Hiro clava la vista en la pantalla de televisión en miniatura de la esquina superior izquierda de la tarjeta. La imagen se aproxima a él, ampliándose, hasta tener el tamaño de un televisor de baja definición de doce pulgadas situada a la distancia del brazo. Luego el vídeo se pone en marcha. Es metraje de ocho milímetros, de baja calidad, de un partido de fútbol americano en un instituto, durante los sesenta; no tiene sonido.
—¿Qué es ese partido?
—Odesa, Texas, 1965 —dice el Bibliotecario—. L. Bob Rife juega de fullback, el número ocho de los uniformes oscuros.
—Esto es más detallado de lo que yo necesito. ¿No puedes hacer un resumen?
—No, pero puedo listar el contenido brevemente. La tarjeta contiene once partidos jugados durante el instituto. En último curso, Rife estuvo en el equipo de segunda división estatal de Texas. Luego fue a Rice con una beca académica y se apuntó al equipo de fútbol americano, así que también hay catorce grabaciones de partidos de la universidad. Se especializó en comunicaciones.
—Bastante lógico, teniendo en cuenta en qué se ha convertido.
—Trabajó como periodista deportivo en la televisión local de Houston, con lo que hay cincuenta horas de metraje de ese periodo, sobre todo tomas descartadas, claro está. Tras dos años en ese trabajo, Rife se metió en negocios con su tío abuelo, un financiero cuya fortuna provenía de la industria petrolífera. La tarjeta contiene unos cuantos recortes de periódico al respecto que, según deduzco de su lectura, están relacionados textualmente, lo que indica que proceden de la misma fuente.
—Una nota de prensa.
—Luego no hay nada más durante cinco años.
—Preparaba algo.
—Más tarde empiezan a aparecer otras noticias; sobre todo en la sección de religión de los periódicos de Houston, detallando las contribuciones de Rife a varias organizaciones.
—A mí esto me parece un resumen. ¿No has dicho que eras incapaz de resumir?
—Y no puedo. Estaba citando un resumen que el doctor Lagos le hizo recientemente a Juanita Márquez, en mi presencia, mientras ambos estudiaban estos mismos datos.
—Continúa.
—Rife contribuyó con 500 dólares a la Iglesia de la Montaña del Bautismo por el Fuego, cuyo pastor principal es el Reverendo Wayne Bedford; 2.500 dólares a la Liga de Jóvenes Pentecostales de Bayside, cuyo presidente es el Reverendo Wayne Bedford; 150.000 dólares a la Iglesia Pentecostal de la Nueva Trinidad, cuyo fundador y patriarca es el Reverendo Wayne Bedford; 2,3 millones de dólares al Instituto Bíblico Rife, cuyo presidente y director del Departamento de Teología es el Reverendo Wayne Bedford; 20 millones de dólares al Departamento de Arqueología del Instituto Bíblico Rife, más 45 millones de dólares al Departamento de Astronomía y 100 millones al Departamento de Informática.
—¿Todas esas donaciones se produjeron antes de la hiperinflación?
—Sí, señor. Como suele decirse, fueron con dinero de verdad.
—Ese tipo, ese Wayne Bedford… ¿Es el mismo Reverendo Wayne que dirige las Puertas Perladas del Reverendo Wayne?
—El mismo.
—¿Me estás diciendo que Rife es el propietario de la franquicia del Reverendo Wayne?
—Es el accionista mayoritario de la Sociedad Puertas Perladas, que es la multinacional que dirige la cadena de las Puertas Perladas del Reverendo Wayne.
—De acuerdo, sigamos mirando todo esto.
Hiro atisba furtivamente por encima del visor para asegurarse de que Vitaly no está todavía llegando al concierto. Luego se sumerge de nuevo en los vídeos y noticias recopilados por Lagos.
En los mismos años que Rife hace sus contribuciones al Reverendo Wayne, comienza a aparecer cada vez con mayor frecuencia en las secciones de negocios, primero de los periódicos locales y luego del Wall Street Journal y el New York Times. Hubo un gran revuelo publicitario, obviamente producto de los departamentos de relaciones públicas, cuando los japoneses trataron de usar su vieja red para echarlo del mercado de las telecomunicaciones nipón, y él destapó el asunto ante el público estadounidense, invirtiendo diez millones de dólares de su bolsillo en una campaña para convencer a los norteamericanos de que los japoneses eran unos fulleros intrigantes. Luego aparece en una portada triunfal de The Economista tras rendirse por fin los japoneses y dejarlo quedarse con el mercado de la fibra óptica de ese país y, por extensión, de la mayoría del oriente asiático.
