Los teloneros, Trauma de Fuerza Bruta, comienzan a tocar a las nueve de la noche. Con su primer acorde, toda una pila de altavoces baratos alquilados se cortocircuita; los cables proyectan chispas al aire, enviando un arco de caos a través de la masa de patinadores. Los sistemas electrónicos del camión de sonido aíslan el circuito averiado y lo desconectan antes de que nada ni nadie salga dañado. Trauma de Fuerza Bruta tocan una especie de reggae acelerado fuertemente influido por las ideas antitecnológicas de los Desastres Nucleares.
Esos tíos tocarán una hora, más o menos, a la que seguirán unas cuantas horas de Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares. Y si Sushi K aparece, lo invitarán a que se haga con el micro.
Por si acaso realmente le da por aparecer, Hiro se aleja del delirante centro de la multitud y comienza a orbitar arriba y abajo, recorriendo el borde de la masa de gente. T.A. está ahí, en alguna parte, pero no tiene sentido intentar localizarla; y además, se sentiría avergonzada de que la viesen con un anciano como Hiro.
Ahora que el concierto ya está en marcha, se automantiene. Hiro ya no tiene nada que hacer. Además, las cosas interesantes siempre ocurren en los límites (transiciones), no en el centro donde todo es uniforme. Quizá esté pasando algo en el borde del gentío, allá donde las luces se funden con las sombras del viaducto.
La gente de los márgenes parece lo que uno esperaría encontrar en el lado incorrecto de un viaducto de Los Angeles en mitad de la noche. Hay una gran barriada de chabolas ocupada por gentes del Tercer Mundo sin trabajo, así como unos cuantos habitantes esquizofrénicos del Primer Mundo que redujeron sus cerebros a cenizas hace mucho tiempo al calor radiante de sus propias fantasías. Muchos de ellos han abandonado sus contenedores y neveras volcados para acercarse de puntillas a la multitud y espiar el ruido y la luz. Algunos tienen un aspecto soñoliento y amedrentado, y otros, robustos hombres latinos, parecen divertidos por todo el asunto, mientras se pasan cigarrillos y agitan la cabeza con incredulidad.
Es territorio de los Tullís. Los Tullís querían encargarse de la seguridad, pero Hiro, un estudiante de Altamont, decidió correr el riesgo de desairarlos y contrató a los Garantes.
Por eso cada pocos metros hay un tipo grande y erguido, con una cazadora de color verde ácido con la palabra GARANTE en la espalda. Muy conspicuo, como les gusta a ellos; pero se trata de electropigmentos, así que, si surgen problemas, esos tíos pueden cubrirse de negro con sólo girar un interruptor de la solapa. Y para protegerse de las balas les basta con abrocharse las cazadoras hasta arriba. Por el momento es una noche cálida y casi todos llevan el uniforme abierto para refrescarse con la brisa. Unos cuantos dan vueltas, pero casi todos están atentos, manteniendo la vista sobre la multitud y no sobre el grupo.
Al ver a tantos soldados, Hiro busca al general y pronto lo localiza: un tipo negro, pequeño y fornido, como un menudo levantador de pesas. Viste el mismo tipo de cazadora que los otros, pero debajo lleva una capa extra de tejido antibalas, y colgado de ella un buen surtido de equipo de comunicaciones y pequeños e ingeniosos dispositivos para hacer daño a la gente. Trota de aquí para allá, girando la cabeza de un lado a otro, mascullando rápidas ráfagas en un micrófono como un árbitro de fútbol americano en el banquillo.
Hiro advierte un hombre alto, de treinta y muchos, con una distinguida barba de chivo, vestido con un precioso traje gris carbón. A treinta metros se puede ver el centelleo de los diamantes de su alfiler de corbata. Hiro sabe que si se acerca, entre esos diamantes podrá leer la palabra Tullís deletreada con zafiros azules. Lleva su propio destacamento de seguridad, media docena de tipos trajeados. Aunque no están a cargo de la seguridad, no han podido resistirse a enviar una delegación simbólica para mostrar los colores.
Hay un detalle que lleva diez minutos llamando la atención de Hiro, en el borde de su consciencia: la luz del láser tiene cierto tipo de intensidad, una pureza molecular que refleja sus orígenes. Tus ojos lo perciben, de algún modo saben que no es natural. Destaca en cualquier parte, pero sobre todo en un sucio viaducto en mitad de la noche. Hiro no deja de ver relámpagos de láser en su visión periférica, y atisba en busca de su fuente. Resulta obvio para él, pero nadie más parece darse cuenta.
