienden de una misma tribu.
—¿Cuál es la causa?
—Si se eliminan las explicaciones místicas, parece que la glosolalia procede de estructuras profundas del cerebro, comunes a toda la humanidad.
—¿Qué aspecto ofrece? ¿Cómo se comporta esa gente?
—C.W. Shumway estudió su resurgimiento en Los Angeles en 1906, y anotó seis síntomas básicos: pérdida total de control racional, preponderancia de las emociones que conducen a la histeria, ausencia de pensamiento o voluntad, funcionamiento automático de los órganos del habla, amnesia y ocasionales manifestaciones físicas esporádicas como espasmos o convulsiones. Eusebio observó fenómenos similares hacia el año 300, diciendo que el falso profeta empieza con una supresión deliberada del pensamiento consciente, y termina con un delirio sobre el cual no tiene control.
—¿Y cómo justifican todo esto los cristianos? ¿Hay algo en la Biblia que lo respalde?
—Pentecostés.
—Antes mencionaste esa palabra. ¿Qué significa?
—Viene de la palabra griega pentekostos, que significa quincuagésimo. Se refiere al quincuagésimo día tras la Crucifixión.
—Juanita me dijo que el cristianismo fue invadido por influencias virales cuando sólo tenía cincuenta días. Debía de referirse a eso. ¿Qué es?
—«Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo los movía a expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos de todas las naciones que existen bajo el cielo. Al oír el ruido, la multitud se reunió y se quedó estupefacta, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían: “¿No son galileos todos los que hablan? Pues, ¿cómo los oímos cada uno en nuestra lengua materna? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las grandezas de Dios”. Todos fuera de sí y desconcertados, se decían unos a otros: “¿Qué significa esto?”» Hechos, 2, 4-12.
—Demonios —dice Hiro—, diría que suena como Babel al revés.
—Sí, señor. Muchos cristianos pentecostales creen que el don de lenguas les fue dado para que pudiesen propagar su religión a otras gentes sin tener que aprender sus idiomas. Esto se denomina xenoglosia.
—Eso es lo que Rife comentaba en aquella grabación en el Enterprise. Que podía entender lo que decían los bengalíes.
—En efecto, señor.
—¿Y funciona realmente?
—Se dice que, en el siglo XVI, san Luis Bertrand usó el don de lenguas para convertir entre treinta mil y trescientos mil indígenas sudamericanos al cristianismo —dice el Bibliotecario.
—Guau. Se extendió entre la población aún más deprisa que la viruela.
—¿Y qué pensaron los judíos del asunto ese de Pentecostés? —pregunta Hiro—. Ellos dirigían el país, ¿no es así?
—El país lo dirigían los romanos —explica el Bibliotecario—, pero había cierta cantidad de autoridades religiosas judías. En esa época había tres grupos de judíos: los fariseos, los saduceos y los esenios.
—Recuerdo a los fariseos: salían en Jesucristo Superstar. Eran los de las voces profundas que siempre estaban molestando a Jesús.
—Lo hacían —dice el Bibliotecario— porque eran muy estrictos en temas religiosos. Eran seguidores de una visión muy legalista de la religión; para ellos, la Ley lo era todo. Jesús representaba una clara amenaza para ellos porque, a todos los efectos, proponía prescindir de la Ley.
—Quería renegociar los términos del contrato con Dios.
—Eso parece una analogía, y a mí no se me dan bien, pero incluso en sentido literal, sí, es cierto.
—¿Quiénes eran los otros dos grupos?
—Los saduceos eran materialistas.
—¿Y eso qué significa? ¿Conducían BMW?
—No. Materialistas en el sentido filosófico. Todas las filosofías son monistas o dualistas. Los monistas creen que el único mundo que existe es el material; por eso se los llama materialistas. Los dualistas creen en un universo binario, creen que hay un mundo espiritual además del material.
—Bueno, como pirado informático, debo creer en un universo binario.
—¿Y eso por qué? —inquiere el Bibliotecario alzando las cejas.
—Lo siento, era una broma. Un mal juego de palabras. Los ordenadores usan un código binario para representar la información; por eso dije que tengo que creer en un universo binario y ser dualista.
—Muy divertido —dice el Bibliotecario, sin ninguna diversión en la voz—. Pero quizá su chiste no carezca de mérito.