Finalmente comienzan a aparecer los artículos sobre su estilo de vida. L. Bob Rife les ha dicho a sus publicistas que quiere mostrar un lado más humano. Un programa dedicado a personalidades públicas presenta un documental de autobombo sobre Rife cuando éste compra un nuevo yate, material de excedente del gobierno de los Estados Unidos.
Muestran a L. Bob Rife, el último de los monopolistas decimonónicos, de consulta con sus decoradores en el camarote del capitán. Es bastante agradable, considerando que Rife le ha comprado el barco a la Armada, pero no es lo bastante tejano para él. Quiere que lo desmonten y lo reconstruyan. Luego, imágenes de Rife maniobrando su cuerpo bovino a través de los estrechos pasillos y las empinadas escalerillas del interior del barco: el típico y aburrido gris acero de la Armada que, según le asegura al entrevistador, piensa remozar considerablemente.
—¿Sabe? Dicen que cuando Rockefeller se compró un yate, adquirió uno pequeño, de veinte metros o así. Pequeño para los estándares de su época. Y cuando alguien le preguntó por qué se había comprado un yate tan chiquitito, miró fijamente al tipo y le soltó: «¿Quién te crees que soy, un Vanderbilt?». ¡Ja, ja! Bueno, en todo caso, bienvenido a mi yate.
L. Bob Rife dice eso, mientras él, el entrevistador y todo el equipo de la cámara ocupan una inmensa plataforma elevadora al aire libre. La plataforma está subiendo. Al fondo se divisa el océano Pacífico. Coincidiendo con el final de la frase de Rife, el ascensor llega arriba y la cámara se gira, ofreciendo una vista a través de la cubierta del portaaviones Enterprise, en otros tiempos de la Armada de los Estados Unidos y ahora yate personal de L. Bob Rife, quien lo compró tras vencer en una dura subasta tanto al Sistema de Defensa del General Jim como a la Seguridad Global del Almirante Bob. L. Bob Rife admira a continuación los vastos espacios abiertos de la pista de aterrizaje del portaaviones, comparándolos con ciertas zonas de Texas. Sugiere que sería divertido cubrir algunas partes con tierra y criar ganado ahí.
Otro perfil de personalidad, éste de una red financiera, y al parecer realizado algo más tarde: De nuevo en el Enterprise, donde el camarote del capitán ha sido remodelado por completo. L. Bob Rife, Señor del Ancho de Banda, se sienta tras su escritorio mientras le enceran el bigote, aunque no en el sentido en que las mujeres se hacen la cera; le restauran y suavizan los rizos. Quien se lo hace es una menuda mujer asiática que trabaja con tanta delicadeza que ni siquiera interfiere en su conversación, la cual versa sobre sus esfuerzos para extender su red de televisión por cable a través de Corea hasta China y enlazarla con su línea de fibra óptica de larga distancia, que atraviesa Siberia y pasa sobre los Urales.
—Bueno, ya sabe, el trabajo de un monopolista nunca termina. El monopolio perfecto no existe. Esa última fracción de un uno por ciento siempre parece inalcanzable.
—¿El gobierno de Corea no sigue siendo fuerte? Debe de tener muchos problemas con las leyes de allí.
—¿Sabe? —ríe L. Bob Rife—, mi deporte favorito es ver a los legisladores tratar de mantenerse al día con el mundo. ¿Recuerda cuando se cargaron Ma Bell?
—Apenas. —La reportera es una joven de veintitantos.
—¿Sabe qué era, verdad?
—Un monopolio de comunicaciones de voz.
—Exacto. Estaban en el mismo negocio que yo. El de la información. Atendían conversaciones telefónicas, de una en una, mediante pequeños cables de cobre. El gobierno se los cargó, y mientras tanto yo establecía franquicias de televisión por cable en treinta estados. ¡Ja! ¿No es increíble? Es como si hubiesen inventado una forma de regular el uso de caballos al mismo tiempo que aparecían el modelo T y los aviones.
—Pero un sistema de televisión por cable no es lo mismo que un sistema telefónico.
