Hiro está en su 6x9 del GuardaTrastos. Le está dedicando algo de tiempo a la Realidad, tal y como le sugirió su socia. La puerta está abierta para que sople la brisa marina y el olor del escape de los aviones. Todo el mobiliario —los rutones, el palet, los muebles experimentales de ladrillos de hormigón— ha sido apilado contra las paredes. Sostiene una pesada varilla de acero corrugado de un metro de longitud con un extremo envuelto en cinta adhesiva para transformarlo en una empuñadura. La varilla se parece a una katana, pero pesa muchísimo más. Él la llama katana para patanes.
Está descalzo, en una postura de kendo. Debería llevar puesto un voluminoso faldón largo hasta los tobillos y una pesada túnica añil, que es el uniforme tradicional, pero en vez de eso viste unos calzones de Jockey. El sudor desciende por los suaves músculos de su espalda color capuchino y sobre sus nalgas. En el talón del pie izquierdo se le están formando ampollas grandes como uvas verdes. El corazón y los pulmones de Hiro están bastante desarrollados, y ha sido agraciado con unos reflejos inusualmente rápidos, pero lo suyo no es fortaleza innata como la de su padre. Y aunque lo fuese, entrenarse con la katana para patanes sería muy difícil.
Está repleto de adrenalina, con los nervios a flor de piel, y su mente es un caos de ansiedad a la deriva… en un océano de terror generalizado.
Se desplaza de un lado a otro por el eje más largo de la habitación. De vez en cuando acelera, alza la katana para patanes por encima de la cabeza y la abate rápidamente, restallando las muñecas en el último momento de forma que se detenga en el aire. Luego grita «¡Siguiente!».
Al menos, en teoría. En la práctica, una vez puesta en marcha la katana para patanes es complicado detenerla. Pero es un buen ejercicio. Sus antebrazos parecen manojos de cables de acero. Casi. O si no, a este paso pronto lo parecerán.
Los japoneses no se tragan esa tontería de atravesar a alguien de un tajo. Si golpeas a un hombre en la cabeza con una katana y no te esfuerzas por detener la hoja, le seccionará el cráneo y probablemente se quedará atascada en la clavícula o en la pelvis, y entonces te encontrarás ahí, en mitad de un campo de batalla medieval, con un pie sobre la cara de tu difunto enemigo, tirando de la espada para liberarla, mientras su mejor amigo se abalanza corriendo hacia ti con un inequívoco resplandor vengativo en los ojos. Por eso, la idea es detener la espada por completo justo después del impacto, chafándole el cráneo unos pocos centímetros, y luego sacarla rápidamente y buscar otro enemigo. De ahí el «¡Siguiente!».
Le ha estado dando vueltas a lo que pasó esta noche con Cuervo, lo cual descarta por completo la posibilidad de dormir, y por eso está practicando con la katana para patanes a las tres de la madrugada.
Sabe que no estaba preparado. La lanza vino hacia él, y la desvió con la hoja. Tuvo la suerte de golpearla en el momento justo, y la lanza no le dio. Pero lo hizo casi sin pensar.
Quizá sea así como lo hacen los grandes guerreros. Descuidadamente, sin atormentar su mente con consecuencias.
Quizá se está halagando a sí mismo.
Hace varios minutos que el sonido del helicóptero se incrementa progresivamente. Aunque Hiro vive junto al aeropuerto, es algo fuera de lo común: no están autorizados a volar cerca de LAX, por evidentes razones de seguridad.
El sonido no cesa de aumentar hasta alcanzar una gran intensidad, momento en que está flotando a unos pocos metros sobre el aparcamiento, frente al 6x9 de Hiro y Vitaly. Es hermoso: un helicóptero de empresa a reacción, verdinegro, con unos dibujos tenues. Hiro sospecha que, con más luz, podría distinguir el logo de un contratista de defensa, muy posiblemente el Sistema de Defensa del General Jim.
Un hombre blanco de tez pálida y con entradas, de aspecto mucho más atlético de lo que su rostro y actitud general induciría a pensar, se baja del helicóptero de un salto y trota a través del aparcamiento, derecho hacia Hiro. Es el tipo de persona que Hiro recuerda de cuando su padre estaba en el ejército: no los correosos veteranos de la leyenda y las películas, sino tipos normales de treinta y cinco años que traquetean de aquí para allá en sus abultados uniformes. Es mayor. Su nombre, cosido en el uniforme de campaña, es Clem.
—¿Hiro Protagonist?
—El mismo.
—Juanita me ha enviado a recogerlo. Dijo que sabría de quién se trata.
—Así es. Pero no trabajo para Juanita.
