21

T.A. se teme que va a perder toda la tarde interpretando el papel de boñiga de rampa. La patinada por Harbor Freeway, que la lleva del centro de la ciudad a Compton, es cuesta arriba, pero las rampas de salida de este barrio se usan tan poco que en los baches hay amarantos de un metro de altura. Y desde luego no va a ir hasta Compton por su propio impulso. Quiere arponear algo grande y rápido.

No puede usar el viejo truco de pedir una pizza a su destino y arponear al repartidor cuando la sobrepase, porque ninguna cadena de pizzerías reparte en ese barrio. Por tanto, tendrá que quedarse parada en la rampa de salida, esperando horas y horas a que pase alguien. Una boñiga de rampa.

No tiene ningunas ganas de hacer esta entrega. Pero un concesionario de una franquicia se ha empeñado en que la haga. Se ha empeñado mucho. La cantidad de dinero que le ha ofrecido es tan alta que resulta absurdo. El paquete debe de estar repleto de alguna droga nueva muy intensa.

Pero aún es más raro lo que pasa a continuación. Viaja por Harbor Freeway, acercándose a la rampa por la que tiene que salir, tras haber arponeado un semirremolque que iba hacia el sur. A quinientos metros de la rampa, un Oldsmobile negro con marcas de balazos pasa junto a ella, señalando con el intermitente que va a girar a la derecha. Va a salir. Es demasiado bueno para ser cierto. Arponea el Oldsmobile.

Al descender la rampa tras este sedán flatulento le echa un vistazo al conductor en el retrovisor. Es el concesionario de la franquicia, el que le paga una cantidad absurda de dinero por hacer este trabajo.

Ahora T.A. le tiene más miedo al tipo ese que a Compton. Debe de ser un psicópata. Estará enamorado de ella. Seguro que es alguna retorcida y psicótica estratagema amorosa.

Pero ya es un poco tarde. Sigue con él, buscando una forma de salir de este abrasado y putrefacto barrio.

Se están acercando a una gran barricada de la Mafia de aspecto desagradable. Él pisa el acelerador, directo hacia la muerte. T.A. ve frente a ella su objetivo, la franquicia a la que se dirige. En el último momento, él gira bruscamente el volante y se detiene lateralmente con un chirrido.

No podría haber sido más servicial. Mientras le da ese último empuje, T.A. libera el arpón y patina a través del puesto de control a una velocidad razonable y segura. Cuando entra, los guardias mantienen sus armas apuntando hacia el cielo y vuelven la cabeza para mirarle el culo.

La franquicia de Nova Sicilia en Compton tiene un aspecto horrible. Es como una fiesta de Jóvenes Mafiosos. Esos mozalbetes son todavía más plastas que los del barclave exclusivo mormón Deseret. Los chicos visten prolijos trajes negros. Las chicas están imbuidas de insustancial feminidad. De hecho, las chicas no pueden pertenecer a los Jóvenes Mafiosos, sino a los Asistentes Femeninos, y servir macarrones en bandejas de plata. «Chicas» es un término demasiado refinado para esos organismos, demasiado elevado en la escala evolutiva. Ni siquiera son tías.

T.A. va demasiado deprisa, así que vuelve la plancha de lado con una patada, clava los frenos, se apoya en ellos y se detiene derrapando. Proyecta una nube de polvo y arena que mancha los lustrosos zapatos de varios Jóvenes Mafiosos que se arremolinan junto a la fachada, mordisqueando diminutos pastelillos italianos y haciéndose los adultos. La nube se condensa en las medias de lazos blancos de las prototías de los Jóvenes Mafiosos. T.A. cae del patín y parece recuperar el equilibrio en el último momento. Le da un pisotón con un solo pie al borde del patín y éste sale proyectado más de un metro en el aire, rotando velozmente sobre su eje longitudinal, hasta encajar en su axila, donde lo sujeta fuertemente con el brazo. Las púas de las intelirruedas se retraen de modo que las ruedas son apenas mayores que los ejes. Encaja el magnarpón en una ranura al efecto de la parte inferior de la plancha, y todo su equipo queda reducido a un paquete muy manejable.