Alguien, en alguna parte de este viaducto, está proyectando un láser sobre el rostro de Hiro.
Resulta enojoso. Con disimulo, cambia de rumbo ligeramente, y deambula hacia un punto situado a favor del viento respecto de una hoguera que arde en un bidón metálico. Ahora está en medio de un penacho de humo disperso que puede oler pero no ver claramente.
Pero la siguiente vez que el láser choca contra su cara, se dispersa en un millón de minúsculas partículas de ceniza y se muestra como una pura línea geométrica en el espacio, que apunta directamente a su origen.
Es una gárgola, parado en la penumbra junto a una chabola. Por si acaso no destaca lo suficiente, lleva un traje. Hiro se dirige hacia él.
Las gárgolas representan la vertiente incómoda de la Corporación Central de Inteligencia. En vez de portátiles, llevan los ordenadores en el cuerpo, divididos en varios módulos colgados de la cintura, de la espalda, de los auriculares. Sirven como dispositivos de vigilancia humanos, grabando todo lo que ocurre a su alrededor. No hay nada que tenga una apariencia más estúpida; esas vestimentas son el equivalente moderno de las fundas para las reglas de cálculo o de las bolsas para colgar la calculadora del cinto: marcan a quienes los usan como pertenecientes a una clase que está a la vez por encima y muy lejos de la sociedad humana. Para Hiro representan una ventaja porque encarnan el peor estereotipo del cazadatos de la CCI. Atraen sobre sí toda la atención. La recompensa de este ostracismo autoimpuesto es que puedes estar conectado al Metaverso a todas horas, y recoger intel en todo momento.
El alto mando de la CCI no soporta a esos tíos porque descargan asombrosas cantidades de información inservible en la base de datos, con la esperanza improbable de que algo de todo ello acabe resultando útil. Es como apuntarse el número de todos los automóviles que te cruzas por la mañana de camino al trabajo, por si acaso alguno de ellos se ve envuelto en un accidente y se da a la fuga. Ni siquiera las bases de datos de la CCI pueden dar cabida más que a una cantidad limitada de basura, así que normalmente a las gárgolas las echan de la CCI al poco tiempo.
A éste no lo han echado aún. Y a juzgar por su equipo, que es bastante caro, lleva tiempo en el negocio, así que debe de ser bueno.
Y en ese caso, ¿qué hace dando vueltas por aquí?
—Hiro Protagonist —dice la gárgola cuando Hiro se reúne con él en la oscuridad junto a la chabola—. Cazadatos de la CCI durante once meses. Especializado en la Industria. Antiguo hacker, guardia de seguridad, repartidor de pizzas y promotor de conciertos. —Lo suelta como si no quisiera que Hiro malgastase su tiempo recitando un montón de datos conocidos.
El láser que ha estado incordiando a Hiro procedía del ordenador de este tipo, proyectado por un dispositivo periférico situado sobre su visor, en medio de la frente. Un escáner retinal de largo alcance. Si te vuelves hacia él con los ojos abiertos, el láser se dispara, penetra tu iris, el más delicado de los esfínteres, y explora tu retina. El resultado se envía a la CCI, que tiene una base de datos de varios millones de imágenes de retinas. En pocos segundos, si ya estás en la base de datos, el propietario averigua quién eres. Si no estabas en la base de datos, bueno, ahora ya estás.
Claro que el usuario necesita tener privilegios de acceso. Y una vez averigua tu identidad, necesita aún más privilegios para acceder a tu información personal. Al parecer este tipo tiene un montón de privilegios de acceso. Muchos más que Hiro.
—Me llamo Lagos —dice la gárgola.
Así que se trata de él. Hiro sopesa la idea de preguntarle qué hace aquí. Le encantaría llevárselo a tomar una copa, charlar con él sobre la programación del Bibliotecario. Pero está cabreado. Lagos está siendo grosero con él; las gárgolas son groseras por definición.
—¿Está aquí por el asunto de Cuervo? ¿O por ese chivatazo sobre el fuzz-grunge en el que lleva trabajando los últimos, eh, treinta y seis días, aproximadamente? —pregunta Lagos.