—¿Cómo es posible? Sólo era una broma.
—Los ordenadores representan todo con unos y ceros. Esta distinción entre algo y nada, esa separación cardinal entre el ser y el no ser, es bastante básica y subyace en muchos mitos de la Creación.
Hiro enrojece un poco y se siente algo molesto. Sospecha que el Bibliotecario le está tomando el pelo. Pero sabe que el Bibliotecario, por muy convincente que resulte, no es más que un programa y no puede hacer esas cosas.
—incluso la palabra «ciencia» proviene de una raíz indoeuropea que significa «cortar» o «separar». La misma raíz llevó a la palabra inglesa «shit», mierda, que por supuesto significa separar la carne viva de los desperdicios sin vida. También ha originado los términos ingleses «scythe», guadaña, «scissor», tijeras y «schism», cisma, todos ellos con obvias conexiones con el concepto de la separación.
—¿Y «sword», espada?
—Procede de una raíz con varios significados. Uno de ellos es «cortar o perforar». Otro es «poste» o «vara». Y otro, simplemente, «hablar».
—No nos desviemos del tema —pide Hiro.
—Bien. Más adelante puedo regresar a esta bifurcación de la conversación, si quiere.
—Por el momento no quiero bifurcarme mucho. Háblame del tercer grupo, los esenios.
—Vivían en comunidades, y creían que la higiene física y la espiritual estaban íntimamente relacionadas. Se bañaban continuamente, yacían desnudos bajo el sol, se purgaban con enemas y adoptaban medidas extremas para asegurarse de que su comida era pura y no contaminada. Incluso tenían su propia versión de los Evangelios en la cual Jesús curaba a los endemoniados no mediante milagros, sino expulsando parásitos de su cuerpo, como tenias. Esos parásitos se consideraban iguales a demonios.
—Parecen hippies.
—Esa conexión se ha sugerido anteriormente, pero es deficiente en muchos aspectos. Los esenios eran muy estrictos en materia de religión y jamás habrían tomado drogas.
—Así que para ellos no había diferencia entre la infección con un parásito como la tenia y la posesión diabólica.
—Correcto.
—Interesante. A saber qué habrían pensado de los virus informáticos.
—Las conjeturas no son mi fuerte.
—Hablando de lo cual… Lagos balbuceó algo sobre virus e infecciones, y algo llamado un nam-shub. ¿Qué significa?
—nam-shub es una palabra en sumerio.
—¿Sumerio?
—Sí, señor. Usado en Mesopotamia hasta el 2000 antes de Cristo, aproximadamente. La lengua escrita más antigua.
—Ah. Entonces, ¿todos los demás lenguajes derivan de ella? Por unos momentos el Bibliotecario mira hacia arriba, como si pensase.
Es una señal visual que informa a Hiro de que está llevando a cabo una incursión momentánea en la Biblioteca.
—En realidad, no —responde por fin—. No hay ningún lenguaje que descienda del sumerio. Es una lengua aglutinante, lo que significa que es una colección de morfemas o sílabas que se agrupan para formar palabras; es algo muy inusual.
—¿Me estás diciendo —se sorprende Hiro, recordando a Da5id en el hospital— que si oyese a alguien hablar sumerio sonaría como un chorro de sílabas puestas una detrás de otra?
—Sí, señor.
—¿Se parecería a la glosolalia?
—Es una opinión subjetiva. Tendrá que preguntar a una persona real —dice el Bibliotecario.
—¿Suena parecido a alguna lengua moderna?
—No hay relación genética probada entre el sumerio y otras lenguas.
—Qué raro. Tengo un poco oxidada la historia de Mesopotamia —dice Hiro—. ¿Qué les sucedió a los sumerios? ¿Un genocidio?
—No, señor. Fueron conquistados, pero no hay evidencias de ningún genocidio.
—Todos los pueblos son conquistados antes o después, pero sus idiomas no desaparecen —se extraña Hiro—. ¿Por qué desapareció el sumerio?
—Puesto que sólo soy un programa, estaría pisando terreno resbaladizo si me pusiese a especular —se excusa el Bibliotecario.
—De acuerdo. ¿Hay alguien que entienda el sumerio?