—En ese momento aún no, porque eran sistemas locales. Pero una vez tienes sistemas locales en todo el mundo, lo único que has de hacer es conectarlos entre sí y ya posees un sistema global. Tan grande como el telefónico, pero éste transporta la información diez mil veces más deprisa. Imágenes, sonido, datos, lo que quieras.
Un producto descarado de su departamento de relaciones públicas, un anuncio televisivo de media hora sin otro propósito que permitir a L. Bob Rife contar su versión de un tema concreto. Al parecer, cierto número de programadores de Rife, la gente que mantenía en marcha sus sistemas, se reunieron y formaron un sindicato, algo insólito entre los hackers, y plantaron una demanda a Rife, acusándolo de haber instalado micrófonos y cámaras espía en sus hogares, colocándolos a todos ellos bajo vigilancia veinticuatro horas al día y asediando y amenazando a los programadores que tomaban lo que él denominaba «elecciones inaceptables en su modo de vida». Por ejemplo, cuando una noche una de sus programadoras y el marido de ésta practicaron el sexo oral en su dormitorio, la programadora fue convocada a la mañana siguiente al despacho de Rife, quien la llamó mujerzuela y sodomita y le dijo que podía ir vaciando su mesa de trabajo.
La mala publicidad de este asunto molestó tanto a Rife que se sintió en la necesidad de quemar unos cuantos millones en un poco más de relaciones públicas.
—Mi negocio es la información —le dice Rife al zalamero y adulador pseudoperiodista que lo «entrevista». Está sentado en su despacho de Houston, y parece aún más engañoso que de costumbre—. La televisión que llega a cualquier hogar del mundo pasa por mis manos. Casi toda la información que se transmite desde y hacia la base de datos de la CCI atraviesa mi red. El Metaverso, toda la Calle, existe en virtud de una red que yo poseo y controlo.
»Pero eso significa, si sigue mi razonamiento un poquito, que cuando un programador trabaja para mí con toda esa información, tiene un poder enorme. Mucha información entra en su cerebro, y se queda allí. Viaja con él cuando se va a casa por las noches. Se mezcla con sus sueños, por amor de Dios. Habla de ello con su esposa. Y, maldita sea, no tiene derecho a esa información. Si tuviese una fábrica de coches, no permitiría que los trabajadores se llevasen los coches a casa ni que pidiesen prestadas las herramientas. Pero eso es lo que hago todos los días, a las cinco en punto, en todo el planeta, cuando mis hackers salen del trabajo y se van a casa.
»En los viejos tiempos, cuando colgaban a los ladrones de ganado, lo último que hacían era mearse en los pantalones. Era el signo definitivo, ¿comprende?, de que habían perdido el control de sus cuerpos y estaban a punto de morir. Verá, la primera función de cualquier organización es controlar sus esfínteres. Nosotros no llegamos ni a eso. Por eso trabajamos en retinar nuestras técnicas de gestión de forma que podamos controlar la información esté donde esté, en nuestros discos duros o en la cabeza de nuestros programadores. Y no puedo decir nada más; he de tener en cuenta a la competencia. Pero mi ferviente deseo es que, en cinco o diez años, todo esto ya no represente un problema.
Un episodio de media hora de un programa de noticias científicas, dedicado a la nueva y controvertida ciencia de la infoastronomía, la búsqueda de señales de radio procedentes de otros sistemas solares. L. Bob Rife tiene un interés personal en el tema; cuando varios gobiernos nacionales subastaron sus propiedades, adquirió una serie de radioobservatorios y los conectó entre sí, usando su famosa red de fibra óptica, para convertirlos en una única antena del tamaño de la Tierra. Explora los cielos veinticuatro horas al día, buscando señales de radio con sentido: señales de radio de otras civilizaciones. ¿Y por qué, pregunta el entrevistador, un célebre profesor del MIT, por qué un simple magnate del petróleo se iba a interesar en un proyecto tan abstracto y de tan altos vuelos?
—Porque ya tengo todo el planeta —dice Rife, con un gangueo nasal increíblemente sardónico y despectivo, el exagerado acento de un vaquero que sospecha que un yanqui estirado lo mira por encima del hombro.
Otra noticia, al parecer de unos años más tarde. De nuevo estamos en el Enterprise, pero esta vez la atmósfera es diferente. La cubierta superior se ha transformado en un campo de refugiados al aire libre. Hormiguea de bengalíes que L. Bob Rife pescó de la bahía de Bengala cuando su país se hundió en el océano tras una serie de tortísimas inundaciones causadas por las deforestaciones en la India, río arriba; es la guerra hidrológica. La cámara toma una panorámica sobre el borde de la pista de aterrizaje, y debajo podemos contemplar el comienzo de la Almadía: un grupo, relativamente pequeño, de unos pocos centenares de embarcaciones amarrados al Enterprise, con la esperanza de conseguir un viaje gratis a América.
