T.A. no sabe dónde están exactamente. Está claro que atascados en el tráfico. No es nada predecible.
—T.A. tiene que seguir su camino —anuncia.
No hay reacción durante un instante; luego el informático se reclina en la silla, mira a través del visor sin prestar atención a la imagen en 3D, echándole un buen vistazo a la pared.
—Ya —dice.
Rápido como una mangosta, el hombre del ojo de cristal se adelanta, saca la caja de aluminio del cilindro criogénico y se la lanza a T.A. Entretanto, uno de los mafiosos desocupados está abriendo la puerta del camión, ofreciéndoles una hermosa vista de un atasco en el bulevar.
—Otra cosa —dice el hombre del ojo de cristal, y mete un sobre en uno de los numerosos bolsillos de T.A.
—¿Qué es? —pregunta ésta.
—No te preocupes —dice él, levantando las manos como para protegerse—, una tontería. Ahora, en marcha.
Le hace un gesto al tipo que sostiene el patín. El tío resulta ser bastante guay, porque simplemente lo tira. El patín cae entre ellos en un mal ángulo, pero las púas han visto llegar el suelo de sobra, han calculado todos los ángulos, se han extendido y flexionado como las piernas y los pies de un jugador de baloncesto cuando tocan tierra tras un mate espectacular. La plancha cae sobre sus patas, se inclina a un lado y luego a otro, como recuperando el equilibrio, y por fin se dirige a T.A. y se detiene a su lado.
Se sube en ella, da unas cuantas patadas y vuela por la puerta trasera del remolque, sobre el capó de un Pontiac que los seguía demasiado de cerca. Su parabrisas es una superficie estupenda para girar, y para cuando toca el asfalto ha logrado invertir su dirección limpiamente. El conductor del Pontiac toca el claxon con gran indignación, pero no puede perseguirla porque el tráfico está totalmente detenido. T.A. es lo único en kilómetros a la redonda con capacidad de movimiento. Para eso se inventaron los korreos, a fin de cuentas.
La franquicia número 1106 de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne es bastante grande. El bajo número denota gran antigüedad. Se construyó hace mucho tiempo, cuando la tierra era barata y los terrenos grandes. El aparcamiento está medio lleno. Normalmente lo único que se ve en los Reverendo Wayne son automóviles decrépitos con frases idiotas en español pintadas con laca de uñas en los guardabarros traseros: los vehículos de creyentes centroamericanos que han venido al norte a conseguir un trabajo honrado y escapar del estilo despiadadamente católico de sus tierras natales. En este aparcamiento hay también un montón de bollicoches normales con matrículas de todos los barclaves.
El tráfico se mueve algo más en esta franja del bulevar, así que T.A. llega con bastante impulso y traza una o dos órbitas alrededor de la franquicia para reducir su velocidad. Un aparcamiento amplio y despejado es una gran tentación cuando vas muy deprisa, y para verlo desde un punto de vista algo menos infantil, siempre es buena idea explorar un poco el terreno, familiarizarte con el entorno. T.A. descubre que este aparcamiento está conectado con el de la franquicia Chop Shop de al lado («¡Convertimos cualquier vehículo en EFECTIVO en minutos!»), que a su vez desemboca en el de un supermercado vecino. Un patinador con ganas podría viajar de E.A. a Nueva York saltando de aparcamiento en aparcamiento.
En algunas zonas este aparcamiento hace un ruido como de crujidos y estallidos. Al mirar al suelo ve que, tras la franquicia, cerca del contenedor de basuras, el asfalto está constelado de pequeños frascos de cristal, como el que miraba Chillón la noche anterior. Están desparramados por todas partes como las colillas en un bar. Cuando las patas de sus ruedas pasan sobre los frascos, éstos salen disparados y rebotan por el suelo.
Hay una cola de gente en la puerta, esperando para entrar. T.A. se salta la cola y entra.
