26

Cuando Hiro despierta es mediodía y está sediento por el calor del sol, y los pájaros dan vueltas sobre él tratando de decidir si está vivo o muerto. Desciende del techo del torreón y, dejando de lado toda precaución, se bebe tres vasos de agua del grifo. Saca un poco de beicon de la nevera de Da5id y lo mete en el microondas. La mayoría de la gente del General Jim se ha marchado, y sólo queda una guardia testimonial abajo en la carretera. Hiro cierra todas las puertas que dan a la colina, porque no puede dejar de pensar en Cuervo. Luego se sienta en la mesa de la cocina y se conecta al Metaverso.

El Sol Negro está lleno de asiáticos, entre ellos un montón de gente de la industria cinematográfica de Bombay, observándose unos a otros, acariciándose los negros bigotes y tratando de adivinar qué película de acción hiperviolenta se estrenará en Persépolis el año próximo. Allí es de noche. Hiro es uno de los pocos americanos conectados.

Junto a la pared trasera del bar hay una hilera de salas privadas, que van desde pequeños saloncitos para conversaciones íntimas hasta grandes salas de conferencias en las que un grupo de avatares puede reunirse para celebrar una reunión. Juanita está esperando a Hiro en una de las más pequeñas. Su avatar tiene la misma apariencia que Juanita. Es una representación sincera, en la que no se ha hecho ningún esfuerzo para esconder los primeros indicios de patas de gallo de las comisuras de sus grandes ojos negros. El brillante cabello está tan bien representado que Hiro puede ver mechones individuales que reflejan la luz como pequeños arco iris.

—Estoy en casa de Da5id. ¿Dónde estás tú? —dice Hiro.

—En un avión, así que quizá se corte —avisa Juanita.

—¿De camino aquí?

—A Oregón, en realidad.

—¿Portland?

—Astoria.

—¿Y por qué diablos vas a la Astoria, Oregón, en un momento como éste?

—Si te lo dijese —dice Juanita, aspirando una gran bocanada de aire y dejándola escapar temblorosamente— tendríamos una pelea.

—¿Hay alguna novedad respecto a Da5id? —pregunta Hiro.

—Todo igual.

—¿Y el diagnóstico?

—No habrá ningún diagnóstico —suspira Juanita, con aspecto cansado—. Es un problema de software y no de hardware.

—¿Cómo?

—Han buscado todos los sospechosos habituales. Han explorado con TAC, RMN, PET, EEG. Todo está bien. No hay nada malo en su cerebro, en su hardware.

—¿Pero ejecuta el programa equivocado?

—Su software ha sido contaminado. Da5id tuvo un cuelgue la noche pasada, dentro de su cabeza.

—¿Tratas de decirme que es un problema psicológico?

—Va más allá de las categorías establecidas —dice Juanita—, porque es un fenómeno nuevo. O, en realidad, muy viejo.

—¿Sucede de forma espontánea, o cómo?

—Tú sabrás —dice ella—. Tú estabas con él ayer noche. ¿Sucedió algo después de que yo me fuese?

—Tenía una hipertarjeta de Snow Crash que le dio Cuervo en el exterior del Sol Negro.

—Mierda. Qué hijo de puta.

—¿Quién? ¿Cuervo o Da5id?

—Da5id. Intenté avisarlo.

—La usó. —Hiro explica lo de la Brandy con el pergamino mágico—. Luego tuvo un problema con el ordenador y lo desconectaron.

—Me enteré de ello —explica ella—. Por eso llamé a urgencias.

—No veo ninguna relación entre un cuelgue del ordenador de Da5id y que tú pidas una ambulancia.

—El pergamino de la Brandy no mostraba estática; transmitía una gran cantidad de información digital en formato binario. Esa información digital iba directamente al nervio óptico de Da5id. El cual, por cierto, es en realidad parte del cerebro; si miras en el interior de la pupila de alguien, lo que ves es una terminal del cerebro.

—Da5id no es un ordenador. No puede leer código binario.

—Es un hacker. Se gana la vida manipulando código binario. Esa habilidad está grabada en las estructuras profundas de su cerebro. Por eso es sensible a ese tipo de información. Y tú también lo eres, chaval.

—¿De qué clase de información estamos hablando?

—Algo muy malo. Un metavirus —explica Juanita—. Es la bomba atómica del armamento de información. Un virus que fuerza a un sistema a infectarse con otros virus.