Rife camina entre la gente, repartiendo cómics de la Biblia y besando a los niños pequeños. Se apiñan a su alrededor con amplias sonrisas, juntando las palmas y haciendo reverencias. Rife les devuelve las reverencias con poca maña, pero no hay alegría en su rostro. Está mortalmente serio.
—Señor Rife, ¿cuál es su opinión sobre la gente que dice que hace esto como maniobra publicitaria de autopropaganda? —El entrevistador se está esforzando por hacer de «poli malo».
—Joder, si tuviese que tener opinión sobre todo, no trabajaría —contesta L. Bob Rife—. Debería preguntarle a esa gente qué piensan.
—¿Quiere decir que este programa de asistencia a los refugiados no tiene nada que ver con su imagen pública?
—No. M…
Han revisado la grabación y muestran de nuevo al periodista, que pontifica frente a la cámara. Hiro nota que Rife estaba a punto de soltar un sermón, pero lo han cortado.
Pero uno de los puntos fuertes de la Biblioteca es la cantidad de descartes que tiene. Que una cinta de vídeo no haya sido utilizada en una emisión no significa que carezca de valor como intel. Hace mucho tiempo que la CCI metió los dedos en las bibliotecas de vídeo de las cadenas. Todos esos descartes, millones de horas de metraje, aún no han sido cargados en la Biblioteca en formato digital, pero puedes enviar una solicitud, y la CCI irá, sacará la cinta de la estantería y la reproducirá para ti.
Lagos ya lo ha hecho. La cinta está aquí.
—No. Mire, la Almadía es un acontecimiento periodístico, pero en un sentido mucho más profundo y general de lo que usted pueda imaginar.
—Oh.
—Lo crean los medios de comunicación en el sentido de que, sin ellos, la gente no sabría que está aquí y los Refus no vendrían a unirse a ella como hacen ahora. Y alimenta a los medios. Crea un gran flujo de información: películas, noticias, ya sabe.
—Entonces, ¿está usted creando su propio acontecimiento periodístico para ganar dinero con el flujo de información que crea? —pregunta el periodista, tratando desesperadamente de seguirlo. Su tono de voz revela que en su opinión todo esto es un desperdicio de cinta, y su actitud de desaliento indica que no es la primera vez que Rife se ha desmarcado yéndose por alguna extraña tangente.
—En parte, pero eso es una explicación muy burda. En realidad es mucho más profundo. Probablemente haya oído usted el dicho de que la Industria se alimenta de biomasa, como una ballena que cosecha krill del océano.
—Lo he oído, sí.
—Es mío. Lo inventé yo. Un dicho como ése es igual que un virus, ya sabe, un fragmento de información, datos, que se extiende de una persona a otra. Bueno, pues la función de la Almadía es traer más biomasa. Renovar América. Casi todos los países son estáticos, lo único que tienen que hacer es seguir teniendo hijos. Pero Norteamérica es como una vieja locomotora humeante y traqueteante que se mueve pesadamente por el terreno aprovechando y devorando todo lo que hay a la vista. Deja tras de sí un rastro de un kilómetro de anchura. Siempre necesita más combustible. ¿Ha leído la historia del laberinto y el minotauro?
—Claro. Era en Creta, ¿no? —El periodista contesta sólo por sarcasmo. No puede creerse que esté ahí, oyendo todo eso, quiere largarse a L.A. anteayer.
—Sí. Todos los años, los griegos tenían que reunir unas cuantas vírgenes y enviarlas a Creta como tributo. Una vez allí, el rey las metía en el laberinto, y el minotauro se las comía. Cuando yo era pequeño solía leer esa historia y preguntarme quién coño eran esos tipos de Creta, a los que todos temían tanto que cada año les daban a sus hijas dócilmente para que fuesen devoradas. Debían de ser unos cabrones muy desagradables.
»Ahora lo veo con una perspectiva diferente. Para esos pobres desgraciados de ahí abajo, América debe de parecer igual que Creta para esos pobres idiotas de los griegos, con la diferencia de que aquí no hay coacción.
