A veces, para demostrar su hombría, los chavales de la edad aproximada de T.A. van al extremo oriental de Hollywood Hills, a Griffith Park, eligen una carretera que les guste, y simplemente conducen por ella. Salir de ahí indemne es muy parecido a las hazañas en un campo de batalla de High Plains; sólo con haber estado tan cerca del peligro ya eres más hombre.
Por definición, lo único que recorren son las calles que atraviesan la zona de lado a lado. Si estás conduciendo por Griffith Park en busca de un poco de diversión y ves un cartel de SIN SALIDA, sabes que es hora de dar marcha atrás con el Accord de papá y conducir así hasta casa, acelerando a todo lo que dé el velocímetro y si es posible, más.
Naturalmente, tan pronto entra en el parque siguiendo la ruta que le han indicado, se encuentra con un cartel de SIN SALIDA.
T.A. ha oído hablar de su destino, ya que no es la primera korreo que acepta un trabajo así. Se trata de un estrecho desfiladero, accesible sólo por una carretera, y en el fondo del desfiladero vive una nueva pandilla. Todo el mundo los llama los Falabalas, porque así es como se hablan entre sí. Tienen su propio lenguaje, que suena como balbuceos.
Ahora mismo, lo importante es no pensar en lo estúpido de la situación. Tomar la decisión correcta está, por lo que respecta a sus prioridades, a la misma altura que tomar la suficiente niacina y enviarle un mensaje de agradecimiento a la abuela por los bonitos pendientes de perlas. Lo único que importa es no volverse atrás.
Una fila de nidos de ametralladora señala la frontera talábala. A T.A. le parece un exceso, pero bueno, ella jamás ha estado en guerra con la Mafia. Se lo toma con calma, avanzando perezosamente hacia la barrera a unos quince kilómetros por hora. Si se va a acojonar y echarse a correr en algún momento, es ahora. Sostiene en alto un fax a color de RadiKS, con el logo del rábano cibernético, que proclama que está allí para hacer una recogida importante, de verdad. Con estos tíos no va a funcionar.
Pero funciona. Apartan un gran rollo retorcido de alambre de espinos, así, sin más, y ella se desliza al interior sin frenar. Y entonces comprende que todo irá bien. Esta gente está haciendo negocios, como todo el mundo.
No tiene que adentrarse demasiado en el desfiladero, gracias a Dios. Tuerce unas cuantas veces, hasta un sitio más o menos llano rodeado de árboles, y se encuentra lo que parece un manicomio al aire libre.
O un festival de la Iglesia de la Unificación, o algo así. Hay varias docenas de personas. Ninguna de ellas ha prestado últimamente mucha atención a su apariencia. Llevan los restos harapientos de lo que fue en tiempos ropa bastante digna. Media docena de ellos están de rodillas en el suelo, con las manos juntas, musitando a entidades invisibles.
En el portamaletas de un coche averiado han instalado una vieja terminal de ordenador recogida de la basura: una pantalla oscura y agrietada como si alguien le hubiese tirado una taza. Un hombre gordo con tirantes rojos que le cuelgan hasta las rodillas desliza las manos por el teclado, pulsando teclas al azar, balbuceando cosas incomprensibles en voz alta. Otros dos están tras él, mirando por encima de su hombro y alrededor de su cuerpo, y a veces tratan de entrometerse, pero él los aparta a empujones.
También hay un grupo de gente dando palmas, bamboleando el cuerpo y cantando «The Happy Wanderer». A voz en grito. T.A. no ha visto una alegría infantil semejante en la cara de nadie desde la primera vez que dejó que Atropello la desnudase. Pero es una clase distinta de alegría infantil, una que parece fuera de lugar en un grupo de treintañeros de pelo sucio.
Y luego está el tipo al que T.A. ha apodado Sumo Sacerdote. Viste una bata que en tiempos fue blanca, con el logotipo de alguna compañía del Área de la Bahía. Está recostado en la trasera de una camioneta desguazada, pero cuando T.A. entra en la zona se pone de pie de un salto y corre hacia ella de forma que resulta vagamente amenazadora. Pero en comparación con los otros parece un psicópata normal, saludable y hasta sano.
—Has venido a recoger una maleta, ¿verdad?
