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Jason Breckinridge viste una chaqueta de color ladrillo. Es el color de Sicilia. Jason Breckinridge jamás ha estado en Sicilia. Quizá vaya algún día, como premio. Para ganar el viaje gratis a Sicilia, Jason tiene que acumular 10.000 Puntos Goombata.

Ha comenzado desde una posición favorable. Por abrir su propia franquicia de Nova Sicilia, empezó automáticamente con 3.333 puntos en el banco de Puntos Goombata. Si a eso le añades el Bono de Ciudadanía no repetible de 500 puntos, el total empieza a tener muy buen aspecto. Esa cantidad está almacenada en Brookiyn, en un gran ordenador.

Jason se crio en las barriadas al oeste de Chicago, una de las regiones con más franquicias de todo el país. Asistió a la facultad de Empresariales de la Universidad de Illinois, sacando una nota media de 2,9567, y su tesis se tituló «La interacción de las dimensiones etnográfica, financiera y paramilitar de la competencia en ciertos mercados». Era un estudio sobre las luchas territoriales entre las franquicias de Nova Sicilia y Narcolombia en su antiguo barrio de Aurora.

Enrique Cortázar dirigía la arruinada franquicia narcolombiana en la cual Jason había basado sus argumentos. Lo había entrevistado varias veces por teléfono, brevemente, pero jamás había visto al señor Cortázar cara a cara.

El señor Cortázar celebró la licenciatura de Jason lanzándole una bomba incendiaria a la furgoneta Omni Horizon de los Breckinridge en un aparcamiento y luego disparando once cargadores de munición de rifle a través de la pared frontal de su casa.

Por suerte, el señor Caruso, director de la cadena local de fransulados de Nova Sicilia que estaba echando del negocio a Enrique Cortázar, se enteró de esos ataques antes de que se produjesen, probablemente interceptando información de la red de teléfonos móviles y radios CB del señor Cortázar, cuya seguridad era nefasta. Consiguió avisar a tiempo a la familia de Jason, así que cuando todas esas balas atravesaron su casa en mitad de la noche, ellos estaban bebiendo champán y disfrutando de la hospitalidad de una Vieja Posada Siciliana ocho kilómetros más abajo por la Autopista 96.

Naturalmente, cuando la facultad celebró la feria de trabajo de fin de curso, Jason se aseguró de pasar por la caseta de Nova Sicilia para darle las gracias al señor Caruso por salvar a su familia de una muerte segura.

—Bueno, ya sabes, se trataba de, digamos, ser buenos vecinos, ¿me entiendes, Jasie, chico? —contestó el señor Caruso, dándole una palmada entre los hombros y estrujándole los deltoides, grandes como melones. Jason ya no tomaba tantos esferoides como cuando tenía quince años, pero seguía estando en buena forma.

El señor Caruso procedía de Nueva York, y la suya era una de las casetas más populares de la feria. Esta se celebraba en un enorme recinto ferial de la Unión. El recinto había sido segmentado formando una cuadrícula de calles imaginarias. Dos «autopistas» la dividían en cuadrantes, y todas las empresas de franquicias y las nacionalidades tenían sus pabellones a lo largo de las mismas. Los barclaves y otras compañías tenían los pabellones ocultos entre las «calles» del interior de los cuadrantes. La caseta de Nova Sicilia del señor Caruso estaba justo en la intersección de las dos autopistas. Docenas de achaparrados licenciados de la Facultad de Empresariales hacían cola a la espera de una entrevista, pero el señor Caruso se fijó en que Jason estaba en la fila y fue hasta él y lo sacó de ella agarrándolo por los deltoides. Los otros licenciados clavaron la vista en Jason con envidia; eso le hizo sentirse bien, como si fuese alguien especial. Esa era la sensación que le daba Nova Sicilia: atención personalizada.

—Bueno, pensaba hacer la entrevista aquí, por supuesto, y también en el Gran Hong Kong de Mr. Lee, porque estoy muy interesado en la alta tecnología —explicó Jason, en respuesta a las paternales preguntas del señor Caruso.

El señor Caruso le dio un apretón especialmente fuerte.

—¿Hong Kong? —se extrañó. Su voz sugería que estaba sorprendido y algo dolido, pero que eso no influía negativamente en su apreciación de Jason, o al menos aún no—. ¿Para qué iba a meterse un chico blanco y listo como tú en un puñetero negocio japo?

—Bueno, en realidad no son japos, es decir, japoneses —argumentó Jason—. Hong Kong es sobre todo cantones…

—En el fondo todos son japos —interrumpió el señor Caruso—, y ¿sabes por qué lo digo? No porque yo sea un cabrón racista, que no lo soy, sino porque para ellos, ya sabes, para los japos, todos somos diablos extranjeros. Así es como nos llaman: diablos extranjeros. ¿Qué te parece?