Ésos de abajo entregan a sus hijos voluntariamente. Los envían por millones al laberinto para que los devoren. La Industria se alimenta de ellos y vomita imágenes; a través de mi red le devuelve a esa gente películas y programas de televisión, imágenes de riqueza y cosas exóticas que superan sus sueños más delirantes, y les da algo por lo que soñar, algo a lo que aspirar. Y ésa es la función de la Almadía. Es un viejo carguero de krill.
Llegados a este punto, el periodista cesa en su intento de ser profesional y ataca abiertamente a L. Bob Rife. Ya está harto de este tipo.
—Es asqueroso. No puedo creer que sea capaz de ver a la gente de esa forma.
—Mierda, chico, apéate del burro. En realidad no se comen a nadie, es sólo una forma de hablar. Llegan aquí, consiguen trabajos honrados, encuentran a Cristo, se compran una barbacoa y viven felices para siempre. ¿Qué tiene de malo?
Rife está enfadado; grita. Tras él, los bengalíes detectan sus vibraciones emocionales y empiezan a alterarse ellos también. De repente uno de ellos, un hombre increíblemente flaco con un largo mostacho retorcido, se planta delante de la cámara y comienza a gritar:
—A ma la ge zen ba dam gal nun ka aña su su na an da… —El sonido se extiende de él a quienes lo rodean, desparramándose sobre la cubierta de vuelo como una ola.
—Corta —dice el periodista, volviéndose a la cámara—. Corta. La Brigada de Balbuceos ha comenzado de nuevo.
El sonido es ahora el de un millar de personas hablando en lenguas bajo el agua y la burlona risita ahogada de L. Bob Rife.
—Es el milagro de las lenguas —grita Rife haciéndose oír sobre el tumulto—. Yo entiendo todas las palabras de lo que está diciendo esa gente. ¿Y tú, hermano?
—¡Eh! ¡Sal de ahí, colega!
Hiro levanta la vista de la tarjeta. En su despacho no hay nadie excepto el Bibliotecario.
La imagen pierde foco, se tuerce hacia arriba y desaparece de su campo de visión. Hiro está mirando a través del parabrisas del Vanagon. Alguien, y no es Vitaly, acaba de arrancarle el visor.
—¡Estoy aquí, enchufe ambulante!
Hiro mira por la ventana. Es T.A., sujeta al lateral de la furgoneta con una mano y sosteniendo su visor con la otra.
—Pasas demasiado tiempo enchutado —dice T.A.—. Deberías probar un poco más de Realidad, tío.
—Adonde vamos —suspira Hiro— tendremos más Realidad de la que puedo soportar.
A medida que Hiro y Vitaly se aproximan al amplio puente de la autopista donde va a tener lugar el concierto de esta noche, la férrica solidez del Vanagon atrae magnarpones como un dulce a las cucarachas. Si supiesen que el propio Vitaly Chernobyl estaba en la furgoneta se volverían locos y ahogarían el motor. Pero por el momento arponean cualquier cosa que pueda ir en dirección al concierto.
Al acercarse al puente los surfistas son tan numerosos y están tan cerca unos de otros que intentar conducir se convierte en una causa perdida. Es como ponerse crampones y tratar de atravesar una habitación llena de cachorros. Tienen que abrirse camino clavando el morro, tocando el claxon y haciendo ráfagas.
Por fin llegan al remolque que hace las veces de escenario en el concierto de esta noche. Al lado hay otro remolque lleno de amplis y otro equipo de sonido. Los conductores de los camiones, una minoría oprimida de dos personas, se han retirado a la cabina del camión de sonido para fumar y mirar sombríamente al enjambre de patinadores, sus enemigos jurados en la cadena alimentaria de las autopistas. No saldrán por su propia voluntad hasta las cinco de la mañana, cuando el camino vuelva a estar despejado.
Un par de los Desastres Nucleares esperan fumando cigarrillos, sosteniéndolos entre dos dedos como dardos, al estilo eslavo. Aplastan las colillas en el hormigón con sus zapatos baratos de vinilo, corren hasta el Vanagon y empiezan a sacar el equipo de sonido. Vitaly se pone un visor, se conecta al ordenador del camión de sonido y se dedica a afinar el sistema, que ya tiene en memoria un modelo 3D del puente. Tiene que lograr sincronizar los retrasos de los distintos grupos de altavoces para maximizar el número de ecos discordantes y desagradables.