—T.A. —dice—. Joven, rápida y femenina. ¿Dónde coño está Enzo? Los chicos deciden adoptar actitudes «maduras» con T.A. Los machos de esa edad se preocupan por bajarse los calzoncillos unos a otros y emborracharse hasta alcanzar el coma etílico, pero alrededor de una hembra se comportan como «maduros». Es hilarante. Uno de ellos se adelanta ligeramente, interponiéndose entre T.A. y la prototía más cercana.

—Bienvenida a Nova Sicilia —dice—. ¿Puedo ayudarla en algo? T.A. suspira profundamente. Es una mujer de negocios totalmente independiente y éstos intentan tratarla de igual a igual.

—¿Un tal Enzo que espera una entrega? Me muero de ganas de largarme de este barrio, ¿sabes?

—Ahora es un buen barrio —dice el JoMa—. Deberías quedarte un poco. Quizá aprendieses modales.

—Deberías surfear por Ventura en hora punta. Quizá aprendieses algo sobre tus propias limitaciones.

El JoMa se ríe como diciendo, vale, si es así como lo quieres.

—El hombre con quien quieres hablar está dentro —dice, señalando la puerta—. No estoy seguro de si él quiere hablar contigo o no.

—Prácticamente exigió que viniese yo —dice T.A.

—Ha cruzado el país para conocernos —explica el chico— y parece estar contento de nosotros.

Los otros JoMas murmuran y asienten, respaldando sus palabras.

—Entonces, ¿por qué estáis fuera? —pregunta T.A., y entra.

Dentro de la franquicia las cosas están llamativamente tranquilas. Está Tío Enzo, con la misma apariencia que en las fotografías, sólo que más grande de lo que T.A. se esperaba. Está sentado en un escritorio, jugando a cartas con otros tíos vestidos con trajes de sepulturero. Fuma un cigarrillo y acuna un café expreso. Parece que necesita estimularse.

Hay todo un sistema de soporte vital portátil para Tío Enzo. En otra mesa han puesto una cafetera exprés de viaje. Al lado hay un armario, cuyas puertas abiertas revelan una gran bolsa de papel de aluminio de Descafeinado Tostado Italiano y una caja de puros habanos. También hay una gárgola en una esquina, conectado a un portátil más grande de lo normal, murmurando para sí.

T.A. levanta el brazo dejando que el patín le caiga en la mano. Lo deja sobre una mesa vacía y se acerca a Tío Enzo, descolgándose el paquete del hombro.

—Por favor, Gino —dice Tío Enzo, señalando el paquete con un gesto. Gino se adelanta y lo recoge de manos de T.A.

—Necesito su firma aquí —dice T.A. Por alguna razón no le sale llamarlo «colega» ni «tío».

Gino la ha distraído un momento. De repente Tío Enzo se acerca mucho a ella y le toma la mano derecha con la izquierda. Sus guantes de korreo tienen una abertura en el dorso de la mano, justo del tamaño adecuado para unos labios. Besa la mano de T.A. Es un beso cálido y húmedo. No es baboso y vulgar, ni tampoco aséptico y frío. Interesante. Al tipo le sobra confianza. Dios, qué elegante. Bonitos labios, firmes y musculares, no blandos e hinchados como los de los quinceañeros. Tío Enzo despide un olor casi imperceptible a cítricos y tabaco viejo. Para olerlo claramente habría que estar muy cerca de él. La mira desde lo alto, ahora ya a una distancia respetable, con sus arrugados ojos de anciano lanzando destellos.

Parece bastante agradable.

—No sabes cuántas ganas tenía de conocerte, T.A.—dice él.

—Hola —saluda T.A. La voz le ha salido más aguda de lo que le gustaría, así que añade—: ¿Qué coño hay en la bolsa que sea tan valioso?

—Absolutamente nada —explica Tío Enzo. Su sonrisa no es presumida, sino más bien avergonzada, como si pensase qué forma más complicada de conocer a alguien—. Todo es cuestión de imagen —dice, restándole importancia con un gesto—. No hay muchas formas en que un hombre como yo pueda conocer a una joven como tú que no produzcan imágenes incorrectas en el público. Es una estupidez, pero nosotros nos fijamos en esas cosas.

—¿Y para qué quería conocerme? ¿Quiere que entregue algo?

Todos los presentes se echan a reír.

El sonido sorprende un poco a T.A., le recuerda que está actuando frente a un público. Durante un instante sus ojos se apartan de Tío Enzo.

Él se da cuenta. Su sonrisa se estrecha infinitesimalmente, y duda por un instante. En ese momento, todos los demás tipos de la habitación se levantan y se dirigen hacia la salida.