—He venido a recoger algo. No sé lo que es —aclara T.A. El hombre va hasta uno de los coches averiados, abre el capó y extrae un maletín de aluminio. Es exactamente igual que el que Chillón sacó del BMW la noche anterior.
—Aquí está tu paquete —dice, avanzando a grandes zancadas hacia T.A. Instintivamente, ella se echa atrás.
—Comprendo, comprendo —dice él—. No tengo una pinta demasiado tranquilizadora.
Pone el maletín en el suelo, apoya el pie encima y le da un empujón. Se desliza por el suelo y llega hasta T.A., tras rebotar en una piedra.
—Esta entrega no corre prisa —dice el hombre—. ¿Te gustaría quedarte un rato y beber algo? Tenemos refrescos.
—Me encantaría —se disculpa T.A.—, pero mi diabetes está fatal.
—Entonces quédate por aquí y disfruta de la hospitalidad de nuestra comunidad. Te contaremos muchas cosas estupendas. Cosas que podrían cambiar tu vida.
—¿No lo tiene por escrito? ¿Algún folleto para llevar?
—No, me temo que no. ¿Por qué no te quedas? Pareces muy agradable.
—Lo siento, tío, creo que me has confundido con una niña bien —dice T.A—. Gracias por el maletín. Me largo.
T.A. comienza a impulsarse con un pie, acelerando todo lo que puede. Camino de la salida pasa junto a una joven con la cabeza afeitada, ataviada con los restos sucios y harapientos de un Chanel de imitación. Al pasar, sonríe con la mirada perdida, alza una mano y saluda.
—Eh —dice—, ba ma zu na la amu pa go lu ne me a ba du.
—Hola —contesta T.A.
Un par de minutos más tarde arponea 1-5 arriba, en dirección al Valle. Está un poco asustada, va con retraso y se lo está tomando con calma. No puede quitarse «The Happy Wanderer» de la cabeza. La vuelve loca.
Un gran bulto negro no se separa de su lado. Sería un blanco tentador, tan grande y tan férreo, si fuese un poquito más rápido. Pero ella puede ir más deprisa que esa barcaza incluso cuando se lo toma con calma.
El cristal del conductor del coche negro desciende. Es el tipo de antes, Jason. Saca la cabeza por la ventanilla para mirarla, conduciendo a ciegas. Incluso a ochenta kilómetros por hora, el aire no logra encrespar su engominado corte de pelo a navaja.
Sonríe. Tiene una mirada implorante, como la que pone a veces Atropello. Señala a la parte posterior de su coche, insinuante.
Qué diablos. La última vez que arponeó a este tío la llevó exactamente adonde quería ir. T.A. se suelta del Acura al que se enganchó hace casi un kilómetro y salta al gordo Olds de Jason. Y Jason la saca de la autopista y la lleva hacia Victoria Boulevard, en dirección a Van Nuys, que es exactamente lo correcto.
Pero tras unos pocos kilómetros da un golpe de volante a la derecha y se detiene con un chirrido en el aparcamiento de un centro comercial abandonado, cosa que ya no es correcta. A esta hora, lo único que hay en el aparcamiento es un camión pesado, con el motor en marcha y HERMANOS SALDUCCI: MUDANZAS Y ALMACENAJE pintado en los laterales.
—Vamos —dice Jason, saliendo del Oldsmobile—. No pierdas tiempo.
—Que te jodan, cabrón —dice T.A., recogiendo cable y mirando hacia el bulevar con la esperanza de hallar algo de tráfico en dirección oeste. Sea lo que sea lo que este tipo tiene en mente, seguro que no es profesional.
—Jovencita —dice otra voz, más vieja y más fascinante—, no pasa nada si no te gusta Jason. Pero tu colega, Tío Enzo, te necesita.
Una puerta se ha abierto en la parte trasera del remolque. En ella hay un hombre trajeado de negro. A su espalda, el interior del remolque está brillantemente iluminado. Luces halógenas relucen tras el liso corte de pelo del hombre. Incluso con ese contraluz, T.A. sabe que es el hombre del ojo de cristal.
—¿Qué quieres? —pregunta T.A.