Jason soltó una risita cómplice.

—Con todo lo que hemos hecho por ellos —continuó—. Pero aquí, Jasie, en América, todos somos diablos extranjeros, ¿no es así? Todos vinimos de otro sitio, excepto los putos indios. ¿No pensarás entrevistarte con la Nación Lakota, verdad?

—No, señor Caruso —dijo Jason.

—Estoy de acuerdo, haces muy bien. Pero me estoy despistando de lo que quiero decir, que es que, puesto que todos tenemos nuestras propias identidades étnicas y culturales, tenemos que trabajar con una organización que respete y busque preservar esas identidades distintivas, fusionándolas en un todo operativo, ¿entiendes?

—Sí, ya veo lo que quiere decir, señor Caruso —asiente Jason. Para ese momento, el señor Caruso lo había apartado un poco y lo estaba guiando por una metafórica Autopista de Oportunidades.

—Entonces, ¿se te ocurre alguna empresa que encaje en esa descripción, Jasie?

—Bueno…

—Desde luego el puñetero Hong Kong no. Eso es para blancos que quieren ser japos y no pueden, ¿no lo sabías? Y tú no quieres ser un japo, ¿verdad que no?

—Ja, ja. No, señor Caruso.

—¿Sabes lo que me han contado? —El señor Caruso soltó a Jason y se volvió hacia él, parando muy cerca, pecho contra pecho, de forma que al gesticular su cigarro silbaba junto a la oreja de Jason como una flecha ardiente. La charla se había vuelto confidencial, una pequeña anécdota compartida por los dos hombres—. Dicen que en Japón, si la cagas, tienes que cortarte un dedo. Clak. Así de fácil. Te lo prometo. ¿No te lo crees?

—Claro que lo creo, señor Caruso. Pero no todos los japoneses, señor, sólo los yakuza. La Mafia japonesa.

El señor Caruso se rio de buena gana, y nuevamente rodeó los hombros de Jason con el brazo.

—¿Sabes una cosa, Jason? Me gustas, me caes francamente bien —le dijo—. La Mafia japonesa. ¿Alguna vez has oído llamar a nuestra cosa «Los yakuza sicilianos»? ¿Eh?

—No, señor —rio Jason.

—¿Y sabes por qué? ¿Lo sabes? —El señor Caruso había llegado a la parte seria, la parte significativa de la conversación.

—¿Por qué, señor?

El señor Caruso hizo girar a Jason hasta que ambos estuvieron mirando autopista abajo, a la alta efigie de Tío Enzo, que dominaba la intersección como la Estatua de la Libertad.

—Porque es única, hijo. Única. Y tú podrías formar parte de ella.

—Pero hay tanta competencia…

—¿Qué? ¡Ridículo! ¡Tu media es de casi tres puntos, hijo! ¡No habrá quien se cruce en tu camino!

El señor Caruso, como los dueños de otras franquicias, tenía acceso a la ParceINet, el servicio de catalogación múltiple que usaba Nova Sicilia para estar al tanto de lo que llamaba «áreas de oportunidad». Llevó a Jason al pabellón, justo por delante de todos esos pobres capullos de la cola, cosa que a Jason le encantó, y se conectó a la red. Lo único que tenía que hacer Jason era elegir una zona.

—Un tío mío tiene un concesionario de automóviles en el sur de California —dijo Jason—, y sé que es una zona en rápida expansión…

—¡Hay muchos sitios adecuados! —saltó el señor Caruso, pulsando teclas con un floreo. Giró el monitor para encararlo a Jason y mostrarle un mapa del área de Los Ángeles salpicada de brillantes manchas rojas que representaban sectores sin ocupar—. ¡Elige el que más te guste, Jasie!

Ahora Jason Breckinridge es gerente de Nova Sicilia núm. 5328, en el Valle. Todas las mañanas se pone su elegante chaqueta color ladrillo y conduce su Oldsmobile hasta el trabajo. Muchos jóvenes emprendedores conducirían BMW o Acura, pero la organización de la cual Jason forma parte hace hincapié en la tradición y los valores familiares y no ve con buenos ojos las ostentosas importaciones extranjeras: «Si un coche norteamericano es lo bastante bueno para Tío Enzo…».

La chaqueta de Jason tiene bordado el logotipo de la Mafia en el bolsillo. El logo tiene una «G» imbricada, que significa Gambino, el departamento que gestiona las cuentas de la cuenca de L.A. Debajo está escrito su nombre: «Jason (Bomba de hierro) Breckinridge». Es el apodo que el señor Caruso y él inventaron el año pasado durante la feria de Illinois. Todo el mundo tiene que tener un sobrenombre, es una tradición y una señal de orgullo, y les gusta que elijas uno que diga algo sobre ti.