El vestíbulo de esta franquicia de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne es, por supuesto, como el de todas. Hay una hilera de sillas de vinilo acolchadas para que los creyentes esperen a que los llamen, con una maceta en cada extremo y una mesa repleta de revistas antediluvianas. Un parque infantil en una esquina, para que los niños puedan matar el tiempo reproduciendo imaginarias batallas cósmicas en plástico extruido. Un mostrador de madera falsa que parece sacado de una iglesia vieja. Detrás de éste, una chica regordeta de descolorido pelo rubio con permanente, sombra de ojos azul metálico, una capa uniforme de colorete que cubre sus anchas y carnosas mejillas, y una túnica de coro sobre la camiseta.
Cuando T.A. entra, ella está en mitad de una transacción. Enseguida ve a T.A., pero ningún manual en el mundo entero te permite abandonar o cancelar una transacción en curso.
Ante la falta de alternativas, T.A. suspira y cruza los brazos para mostrar impaciencia. En cualquier otro establecimiento ya estaría montando un escándalo y pasando tras el mostrador como si fuese la propietaria. Pero esto es una iglesia, maldita sea.
A lo largo del frontal del mostrador hay un pequeño anaquel con folletos religiosos gratuitos, no olvide dejar su donación. Varios espacios del anaquel están ocupados por el famoso best-seller del Reverendo Wayne, Cómo se salvó América del comunismo: ELVIS MATÓ A JFK.
Saca del bolsillo el sobre que metió el hombre del ojo de cristal. Por desdicha no es lo bastante grueso ni blando para contener un montón de dinero.
Contiene media docena de instantáneas. En todas ellas aparece Tío Enzo. Está en una amplia calzada de acceso con forma de herradura, junto a una casa, más grande que ninguna casa que T.A. haya visto con sus propios ojos. Está subido a un monopatín. O cayéndose de uno. O deslizándose, lentamente, con los brazos agitándose salvajemente en el aire, seguido por nerviosos agentes de seguridad.
Las fotos están envueltas en un trozo de papel. Dice: «Gracias por la ayuda, T.A. Como podrás ver por las fotos, he intentado entrenarme para este trabajo, pero creo que me hará falta practicar. Tu amigo, Tío Enzo».
T.A. envuelve las fotos tal como venían, las devuelve al bolsillo, sofoca una sonrisa y vuelve a concentrarse en los negocios.
La chica de la túnica todavía está tras el mostrador realizando la transacción. La destinataria es una robusta mujer vestida de naranja que habla en español.
Teclea algo en el ordenador. La dienta deja su VISA sobre el altar de madera falsa con un chasquido; suena como un disparo de rifle. La chica recoge la tarjeta con sus largas uñas, una operación peligrosa y complicada que a T.A. le trae imágenes de insectos saliendo de bolsas de huevos. Luego realiza el sacramento, pasando la tarjeta a través de un lector magnético con un barrido del brazo cuidadosamente modulado, como si desgarrara un velo, le entrega el tíquet y murmura que necesita la firma y un teléfono diurno. También podría estar hablando latín, pero da igual, porque la dienta está familiarizada con la liturgia y firma y escribe el número antes de que las palabras hayan terminado de ser pronunciadas.
Sólo falta esperar la Palabra Que Llega Desde Lo Alto. Pero hoy en día, los ordenadores y las comunicaciones son excelentes, y habitualmente no hace falta más que un par de segundos para realizar una comprobación de una tarjeta. La maquinita pita el código de aprobación, una melodía celestial surge a través de unos diminutos altavoces, y unas anchas puertas de brillo nacarado se abren majestuosamente al fondo de la sala.
—Gracias por su donación —dice la chica, uniendo todas las palabras en una única sílaba.
La dienta se abre paso hacia las puertas dobles, atraída por unos hipnóticos sones de órgano. El interior de la capilla tiene una coloración insólita, alumbrada en parte por fluorescentes incrustados en el techo y en parte por grandes imágenes coloreadas e iluminadas desde detrás que simulan vidrieras. La mayor, que tiene la forma de un ensanchado arco gótico, está atornillada en la pared posterior, sobre el altar, y muestra una resplandeciente trinidad: Jesús, Elvis y el Reverendo Wayne. Jesús ocupa el puesto principal. La creyente no se ha adentrado todavía media docena escasa de pasos cuando se arrodilla en medio del pasillo y comienza a hablar en lenguas.
—ar ia an ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir i a a sar i a… Las puertas se cierran de nuevo.