—¿Y eso es lo que ha hecho enfermar a Da5id?

—Sí.

—¿Y por qué a mí no me afectó?

—Estabas demasiado lejos. Tus ojos no distinguían bien el bitmap. Tiene que estar justo frente a la cara.

—Pensaré en todo esto —promete Hiro—. Pero tengo otra pregunta. Cuervo distribuye también otra droga, en la Realidad, que entre otras cosas se llama Snow Crash. ¿Qué es?

—No es una droga —dice Juanita—. Hacen que parezca una droga y que produzca efectos similares para que la gente quiera tomarla. Está mezclada con cocaína y otras cosas.

—Si no es una droga, ¿qué es?

—Es plasma sanguíneo tratado químicamente, extraído de gente infectada con el metavirus —explica Juanita—. Es decir, no es más que otra forma de extender la infección.

—¿Quién la está extendiendo?

—La iglesia privada de E. Bob Rife. Toda esa gente está contaminada. Hiro se cubre la cabeza con las manos. En realidad no está meditando sobre todo esto; sólo deja que rebote en el interior de su cráneo, y espera a que todo se pare.

—Un momento, Juanita. Decídete. Esto del Snow Crash… ¿es un virus, una droga o una religión?

—¿Y qué diferencia hay? —dice Juanita encogiéndose de hombros.

Que Juanita hable así no contribuye a que Hiro recupere el hilo de la conversación.

—¿Cómo puedes decir eso? Tú eres una persona religiosa.

—No pongas todas las religiones en el mismo saco.

—Perdón.

—Todo el mundo tiene una religión. Tenemos receptores de religión en las neuronas, o algo así, y nos agarramos a cualquier cosa que llene ese nicho para nosotros. Ahora bien, la religión era esencialmente viral: un fragmento de información que se replicaba en el interior de una mente humana, y saltaba de una persona a otra. Así era y, desgraciadamente, parece que va a volver a serlo. Pero ha habido varios esfuerzos para liberarnos de las garras de la religión primitiva e irracional. El primero lo llevó a cabo un tal Enki hace cuatro mil años. El segundo lo emprendieron en el siglo octavo antes de Cristo los eruditos hebreos que habían sido expulsados de sus tierras por la invasión de Sargón II, pero finalmente derivó en un vacío legalismo. Jesús hizo otro intento, que fue invadido por influencias virales a los cincuenta días de su muerte. El virus fue suprimido por la Iglesia católica, pero ahora nos hallamos en medio de una gran epidemia que comenzó en Kansas en mil novecientos y ha estado ganando fuerza desde entonces.

—¿Crees en Dios o no? —pregunta Hiro. Hay que empezar por el principio.

—Desde luego que sí.

—¿Crees en Jesús?

—Sí. Pero no en la resurrección física y corpórea de Jesús.

—¿Cómo puedes ser cristiana y no creer en eso?

—Yo diría más bien —replica Juanita—: ¿cómo puede alguien ser cristiano y creerlo? Cualquiera que se tome la molestia de estudiar los Evangelios puede darse cuenta de que la resurrección corpórea es un mito que se le añadió a la historia real varios años después de que ésta se escribiese. ¿No te parece una historia digna de la peor prensa amarilla?

Juanita no tiene mucho más que decir. No quiere entrar en detalles, dice, porque «en estos momentos» no quiere influir sobre las ideas de Hiro.

—¿Significa eso que va a haber otros momentos? ¿Se trata de una relación duradera? —pregunta Hiro.

—¿Quieres encontrar a los que han infectado a Da5id?

—Sí. Joder, Juanita, incluso aunque no fuese mi amigo, querría encontrarlos antes de que me infecten a mí.

—Estudia el archivo de Babel, y ven a visitarme si vuelvo de Astoria.

—¿Si vuelves? ¿Qué vas a hacer ahí?

—Investigar.

Durante toda la charla Juanita ha adoptado una actitud pragmática, escupiendo información, contándole a Hiro cómo son las cosas. Pero está cansada, e inquieta, y Hiro tiene la sensación de que está profundamente asustada.

—Buena suerte —le dice. Había pensado flirtear un poco en esta reunión, siguiendo a partir de donde lo dejaron ayer noche, pero algo ha cambiado en la mente de Juanita entre entonces y ahora. El flirteo es lo que menos la preocupa en estos momentos.