Como gerente de una oficina local, el trabajo de Jason es repartir tareas entre los contratistas de la zona. Todas las mañanas aparca su Oldsmobile delante de la oficina y entra, apresurándose a cruzar la puerta blindada para frustrar a los posibles francotiradores narcolombianos. Eso no les impide disparar ocasionalmente al gran Tío Enzo que se eleva sobre la franquicia, pero esos carteles soportan un maltrato increíble antes de empezar a parecer gastados.

Una vez seguro en el interior, Jason se conecta con la ParceINet. Un listado de trabajos pendientes aparece automáticamente en la pantalla. Lo único que tiene que hacer Jason es encontrar contratistas para esos trabajos antes de irse a casa por la noche, o de lo contrario encargarse personalmente de ellos. De una forma u otra tienen que hacerse. Gran parte de los trabajos son envíos, que él redistribuye hacia los korreos. Luego están los cobros de los prestatarios insolventes y de las franquicias que han contratado la seguridad de sus instalaciones a Nova Sicilia. Si es un primer aviso, a Jason le gusta acudir él mismo, para mostrar el estandarte, para hacer énfasis en que su organización adopta un enfoque personal, cara a cara, comprometido, de microgestión, en los asuntos relacionados con el cobro de deudas. Si es un segundo o tercer aviso, normalmente contrata a Camorristas Internacional, una agencia de cobros muy conocida cuyo trabajo siempre ha sido satisfactorio. Y de vez en cuando hay un Código H. Jason odia los Códigos H, le parecen síntomas de una crisis en el sistema de confianza mutua que permite que la sociedad funcione. Pero en general los Códigos H se solucionan a escala regional, y lo único que tiene que hacer Jason es encargarse de las repercusiones que pueda haber y de dejarlo todo bien atado.

Esta mañana Jason se siente especialmente bien; su Oldsmobile está recién encerado y pulido. Antes de entrar recoge del suelo del aparcamiento un par de envoltorios de hamburguesas, y al diablo los francotiradores. Ha oído el rumor de que Tío Enzo está en la zona, y nunca se sabe cuándo va a meter su flota de limusinas y camionetas militares en una franquicia del barrio para echar un vistazo y estrechar la mano de la tropa. Sí, hoy Jason va a trabajar hasta muy tarde, aguantando hasta que reciba el aviso de que el avión de Tío Enzo ha abandonado la zona sin contratiempos.

Se conecta con ParceINet. Como siempre, aparece una lista de trabajos pendientes, no muy larga. La actividad entre franquicias es baja hoy, ya que sus gerentes estarán ocupados preparándose, inspeccionándolo todo y teniéndolo impecable ante una posible visita de Tío Enzo. Pero uno de los trabajos aparece listado en letras rojas: prioritario.

Los trabajos prioritarios son algo atípico, un síntoma de baja moral y de descuido generalizado. Todos los trabajos deberían ser prioritarios. Pero muy de vez en cuando hay algo que no puede retrasarse ni fallar. Un gerente local como Jason no puede ordenar un trabajo prioritario; viene de un escalón más alto.

Por lo común, un trabajo prioritario es un Código H, pero Jason nota con alivio que éste envío es sencillo. Ciertos documentos deben ser llevados en persona desde su oficina a Nova Sicilia núm. 4649, al sur de la ciudad.

Muy al sur. Compton. Zona de guerra, baluarte durante mucho tiempo de los pistoleros narcolombianos y los rastafaris.

Compton. ¿Para qué coño necesita una oficina de Compton una copia firmada de sus registros financieros? Más les valdría dedicar su tiempo a hacerle Códigos H a la competencia que tienen por ahí.

De hecho, en un barrio de Compton hay un grupo muy activo de Jóvenes Mañosos que acaba de lograr expulsar a los narcolombianos y ha convertido todo el barrio en un área sometida a Vigilancia Mañosa. Las ancianitas vuelven a pasear por la calle. Los niños esperan a los autobuses y juegan a rayuela en aceras que poco antes estaban manchadas de sangre. Es un hermoso ejemplo; si puede hacerse en ese barrio, puede hacerse en cualquier parte.

De hecho, el propio Tío Enzo va a ir a felicitarlos en persona.

Y la número 4649 va a ser su cuartel general provisional.

Las implicaciones son abrumadoras.

¡A Jason le han asignado el trabajo prioritario de entregar sus registros en la mismísima franquicia en la que Tío Enzo se va a tomar su café expreso esta tarde!

Tío Enzo se interesa por él.

El señor Caruso dijo que tenía contactos muy arriba, pero ¿realmente tan arriba?

Jason se reclina en su sillón giratorio color tierra a juego, sopesando la de repente muy creíble idea de que, en pocos días, quizá sea director de una región entera, o aún más.

Una cosa está clara: este envío no puede confiarse a ningún korreo, a un macarra con monopatín. Jason va a desplazar personalmente su Oldsmobile hasta Compton para entregarlo.