—Según ella, ahora sí.
—Vaya, qué amable —dice Hiro—. Supongo que se trata de algo urgente.
—Creo que sería una suposición razonable —asiente el mayor Clem.
—¿Puede esperar unos minutos? He estado haciendo deporte y me gustaría entrar aquí al lado.
El mayor Clem mira la puerta de al lado. El logotipo dice:
LA PARADA DE DESCANSO.
—La situación es bastante estática. Puede tomarse cinco minutos si quiere —acepta el mayor Clem.
Hiro tiene cuenta con la Parada de Descanso. Para vivir en un Guarda-Trastos es casi imprescindible tenerla. Así puede ahorrarse ir a la oficina, donde el encargado espera junto a la caja registradora. Empuja la tarjeta de miembro a través de una ranura, y se enciende una pantalla de ordenador que muestra tres opciones:
M F GUARDERÍA (UNISEX)
Hiro pulsa la «M». La pantalla cambia a un menú de cuatro opciones:
NUESTRAS INSTALACIONES ESPECIALES LIMITADAS: ECONÓMICAS PERO HIGIÉNICAS
INSTALACIONES ESTÁNDAR: COMO EN CASA, QUIZÁ UN POCO MEJOR
INSTALACIONES DE PRIMERA: UN LUGAR PLACENTERO PARA EL CLIENTE
QUE SABE ELEGIR CUARTO DE BAÑO GRANDE ROYALE
Ha de dominar un arraigado impulso para no pulsar automáticamente INSTALACIONES ESPECIALES LIMITADAS, que es lo que él y los otros residentes del GuardaTrastos usan siempre. Es casi imposible usarlo sin entrar en contacto con los fluidos corporales de alguna otra persona. No es muy agradable. Ni placentero. En vez de eso… Qué coño, Juanita va a contratarlo, ¿no? Pulsa el botón de CUARTO DE BAÑO GRANDE ROYALE.
Nunca lo ha hecho antes. Parece sacado del último piso de un gran casino de lujo de Atlantic City, donde ponen a los adultos semirretardados del sur de Filadelfia que ganan el premio megagordo por accidente. Tiene todo lo que un ludópata de pocas luces asociaría con lujo: grifos dorados, montones de pseudomármol extruido, cortinas de terciopelo y mayordomo.
Ningún residente del GuardaTrastos usa jamás el Cuarto de Baño Grande Royale. La única razón por la que está ahí es que esto está frente a LAX. Los ejecutivos importantes de Singapur que quieren darse una ducha y cagar bien y sin prisas, con todos los efectos de sonido y sin tener que oír y oler a otros viajeros hacer lo mismo, pueden venir aquí y cargarlo todo a la cuenta de gastos de viaje.
El mayordomo es un centroamericano de unos treinta años cuyos ojos tienen un aspecto extraño, como si hubiesen permanecido varias horas cerrados. Según entra Hiro, se carga sobre el brazo varias toallas de grosor inverosímil.
—Sólo dispongo de cinco minutos —explica Hiro.
—¿Desea afeitarse? —pregunta el mayordomo. Incapaz de identificar el grupo étnico de Hiro, se pasa la mano por las mejillas de forma sugerente.
—Me encantaría, pero no tengo tiempo.
Se quita los calzones de jockey, arroja las espadas sobre el sofá de terciopelo repujado y da un paso hacia el marmóreo anfiteatro de la ducha. El agua caliente lo golpea desde todas las direcciones a la vez. En la pared hay un selector que permite escoger la temperatura preferida.
Acto seguido le gustaría echarse una cagada y leer alguna de las satinadas revistas grandes como guías telefónicas que hay junto al retrete high-tech, pero tiene que irse. Se seca con una toalla limpia del tamaño de una carpa de circo, se calza unos sueltos pantalones cortos y una camiseta, le arroja unos cuantos kongpavos al mayordomo y sale a toda prisa ciñéndose las espadas.
Es un vuelo breve, sobre todo porque el piloto militar no tiene reparos en sacrificar la comodidad en aras de la velocidad. El helicóptero despega con un ángulo suave, manteniéndose bajo para evitar ser arrollado por un jumbo, y en cuanto el piloto tiene sitio para maniobrar sacude la cola, clava el morro y deja que el rotor los arrastre hacia adelante y hacia arriba, cruzando la cuenca, hacia la masa poco iluminada de las Hollywood Hills.
Pero se detienen antes de llegar allí, en el tejado de un hospital. Forma parte de la cadena Misericordia, lo que técnicamente lo convierte en espacio aéreo del Vaticano. Por el momento todo esto apesta a Juanita.