Juanita va a hacer algo peligroso en Oregón. Y no quiere que Hiro lo sepa para que no se inquiete.

—En el archivo de Babel hay buen material sobre Inana —dice.

—¿Quién es Inana?

—Una diosa sumeria. Me tiene fascinada. En cualquier caso, no puedes entender lo que voy a hacer hasta que comprendas a Inana.

—Bien, buena suerte entonces —desea Hiro—. Dale recuerdos a Inana de mi parte.

—Gracias.

—Cuando vuelvas, me gustaría pasar algún tiempo contigo.

—El sentimiento es mutuo —dice Juanita—. Pero primero tenemos que salir de ésta.

—Oh. No sabía que estuviese metido en nada.

—No seas bobo. Todos estamos metidos en ello.

Hiro sale, de regreso al Sol Negro.

Hay un tío dando vueltas por el Cuadrante Hacker que realmente llama la atención. Su avatar no es ninguna maravilla, y además le está costando controlarlo. Parece alguien que se haya enchufado en el Metaverso por primera vez y no sepa cómo desenvolverse. Choca con las mesas, y cuando quiere volverse da varias vueltas, como si no supiera cómo detenerse.

Hiro camina hacia él, porque la cara le resulta familiar. Cuando el tío se detiene el rato suficiente como para que Hiro pueda verlo con claridad, reconoce el avatar. Es un Clint. Suelen ir en compañía de una Brandy.

El Clint reconoce a Hiro y durante un instante la sorpresa asoma en su rostro, rápidamente sustituida por su habitual apariencia tosca y adusta, de labios apretados. Levanta las manos juntas frente a él y Hiro ve que sostiene un pergamino como el de la Brandy.

Hiro echa mano a la katana, pero el pergamino ya está abierto ante su rostro, mostrando el resplandor azulado del bitmap que contiene. Se aparta un paso, poniéndose a un lado del Clint, levanta la katana sobre su cabeza y la descarga contra los brazos del Clint, cortándolos.

Al caer, el hechizo se abre todavía más. Hiro no se atreve a mirarlo. El Clint se ha dado la vuelta y trata de escapar del Sol Negro con torpeza, rebotando de mesa en mesa como una bola de una máquina de millón.

Si Hiro pudiese matar al tipo, cortándole la cabeza, el avatar se quedaría en el Sol Negro para ser retirado por los demonios sepultureros. Entonces Hiro podría hackear un poco y quizá llegar a averiguar quién es y de dónde ha venido.

Pero hay unas cuantas docenas de hackers vagando por el bar, observando toda la situación, y si se acercan a mirar el pergamino acabarán como Da5id.

Hiro se agacha, sin mirar el pergamino, y abre una de las trampillas ocultas que llevan al sistema de túneles. Él fue quien programó esos túneles en el Sol Negro; es la única persona del bar que puede usarlos. Lanza el pergamino al túnel con una mano y a continuación cierra la trampilla.

Hiro puede ver al Clint, lejos, casi en la salida, intentando que su avatar atraviese la puerta. Corre tras él. Si el tipo llega a la Calle, desaparecerá: se transformará en un fantasma translúcido. Con una ventaja de quince metros, y entre otro millón de fantasmas translúcidos, es imposible seguirlo. Como siempre, hay una multitud de aspirantes reunidos en la Calle, ante la entrada. Hiro ve el surtido habitual, e incluso gente en blanco y negro.

Una de esas personas en blanco y negro es T.A. Está haciendo tiempo, esperando que salga Hiro.

—¡T.A.! —grita—. ¡Persigue a ese tío sin brazos!

Hiro cruza la puerta apenas un momento después que el Clint. T.A. y él ya han desaparecido.

Entra de nuevo en el Sol Negro, levanta una trampilla y se deja caer en el sistema de túneles, el reino de los demonios sepultureros. Uno de ellos ya ha recogido el pergamino y camina pesadamente hacia el centro para lanzarlo al fuego.

—Eh, muchacho —ordena Hiro—, gira a la derecha en el siguiente túnel y deja eso en mi despacho, ¿de acuerdo? Pero hazme un favor, enróllalo antes.

Sigue al demonio sepulturero por el túnel, bajo la Calle, hasta que llegan al barrio donde Hiro y los otros hackers tienen sus casas. Hiro hace que el demonio sepulturero deposite el pergamino enrollado en su taller, en el sótano; es la sala donde Hiro hackea. Fuego sube a su despacho.