Conversar con una gárgola no es entretenido. Nunca terminan las frases. Circulan a la deriva en un mundo dibujado con láser, escaneando retinas en todas direcciones, realizando comprobaciones a fondo de todo el que se acerque a menos de mil metros, viéndolo todo simultáneamente bajo la luz visible, infrarroja, radar de onda milimétrica y ultrasonidos. Crees que están hablando contigo, pero en realidad están absortos con el historial crediticio de algún desconocido que está al otro lado de la habitación, o identificando las marcas y modelos de los aviones que lo sobrevuelan. Quizá Lagos esté en ese momento midiendo la longitud de la polla de Hiro a través de los pantalones mientras simulan tener una conversación.
—Usted es el que colabora con Juanita, ¿verdad? —pregunta Hiro.
—O ella colabora conmigo. O algo así.
—Me dijo que quería que nos conociésemos. Durante unos instantes, Lagos se queda inmóvil. Está registrando más datos. Hiro siente el impulso de echarle por la cabeza un cubo de agua.
—Tiene sentido —dice finalmente—. No hay nadie que sepa más del Metaverso. Un hacker independiente… Justo lo adecuado.
—Adecuado, ¿para qué? Ya nadie necesita hackers independientes.
—Los hackers corporativos de las cadenas de montaje son terreno abonado para la infección. Caerán a millares, como el ejército de Senaquerib frente a los muros de Jerusalén —dice Lagos.
—¿Senaquerib? ¿De qué infección habla?
—Y además sabe defenderse en la Realidad; eso le será útil si llega a enfrentarse con Cuervo. Recuerde que sus cuchillos tienen el filo de una molécula. Atraviesan un traje antibalas como si fuese lencería.
—¿Cuervo?
—Probablemente lo vea esta noche. No tontee con él.
—De acuerdo —dice Hiro—. Lo buscaré.
—No he dicho eso —aclara Lagos—. He dicho que no tontee con él.
—¿Por qué no?
—El mundo es un sitio peligroso —dice Lagos—. Y cada vez más. Así que no nos gustaría inclinar la balanza del terror. Piense en la Guerra Fría.
—De acuerdo. —A estas alturas, lo único que quiere Hiro es largarse y no volver a ver jamás a este tipo, pero no hay forma de dar por terminada la conversación.
—Además es hacker. Eso significa que tiene que preocuparse también de las estructuras profundas.
—¿Las estructuras profundas?
—Las conexiones neurolingüísticas de su cerebro. ¿Se acuerda de cuando aprendió código binario por primera vez?
—Claro.
—Formaba nuevas rutas en su cerebro. Estructuras profundas. Al usar los nervios, crean conexiones nuevas: los axones se escinden y se abren camino entre las células gliales en división. El bioware se modifica; el software se vuelve parte del hardware. Así que es vulnerable a los nam-shub todos los hackers lo son. Tenemos que cuidarnos entre nosotros.
—¿Qué es un nam-shub? ¿Y por qué soy vulnerable a él?
—Simplemente no mire ningún bitmap. ¿Alguien ha tratado últimamente de hacerle ver un bitmap? ¿En el Metaverso, por ejemplo? Interesante.
—No a mí, personalmente, pero ahora que lo menciona, una Brandy se acercó a mi amigo…
—Una prostituta del culto de Ashera, intentando diseminar la enfermedad, la cual es sinónimo del mal. ¿Suena melodramático? En realidad no lo es. ¿Sabe?, para los habitantes de Mesopotamia el mal no era un concepto independiente, sino enfermedad y mala salud. El mal era un sinónimo de la enfermedad. Así pues, ¿qué se puede concluir de todo esto?
Hiro se aleja de él, como de los vagabundos psicópatas que intentan seguirlo por la calle.
—¡Se puede concluir que el mal es un virus! —grita Lagos a sus espaldas—. ¡No deje entrar los nam-shub en su sistema operativo! ¿Juanita colabora con este extraterrestre?
Trauma de Fuerza Bruta toca durante una hora entera, encadenando un tema con el siguiente sin grieta ni hendidura alguna en el muro de ruido. Todo forma parte de la estética. Cuando la música se detiene, su número ha terminado. Por primera vez Hiro es capaz de oír la exaltación del público. Es como una detonación muy aguda que siente dentro de su cabeza y hace que le zumben los oídos.
Pero también hay un sonido grave, como el de un bombo, y durante un instante piensa que quizá sea un camión pasando por el viaducto que hay sobre sus cabezas. Pero es demasiado constante, no se desvanece.