—Lo que quiero y lo que necesito son cosas distintas —dice mirándola de arriba abajo—. Ahora mismo estoy trabajando, lo que significa que lo que yo quiero no importa. Lo que necesito es que entres en el camión con tu monopatín y ese maletín. —Luego añade—: ¿Me he explicado bien? —Lo pregunta de forma casi retórica, como si supusiese que la respuesta es no.
—Lo dice en serio —aclara Jason, como si a T.A. le interesase su opinión.
—Así están las cosas —resume el hombre del ojo de cristal. En teoría T.A. debería ir de camino hacia la franquicia de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne. Si falla esta entrega significará que está traicionando a Dios, quien quizá exista o quizá no, pero en todo caso es capaz de perdonar. No cabe duda alguna de que la Mafia existe, y exige un grado de obediencia más estricto.
Le da la plancha y el maletín de aluminio al hombre del ojo de cristal y salta al interior del camión, sin hacer caso de la mano que él le tiende. El retrocede y se mira la mano a ver si tiene algo de malo. Cuando los pies de T.A. abandonan el suelo, el camión ya se está moviendo. Cuando la puerta se cierra tras ella, ya han salido al bulevar.
—Sólo tenemos que hacerle unas cuantas pruebas a tu paquete —le informa el hombre del ojo de cristal.
—¿No se le ha ocurrido la idea de presentarse? —lo pincha T.A.
—No —contesta—, la gente siempre se olvida de los nombres. Prefiero que pienses en mí como ese tipo, ¿comprendes?
T.A. no le hace mucho caso. Está estudiando el interior del camión.
El remolque consiste en una sola habitación alargada. T.A. ha entrado por el único acceso. En ese lado de la sala hay dos tipos de la Mafia, ganduleando como siempre.
Casi todo el espacio está ocupado por electrónica. Montones de electrónica.
—Sólo vamos a echar un vistazo con el ordenador —explica el hombre del ojo de cristal, pasándole el maletín a un informático. T.A. sabe que es informático porque lleva coleta, viste vaqueros y parece afable.
—Eh, si le pasa algo a eso la he cagado —protesta T.A. Intenta parecer dura y valiente, pero dadas las circunstancias no sirve de nada.
—Pero ¿te has creído que soy estúpido y encima gilipollas? —replica el hombre del ojo de cristal con algo parecido a la sorpresa—. Mierda, justo lo que necesito, tener que explicarle a Tío Enzo que permití que le volasen las rodillas a su joven amiguita.
—Es un procedimiento no invasivo —explica el informático con voz plácida y fluida.
Le da al maletín varias vueltas en las manos, simplemente para hacerse una idea. Luego lo inserta en un gran cilindro abierto por un extremo que reposa sobre una mesa. Las paredes del cilindro tienen varios centímetros de grosor. Parece que sobre él se esté formando escarcha. Gases misteriosos se escapan de su interior continuamente, como cucharaditas de leche vertidas sobre aguas turbulentas. Los gases se derraman sobre la mesa y caen al suelo, donde forman una pequeña alfombra de niebla que fluye y se arremolina alrededor de sus zapatos. En cuanto mete el maletín aparta la mano del frío.
Luego se pone un visor conectado al ordenador.
Y eso es todo. Permanece allí sentado unos minutos y ya está. T.A. no es experta en ordenadores, pero sabe que en algún lugar, en ese mismo instante, tras los armarios y puertas al fondo del camión, hay un ordenador muy grande haciendo un montón de cosas.
—Es como un escáner TAC —explica el hombre del ojo de cristal, con el mismo tono de voz sosegado que un periodista deportivo en un torneo de golf—. Pero lo lee todo, ¿sabes? —dice, haciendo girar las manos con impaciencia en amplios círculos que lo abarcan todo.
—¿Cuánto cuesta?
—No lo sé.
—¿Cómo se llama?
—En realidad aún no tiene nombre.
—Bueno, pues ¿quién lo fabrica?
—Nosotros hemos fabricado ese maldito trasto —dice el hombre del ojo de cristal—. A decir verdad, en las últimas semanas.
—¿Para qué?
—Haces demasiadas preguntas. Mira: Eres una chica mona. Vamos, eres la hostia. Un pimpollo. Pero no te vayas a pensar que eres muy importante todavía.
Todavía. Umm.