—Quizá no me creas —dice Tío Enzo—, pero sólo quería darte las gracias por entregar esa pizza hace unas cuantas semanas.

—¿Y por qué no iba a creerlo? —dice T.A., sorprendida de oírse a sí misma decir algo suave y agradable.

—Estoy seguro de que precisamente tú —dice Tío Enzo, sorprendido también— eres muy capaz de imaginar alguna razón.

—Por cierto —replica T.A.—, ¿qué tal se lo pasa con los Jóvenes Mafiosos?

Tío Enzo le lanza una mirada que dice: cuidado, hija. Tras un instante de miedo, T.A. se echa a reír, porque comprende que es una broma; le está tomando el pelo. Tío Enzo sonríe, dando a entender que no hay problema en que se ría.

T.A. no recuerda cuándo fue la última vez que tuvo una conversación tan intensa. ¿Por qué no es toda la gente como Tío Enzo?

—Veamos —dice él, mirando al techo y buscando en sus bancos de memoria—. Sé unas cuantas cosas acerca de ti. Que tienes quince años, y que vives con tu madre, en un barclave del Valle.

—Yo también sé unas cuantas cosas sobre usted —arriesga T.A.

—No tantas como crees, te lo aseguro —bromea Tío Enzo—. Dime, ¿qué piensa tu madre sobre tu profesión?

Qué amable por su parte usar la palabra «profesión».

—No es totalmente consciente de ella… o no quiere saberlo.

—Creo que te equivocas —dice Tío Enzo jovial, sin pretender resultar cortante—. Quizá te sorprendiese saber lo bien informada que está. Al menos, ésa suele ser mi experiencia. ¿Cómo se gana la vida tu madre?

—Trabaja para los federales.

—Y su hija reparte pizzas para Nova Sicilia —dice Tío Enzo, que al parecer lo encuentra terriblemente divertido—. ¿Y qué hace para los Feds exactamente?

—Algo que no puede contarme por si acaso yo lo suelto por ahí. Le hacen montones de pruebas con el polígrafo.

—Sí —dice Tío Enzo, que parece comprenderlo muy bien—, muchos trabajos con los Feds son así. Se produce un silencio.

—Me asusta —suelta T.A.

—¿Que trabaje para los Feds?

—Las pruebas de polígrafo. Le ponen una cosa en el brazo, para medir la presión sanguínea.

—Un esfigmógrafo —precisa Tío Enzo.

—Le deja una magulladura en el brazo. La verdad es que me preocupa.

—Es lógico que te preocupe.

—Y la casa está llena de micrófonos, así que cuando estoy en casa, haga lo que haga lo más probable es que haya alguien escuchándome.

—Bueno, comparto ese sentimiento —bromea Tío Enzo. Ambos ríen.

—Voy a preguntarte una cosa que siempre he querido preguntar a un korreo —dice Tío Enzo—. A menudo os veo desde mi limusina; de hecho, si me arponea un korreo siempre le pido a Peter, mi conductor, que no le cause problemas. La pregunta es: Vais cubiertos de la cabeza a los pies con un acolchado protector. Entonces, ¿por qué no usáis casco?

—El traje tiene un airbag cervical que se dispara si te caes del patín, para proteger la cabeza. Además, los cascos son incómodos. Dicen que no bloquean la audición, pero sí lo hacen.

—Y en tu trabajo se usa mucho el oído, ¿no es así?

—Sí, y tanto.

—Justo lo que sospechaba —asiente Tío Enzo—. Nosotros, los chicos de mi unidad, pensábamos lo mismo en Vietnam.

—Había oído que usted estuvo en Vietnam, pero… —T.A. se detiene, detectando peligro.

—Creías que era propaganda. No. Estuve allí. Podría haberme librado, pero me presenté voluntario.

—¿Se presentó voluntario para ir a Vietnam?

—Sí —ríe Tío Enzo—. El único chico de mi familia que lo hizo.

—¿Por qué?

—Pensé que sería más seguro que Brookiyn, T.A. se ríe.

—Es un chiste malo. Me alisté porque mi padre no quería. Y yo deseaba fastidiarlo.

—¿En serio?