Procede de detrás de él. Otra gente también se ha dado cuenta, se han girado a mirar y ahora se escabullen quitándose de en medio. Hiro se aparta a un lado, dándose la vuelta para ver de qué se trata.
Para empezar, es grande y negro. Da la sensación de que un hombre tan grande no podría encaramarse en una motocicleta, ni siquiera en una Harley grande y resoplante como ésa.
Corrección. Es una Harley con una especie de sidecar, un bruñido proyectil negro que cuelga a su derecha, sostenido por su propia rueda. Pero no hay nadie en el sidecar.
Parece imposible que un hombre pueda ser tan corpulento sin estar gordo. Pero él no tiene nada de gordo; viste unas ropas elásticas ajustadas, como cuero, pero no exactamente, que dejan ver huesos y músculos, nada más.
Conduce la Harley tan lentamente que de no ser por el sidecar volcaría. De vez en cuando le da un poco de gas con un pequeño tirón de los dedos de la mano que sujeta el embrague.
Quizá una de las razones por las que parece tan grande, dejando aparte el detalle de que es realmente muy grande, sea que da la sensación de no tener cuello. Su cabeza empieza siendo grande y simplemente sigue ensanchándose hasta que se funde con los hombros. Al principio, Hiro piensa que debe de tratarse de un casco vanguardista, pero cuando pasa a su lado, ese gran sudario se mueve y se agita, y Hiro comprende que no es más que su cabello, una espesa melena de pelo negro echada sobre los hombros y que le llega casi hasta la cintura.
Mientras se asombra de esto, nota que el hombre ha girado la cabeza hacia él, o al menos para mirar en esa dirección. Es imposible saber qué está mirando exactamente debido al visor que usa, una suave concha convexa sobre sus ojos, interrumpida por una estrecha ranura horizontal.
Está mirando a Hiro. Le lanza la misma sonrisa de que-te-jodan que lucía horas antes, cuando Hiro permanecía junto a la entrada del Sol Negro y él estaba en una terminal pública en algún sitio.
Es ese tipo. Cuervo. Es el tipo que está buscando Juanita. El tipo con el que Lagos le ha dicho que no tontee. Y Hiro lo ha visto antes, en el exterior del Sol Negro. Es el tipo que le dio la tarjeta de Snow Crash a Da5id.
El tatuaje de su frente consiste en unas palabras escritas con letras de molde: CONTROLA MAL sus IMPULSOS. Hiro se sobresalta y llega realmente a saltar en el aire cuando Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares arrancan su número introductorio, «Quemadura de radiación». Es un tornado de ruido y distorsión muy agudos, como atravesar una muralla de anzuelos.
En los días que corren, la mayoría de estados son fransulados o barclaves, demasiado pequeños para tener una cárcel o incluso un sistema judicial. Por tanto, cuando alguien hace algo malo, buscan castigos rápidos y eficaces, como la flagelación, confiscación de la propiedad, humillación pública, o, en el caso de gente que tiene una alta probabilidad de lastimar a otros, un tatuaje de aviso en una parte del cuerpo destacada. CONTROLA MAL sus IMPULSOS. Al parecer este tipo fue a uno de tales sitios y perdió el control realmente a lo grande.
Por un instante una brillante cuadrícula roja se dibuja contra un lado de la cara de Cuervo. Rápidamente se contrae, al converger los lados hacia la pupila derecha. Cuervo sacude la cabeza y se gira en busca de la fuente de la luz láser, pero ya ha desaparecido. Lagos ya tiene su imagen retinal.
Por eso está Lagos. No está interesado en Hiro ni en Vitaly Chernobyl. Es Cuervo quien le interesa. De algún modo. Lagos sabía que iba a venir, y ahora está ahí fuera, grabándolo en vídeo, examinando el contenido de sus bolsillos con el radar, registrando su pulso y su respiración.
Hiro extrae su teléfono personal.
—T.A.—dice, y el teléfono marca el número de T.A. Suena mucho rato antes de que ella lo coja. Con el ruido del concierto es casi imposible oír nada.
—¿Qué coño quieres?
—T.A., lo siento, pero está pasando algo. Algo grande. Estoy vigilando a un motero enorme llamado Cuervo.
—El problema de los hackers es que nunca dejáis de trabajar.
—En eso consiste ser hacker —aclara Hiro.
—Yo también vigilaré a ese tal Cuervo —dice ella—, en cuanto esté trabajando. —Y cuelga.