—Sí. Debe de haber unas diez personas en el mundo que pueden leerlo.
—¿Dónde trabajan?
—Una en Israel. Una en el Museo Británico. Una en Irak. Una en la Universidad de Chicago. Una en la Universidad de Pennsylvania. Y cinco en el Instituto Bíblico Rife, en Houston, Texas.
—Curiosa distribución. ¿Y alguna de esas personas ha averiguado qué significa nam-shub en sumerio?
—Sí. Un nam-shub es un conjunto de palabras que posee fuerza mágica. El equivalente más cercano sería «encantamiento», pero esta palabra tiene varias connotaciones erróneas.
—¿Creían los sumerios en la magia?
—Esa es una de esas preguntas aparentemente precisas —dice el Bibliotecario sacudiendo ligeramente la cabeza— que resultan en realidad muy profundas y ante las que los programas como yo resultamos notablemente torpes. Permítame que le cite la obra de Samuel Noah Kramer y John R. Maier, Mitos de Enki, el dios astuto, publicada en 1989 en Oxford por la Oxford University Press: «La religión, la magia y la medicina están tan profundamente entrelazadas en Mesopotamia que separarlas es un trabajo frustrante y quizá inútil… [Los encantamientos sumerios] demuestran una estrecha conexión entre lo religioso, lo mágico y lo estético, tan completa que cualquier intento de distinguirlos distorsiona el conjunto». Ahí hay más material que puede ser útil para explicar el asunto.
—¿Ahí, dónde?
—En la sala contigua —dice el Bibliotecario señalando la pared con un gesto. Camina hasta ella y aparta el tabique de papel de arroz.
«Un conjunto de palabras que posee fuerza mágica». En la actualidad la gente no cree en ese tipo de cosas. Excepto en el Metaverso, claro, donde la magia es posible. El Metaverso es una estructura ficticia hecha de programas. Y los programas no son sino una forma del habla: una que los ordenadores pueden entender. El Metaverso en su conjunto podría considerarse como un único e inmenso nam-shub, que se pronuncia a sí mismo sobre la red de fibra óptica de L. Bob Rife. Suena el teléfono.
—Un momento —pide Hiro.
—Tómese su tiempo —dice el Bibliotecario, sin recordarle el hecho obvio de que puede esperar un millón de años si hace falta.
—Yo de nuevo —dice T.A.—. Sigo en el tren. Muñones se ha bajado en el Puerto Exprés 127.
—Umm. Eso son las antípodas del Centro. Es decir, lo más lejos que puedes estar del Centro.
—¿Ah, sí?
—Sí. Uno dos siete es dos a la séptima potencia menos uno…
—Vale, vale, te creo —corta T.A.—. Desde luego, está en medio de la puta nada.
—¿No te has bajado a perseguirlo?
—¿Estás de broma? ¿Ahí fuera? Hiro, hay quince mil kilómetros hasta el edificio más próximo.
Ella tiene razón. El Metaverso se diseñó con montón de sitio libre para expandirse. Casi todo lo urbanizado está a dos o tres Puertos Exprés, unos quinientos kilómetros, del Centro. El Puerto 127 está a treinta y dos mil kilómetros.
—¿Qué hay ahí?
—Un cubo negro de exactamente treinta y dos kilómetros de lado.
—¿Totalmente negro?
—Sí.
—¿Cómo has podido medir el tamaño de un cubo negro tan grande?
—Iba mirando las estrellas, ¿okey? De repente, por el lado derecho del tren ya no se ven. Me pongo a contar puertos locales. Dieciséis. Llegamos al Puerto Exprés 127, y Muñones se baja y se va hacia esa cosa negra. Cuento dieciséis puertos más, y las estrellas vuelven a aparecer. Dieciséis y dieciséis, treinta y dos kilómetros, idiota.
—Buena idea —dice Hiro—. Eso es buena intel.
—¿Quién crees que puede ser el dueño de un cubo de treinta y dos kilómetros de lado?
—Dejándome llevar por un puro prejuicio irracional, diría que L. Bob Rife. Se supone que tiene un gran terreno en mitad de ninguna parte donde mantiene las tripas del Metaverso. Algunos de nosotros nos tropezábamos con ello de vez en cuando mientras hacíamos carreras de motos.
—Bueno, colega, he de irme.