—Y tanto. Me pasé años y años buscando formas de fastidiarlo. Salí con chicas negras. Me dejé el pelo largo. Fumé marihuana. El triunfo, mi logro definitivo, incluso mejor que perforarme la oreja, fue presentarme voluntario para Vietnam. Pero ya entonces tuve que tomar medidas extraordinarias.

Los ojos de T.A. saltan de uno de los carnosos lóbulos de Tío Enzo al otro. En el izquierdo se detecta apenas una pequeña depresión con forma de rombo.

—¿A qué se refiere con «medidas extraordinarias»?

—Todo el mundo sabía quién era yo. Esas cosas se saben. Si me hubiese alistado en el ejército regular me habría quedado en los Estados Unidos, rellenando formularios; quizá incluso en Fort Hamilton, ahí mismo, en Bensonhurst. Para impedirlo me presenté a las Fuerzas Especiales e hice todo lo posible para que me asignasen a una unidad en el frente. —Se ríe—. Y funcionó. Pero me estoy yendo por las ramas como un viejo. Quería decirte algo sobre los cascos.

—Ah, cierto.

—Nuestro trabajo era atravesar la selva causándole problemas a unos escurridizos caballeros que llevaban armas más grandes que ellos mismos. Tipos sigilosos. Dependíamos del oído, igual que tú. Y, ¿sabes una cosa? Nunca llevábamos casco.

—¿Por la misma razón?

—Exacto. Aunque no cubrían las orejas, de algún modo afectaban al sentido del oído. Sigo creyendo que le debo mi vida a haber ido con la cabeza descubierta.

—Qué guay. Es muy interesante.

—Creía que a estas alturas ese tipo de problemas estaría resuelto.

—Sí —añade T.A.—, supongo que hay cosas que no cambian nunca. Tío Enzo estalla en carcajadas, riéndose de buena gana. Normalmente T.A. encuentra muy molesta esa risa, pero Tío Enzo parece estar pasándoselo muy bien, no burlándose de ella.

T.A. desearía preguntarle cómo pasó de la rebelión definitiva a dirigir el cotarro familiar. No lo hace, pero Tío Enzo parece notar que ése es el siguiente paso natural de la conversación.

—A veces me pregunto quién continuará con mi trabajo —dice—. Oh, no es que no haya gente excelente en la siguiente generación. Pero después… bueno, no sé. Imagino que todos los viejos sienten que el mundo se está acabando.

—Tiene usted millones de esos Jóvenes Mafiosos —recuerda T.A.

—Destinados a llevar chaquetas y mover papeles en los suburbios. Tú no los respetas mucho, T.A., porque eres joven y arrogante. Pero yo tampoco los respeto mucho, porque soy viejo y sabio.

Viniendo de Tío Enzo resulta chocante, pero a T.A. no le choca. Le parece un comentario razonable de su razonable colega, Tío Enzo.

—Ninguno de ellos se presentaría voluntario a que le volasen las piernas en la jungla, simplemente para fastidiar a su viejo. Les falta carácter. Son exánimes, perdedores.

—Qué triste —dice T.A. Parece mejor decir eso que meterse con ellos, como habría sido su primer impulso.

—Bueno —dice Tío Enzo. Es el tipo de «bueno» que da comienzo al final de una conversación—. Pensaba enviarte unas rosas, pero no creo que te interesen mucho, ¿verdad?

—Oh, no me importaría —contesta T.A., sonando patéticamente poco creíble incluso a sus propios oídos.

—Ya que somos camaradas de armas, tengo algo mejor —dice él. Se afloja la corbata y el cuello de la camisa, busca bajo la camiseta y saca una cadena de acero de muy mala calidad de la que cuelgan un par de chapas plateadas con algo grabado—. Son mis viejas chapas de identificación —explica—. Las he llevado encima durante años, simplemente porque sí. Me alegraría que ahora las llevaras tú.

Intentando que no le tiemblen las rodillas, se pone las chapas de identificación, que quedan colgando sobre su mono.

—Mejor póntelas dentro —sugiere Tío Enzo. Ella las deja caer en el sitio secreto entre sus pechos. Aún mantienen el calor de Tío Enzo.

—Gracias.

—No te las tomes demasiado en serio —dice Tío Enzo—, pero si alguna vez te metes en líos y le enseñas las chapas a quien te esté causando problemas, es probable que las cosas tomen rápidamente otro cariz.

—Gracias, Tío Enzo.

—Cuídate. Y pórtate bien con tu madre. Ella te quiere.