—Un momento —dice la chica, mirando a T.A. un poco nerviosa. Llega hasta el final del mostrador, se mete en el parque infantil, trabando la túnica inadvertidamente en un módulo de combate de los Guerreros Ninja de la Almadía, y llama a la puerta del baño.
—¡Ocupado! —grita una voz de hombre desde el otro lado.
—La korreo está aquí —informa la chica.
—Salgo enseguida —dice el hombre, más calladamente. Y sale enseguida. T.A. no percibe ningún tiempo de espera, ni para subirse la cremallera o lavarse las manos. Lleva un traje negro con alzacuellos de pastor, sobre el cual se pone una ligera túnica negra mientras sale al parque infantil, aplastando pequeñas figuras articuladas y cazas de combate bajo sus zapatos negros. Tiene el pelo moreno y engominado, con mechones grises, y usa bifocales metálicas con un casi imperceptible matiz marrón. Sus poros son enormes.
Cuando está tan cerca que T.A. puede captar todos estos detalles, puede también olerlo. Huele a Oíd Spice, más una fuerte vaharada de vómito en el aliento; pero no de alcohol.
—Dame eso —dice, y le arranca de las manos el maletín de aluminio. T.A. jamás deja que nadie haga eso.
—Tiene que firmar —dice, pero sabe que ya es tarde. Si no consigues que firmen antes, la has jodido. No tienes poder, ni forma de presionarlos. No eres más que una mocosa en monopatín.
Por eso T.A nunca permite que la gente le arranque los paquetes de las manos. Pero este tío es un pastor, por amor de Dios. No se lo esperaba. Se lo ha arrancado de la mano, y ahora corre de vuelta a su despacho.
—Puedo firmarlo —dice la chica. Parece asustada. En realidad, más bien parece enferma.
—Tiene que ser él en persona —insiste T.A.—. El reverendo Dale T. Thorpe.
Ya se le ha pasado el asombro y le está entrando el cabreo, así que lo sigue al interior del despacho.
—No puede entrar ahí —protesta la chica, pero lo hace como en sueños, melancólicamente, como si todo eso fuese un asunto ya medio olvidado. T.A. abre la puerta.
El reverendo Dale T. Thorpe está sentado en su escritorio. El maletín de aluminio está abierto frente a él. Contiene las mismas cosas complicadas que vio la otra noche, tras el asunto de Cuervo. El reverendo Dale T. Thorpe parece estar atado al dispositivo por el cuello.
No, en realidad lleva algo en una cadena alrededor del cuello. Lo llevaba bajo la ropa, como hace T.A. con las chapas de identificación de Tío Enzo. Ahora lo ha sacado y lo ha insertado en una ranura de la caja de aluminio. Parece una tarjeta de identificación laminada, con un código de barras.
La extrae de la ranura y la deja colgar frente a él. T.A. no tiene forma de saber si ha percibido su presencia o no. Está escribiendo algo en el teclado, usando dos dedos, equivocándose y volviéndolo a teclear.
Los motores y los servomecanismos de la caja de aluminio ronronean y se estremecen. El reverendo Dale T. Thorpe ha extraído uno de los pequeños tubos de su lugar en la tapa y lo inserta en el zócalo que hay junto al teclado. Lentamente el tubo es arrastrado al interior de la máquina.
El tubo vuelve a salir. La tapa de plástico rojo emite una vacilante luz rojiza. Tiene unos diminutos EED, que muestran los números de una cuenta atrás al ritmo de los segundos: 5, 4, 3, 2, 1…
El reverendo Dale T. Thorpe sostiene el tubo junto a la ventana izquierda de la nariz. Cuando la cuenta atrás de los EED llega a cero, el tubo silba como aire que escapa por una válvula. Al mismo tiempo, él inhala profundamente, metiéndoselo todo en los pulmones. Fuego tira el tubo a la papelera con destreza.
—¿Reverendo? —dice la chica. T.A. se gira y la ve entrar en la oficina, como sin rumbo fijo—. ¿Podría preparar el mío ahora, por favor?
El reverendo Dale T. Thorpe no responde. Se ha echado hacia atrás en su silla giratoria de cuero y contempla una imagen enmarcada en neón de Elvis, durante el servicio militar, sosteniendo un rifle.