—Neurología —dice el mayor Clem, soltando luego una retahíla de palabras como si fuese una orden—: Piso cinco, ala este, habitación 564.
El ocupante de la cama de hospital es Da5id.
A lo largo de la cabecera y los pies de la cama han puesto correas de cuero anchas y muy gruesas. Sujetas a las correas hay abrazaderas de cuero, forradas de esponjosa piel de carnero. Las abrazaderas están amarradas a las muñecas y tobillos de Da5id. Viste una bata de hospital que casi se ha caído por completo.
Lo peor es que sus ojos no siempre miran en la misma dirección. Está conectado a un electrocardiógrafo que traza un gráfico de los latidos de su corazón, y aunque Hiro no es médico, puede ver perfectamente que no sigue un patrón regular. Late demasiado deprisa, luego no late, luego suena una alarma, luego vuelve a latir.
No muestra ninguna expresión. Sus ojos no ven nada. Al principio, Hiro piensa que su cuerpo está flácido y relajado; al aproximarse ve que Da5id está tenso y se estremece, cubierto de sudor.
—Le hemos puesto un marcapasos provisional —dice una mujer. Hiro se vuelve. Se trata de una monja, que parece ser médico además.
—¿Cuánto tiempo lleva con convulsiones?
—Su ex esposa nos llamó, diciendo que está preocupada.
—Juanita.
—Sí. Cuando llegó la ambulancia él se había caído de la silla y sufría convulsiones. Tiene un hematoma; creemos que el ordenador se cayó de la mesa y le golpeó las costillas. Le hemos sujetado brazos y piernas para protegerlo de más daños, pero durante la última media hora ha estado así, como si todo su cuerpo estuviese en fibrilación. Si eso continúa tendremos que quitarle las ligaduras.
—¿Estaba usando un visor?
—No lo sé. Puedo averiguarlo, si lo desea.
—Pero ¿cree que lo que fuese le ocurrió mientras estaba conectado con el ordenador?
—Pues no lo sé. Lo único que sé es que tiene una arritmia tan grave que tuvimos que implantarle un marcapasos provisional allí mismo, en el suelo de su oficina. Le dimos medicamentos para frenar las convulsiones, pero no funcionaron. Le pusimos tranquilizantes para calmarlo, que tampoco fueron muy eficaces. Le hemos metido la cabeza en toda clase de escáneres para averiguar cuál es el problema. Aún no lo sabemos.
—Voy a ir a su casa a echar un vistazo —decide Hiro. La doctora se encoge de hombros.
—Avíseme cuando la situación cambie —pide Hiro. La doctora no responde nada, y por primera vez Hiro comprende que quizá el estado de Da5id no sea pasajero.
Cuando Hiro está a punto de salir al corredor, Da5id habla.
—e ne em ma ni a gía gi ni mu ma ma dam e ne em am an ki ga a gi agí…
Hiro se vuelve a mirar. Da5id se ha quedado laxo en sus ataduras; parece relajado, medio dormido. Mira a Hiro a través de ojos semicerrados.
—e ne em dam gal nun na a gi agíene emúmu un abzu ka a gi a agí… La voz de Da5id es profunda y apacible, sin rastro de tensión. Las sílabas se escapan de su lengua como saliva. Hiro sale al pasillo, oyendo a Da5id hablar sin pausa.
—i ge en i ge en núge en núge en us sa tur ra lu ra ze em men…
Hiro regresa al helicóptero. Ascienden por Beachwood Canyon, en dirección al rótulo de Hollywood.
La casa de Da5id está transfigurada por la luz. Está situada al final de una carretera privada, en la cumbre de una colina. La carretera está bloqueada por una especie de jeep achaparrado con pinta de rana, perteneciente al General Jim, del cual brotan focos pulsátiles de saturadas luces rojas y azules. Hay otro helicóptero sobre la casa, como sostenido por una remolineante columna luminosa. La finca hierve de soldados con focos portátiles.
—Como precaución, hemos asegurado la zona —explica el mayor Clem.
Más allá de toda esa luz Hiro distingue los apagados colores orgánicos de la colina. Los soldados tratan de eliminarlos con sus focos, tratan de consumirlos en llamas. Se siente a punto de enterrarse en la luz, convertirse en un borroso píxel en la ventanilla del pasajero de alguna línea aérea. Zambullirse en la biomasa.
El ordenador portátil de Da5id está en el suelo, junto a la mesa en la que a él le gustaba trabajar. Está rodeada de desechos médicos. En medio de ellos encuentra el visor de Da5id, que o bien se le cayó cuando golpeó con el suelo, o bien fue arrancado por los enfermeros.
Hiro coge el visor. Al acercárselo a los ojos ve la imagen: un muro de estática en blanco y negro. El ordenador de Da5id se ha colgado.
Cierra los ojos y suelta el visor. Mirar un bitmap no puede hacer daño. ¿O sí?
La casa es como un castillo modernista con un torreón en un lado. Da5id, Hiro y el resto de los hackers solían ir allí con una caja de cervezas y un hibachi, a pasar la noche; comían langostinos y patas de cangrejo y ostras y lo regaban todo con cerveza. Ahora está desierto, claro, sólo queda el hibachi, oxidado y casi enterrado en ceniza gris, como una reliquia arqueológica. Hiro, que ha cogido de la nevera una de las cervezas de Da5id, se sienta allí un rato, en lo que era su sitio favorito, bebiendo cerveza lentamente como solía mientras leía historias bajo aquellas luces.
Los viejos barrios del centro se apiñan bajo una eterna bruma orgánica. En otras ciudades respiras contaminantes industriales, pero en Los Angeles respiras aminoácidos. La nebulosa ciudad está circundada y entrecruzada por rayas brillantes, como los alambres al rojo de una tostadora. A la salida del cañón están tan cerca que la luz se disuelve y se rompe en estrellas, arcos, letreros luminosos. Corrientes de corpúsculos rojos y blancos pulsan por las carreteras siguiendo la lógica difusa de los semáforos inteligentes. Más allá, extendiéndose por la cuenca, un millón de vivaces logos se funde en arcos sólidos, como puntos geométricos uniéndose para formar curvas. A cada lado de los guetos de las franquicias, el loglo se difumina a través de unas pocas capas superficiales de urbanización y en la penumbra circundante, rota aquí y allá por el resplandor de un foco de seguridad en el patio trasero de alguien.
Las franquicias y los virus funcionan según el mismo principio: lo que medra en un sitio medrará en otro. Lo único que tienes que hacer es encontrar un plan comercial lo bastante virulento, condensarlo en un manual —su ADN—, fotocopiarlo y plantarlo en el fértil terreno que rodea una autopista de mucho tráfico, preferiblemente de forma que disponga de un carril con salida a la izquierda. A partir de ahí se expandirá hasta chocar con los límites del espacio que lo contiene.
Antiguamente, paseabas hasta el Café de Mamá en busca de algo de comer y un trago, y te sentías como en casa. Si jamás abandonabas tu ciudad natal, ningún problema. Pero si ibas a la ciudad vecina, todo el mundo te miraba en cuanto cruzabas la puerta, y el Plato Especial de la Casa no te sonaba de nada. Si viajabas mucho, llegabas a no sentirte en casa en ninguna parte.
Pero ahora, cuando un ejecutivo de Nueva Jersey va a Dubuque sabe que puede entrar en un McDonalds y nadie le dedicará ni una mirada. Puede pedir sin tener que estudiar la carta, y la comida sabe siempre igual. McDonalds es el Hogar, condensado en un manual y fotocopiado. «Nada de sorpresas» es la consigna del gueto de franquicias, su sello de calidad, subliminalmente grabado en cada cartel y cada logo que compone las curvas y cuadrículas de luz que perfilan la Cuenca.
Las gentes de Norteamérica, que habitan el país más terrible y sorprendente del mundo, se sienten reconfortadas con esa consigna. Sigue el loglo hacia fuera, hacia donde el crecimiento envuelve los valles y los desfiladeros, y encontrarás la tierra de los refugiados. Han huido de la verdadera América, la de las bombas atómicas, cacerías de cueros cabelludos, el hip-hop, la teoría del caos, zapatos de hormigón, cultos con serpientes venenosas, asesinos de masas, paseos espaciales, cazaderos de bisontes, tiendas para comprar sin bajarse del coche, misiles crucero, la Marcha de Sherman, atascos, las bandas de moteros y el puenting. Han aparcado sus bollicoches en calles de barclaves idénticos diseñados por ordenador, y se han segregado en cavernas de yeso simétricas con suelos de vinilo, ebanistería mal acabada y sin aceras, vastas haciendas en la desolación del loglo, un medio de cultivo para una cultura de los medios de comunicación.
Los únicos que quedan en la ciudad son los vagabundos, que se alimentan de despojos; los inmigrantes, despedidos como metralla en la destrucción de las potencias asiáticas; los jóvenes bohos; y el clero tecnomediático del Gran Hong Kong de Mr. Lee. Jóvenes inteligentes como Da5id y Hiro, que se arriesgan a vivir en la ciudad porque les gusta el estímulo y saben que pueden hacerle frente.