El ejecutivo japonés yace hecho pedazos en el suelo del Sol Negro. Sorprendentemente (porque de una pieza parecía tan real), a través de los cortes transversales que Hiro ha hecho en su cuerpo no se ve carne, sangre ni órganos. No es nada más que una delgada cascara de epidermis, una muñeca hinchable de increíble complejidad. Pero de su interior no escapa aire, ni se deshincha, y se puede mirar dentro a través de los cortes de espada y, en vez de carne y huesos, lo único que se verá es el reverso de la piel del otro lado.
Rompe la metáfora. El avatar no se comporta como un cuerpo real. Les recuerda a los contertulios del Sol Negro que viven en un mundo de fantasía. La gente odia que se lo recuerden.
Cuando Hiro escribió los algoritmos de combate de espadas del Sol Negro, un código que luego copió y adoptó todo el Metaverso, descubrió que no había ninguna forma elegante de arreglar la situación posterior. En teoría los avatares no mueren, ni se desmontan. Los creadores del Metaverso no fueron tan morbosos como para prever una demanda de ese tipo. Pero el objetivo de una lucha con espadas es pegarle un tajo a alguien y matarlo, así que Hiro tuvo que apañar algo para que, con el tiempo, el Metaverso no quedase cubierto con avatares inertes y desmembrados que jamás se descomponen.
Así que cuando alguien pierde un combate a espada, lo primero que ocurre es que su ordenador es desconectado de la red global que forma el Metaverso. Es expulsado del sistema. Es lo más parecido a una simulación de la muerte que pueda ofrecer el Metaverso, pero el único efecto real que le provoca al usuario es un gran incordio.
Además, el usuario no puede volver al Metaverso durante unos minutos. No puede conectarse. Esto se debe a que su avatar, desmembrado, está todavía en el Metaverso, y la regla dice que un avatar no puede existir en dos sitios a la vez. Así que el usuario no puede volver a entrar hasta que se ha eliminado su avatar.
De la eliminación de los avatares descuartizados se encargan los demonios enterradores, una nueva función del Metaverso que tuvo que inventar Hiro. Son pequeños y ágiles humanoides enfundados en negro, como ninjas, de forma que ni siquiera se les ven los ojos. Son silenciosos y eficientes. Cuando Hiro apenas ha comenzado a apartarse del cuerpo troceado de su ex adversario, ellos ya están emergiendo del suelo del Sol
Negro a través de trampillas invisibles, ascendiendo desde el submundo, confluyendo sobre el ejecutivo caído. En unos instantes han metido los fragmentos del cuerpo en bolsas negras, y se dejan caer de nuevo a través de sus portezuelas secretas, desvaneciéndose en los túneles ocultos bajo el suelo del Sol Negro. Unos cuantos clientes curiosos intentan seguirlos, tratando de abrir las trampillas, pero los dedos de sus avatares no encuentran nada sino una suave negrura mate. El sistema de túneles sólo es accesible para los demonios enterradores.
Y, dicho sea de paso, para Hiro. Pero él pocas veces lo usa. Los demonios enterradores llevarán el avatar a la Pira, una eterna hoguera subterránea situada bajo el centro del Sol Negro, y lo quemarán. Tan pronto las llamas consuman el avatar, éste se desvanecerá del Metaverso, y su propietario podrá volver a conectarse, creando un nuevo avatar para moverse por ahí. Pero es de esperar que la próxima vez sea más cauteloso y más educado.
Hiro mira el círculo de avatares que aplauden, silban y vitorean, y se da cuenta de que están desvaneciéndose. Todo cuanto hay en el Sol Negro adquiere la apariencia de estar proyectado sobre una gasa; y al otro lado de la gasa relumbra una luz brillante que se superpone a la imagen. Fuego ésta se desvanece por completo.
Se quita el visor y se encuentra en el aparcamiento del GuardaTrastos, con una katana desenfundada en las manos.
El sol acaba de ponerse. Unas cuantas docenas de personas lo rodean a distancia, escudándose tras coches aparcados, espiando su próximo movimiento. La mayoría están bastante asustados, pero unos cuantos sólo parecen excitados.
Vitaly Chernobyl aguarda en la puerta abierta del 6x9. Su peinado destaca a contraluz. Está petrificado mediante clara de huevo y otras proteínas. Esas substancias refractan la luz y emiten pequeños espectros, como una bomba racimo de arco iris. Ahora, el ordenador de Hiro proyecta una imagen miniaturizada del Sol Negro sobre el culo de Vitaly. Este se balancea precariamente sobre uno y otro pie, como si sostenerse con ambos a la vez fuese demasiado complicado para una hora tan temprana y aún no hubiese decidido cuál de los dos usar.
—Me estás tapando —dice Hiro.
—Es hora de irse —contesta Vitaly.
—¿Y ahora lo dices? Elevo una hora esperando a que te levantes.
Mientras Hiro se acerca, Vitaly mira su espada, titubeante. Tiene los ojos rojos e hinchados, y en el labio inferior tiene un chancro grande como una mandarina.
—¿Has ganado la pelea?
—Claro que he ganado la puta pelea —replica Hiro—. Soy el mejor espadachín del mundo.
—Y además escribiste el software.
—Sí. Eso además.
Cuando Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares llegaron a Long Beach a bordo de uno de esos cargueros ex soviéticos secuestrados repletos de refugiados, se desperdigaron por todo el sur de California en busca de superficies de hormigón armado tan amplias y yermas como las que habían dejado en Kiev. No era nostalgia. Necesitaban entornos así para practicar su arte.
El río L.A. era un emplazamiento natural. Y abundaban los puentes adecuados. Sólo tuvieron que seguir a los patinadores a los lugares secretos que éstos habían descubierto mucho tiempo antes. Los patinadores y los colectivos áefuzz-grunge nuclear medran en los mismos entornos. En estos momentos, Hiro y Vitaly se dirigen hacia un sitio así.
Vitaly tiene un Volkswagen Vanagon realmente viejo, de los que tienen una cubierta que se transforma en una tienda de campaña improvisada. Vivía en él, aparcando en la calle o en las franquicias Soba y Sigue, hasta que conoció a Hiro Protagonist. Ahora, la propiedad del Vanagon está sujeta a disputa, porque Vitaly le debe a Hiro más dinero de lo que vale el vehículo. Por tanto, lo comparten.
Dirigen el Vanagon hasta el otro lado del GuardaTrastos, tocando la bocina y haciendo luces para ahuyentar a un centenar de críos y que se aparten de la plataforma de carga. No es el patio de recreo, chicos.
Se abren camino a través de un amplio corredor, pidiendo disculpas a cada centímetro según van cruzando campamentos mayas, santuarios budistas y grupos de blancos pobres colgados con Vértigo, Tarta de Manzana, Zumbido Borroso, Narthex, Mostaza y cosas así. Al suelo le hace falta un barrido: jeringuillas usadas, tubos de crack, cucharas requemadas, tuberías rotas. También hay muchos tubitos, del tamaño del pulgar, de plástico transparente y con un tapón rojo en un extremo. Podrían ser de crack, pero tienen los tapones puestos, y los drogatas no serían tan melindrosos como para poner/e la tapa a un bote gastado.
Debe de ser algo nuevo de lo que Hiro no ha oído hablar todavía, el equivalente entre los envases para drogas de las cajas de poliestireno de las hamburguesas McDonalds.
Atraviesan una salida de incendios y entran a otra sección del Guarda-Trastos, idéntica a la que dejan atrás (hoy en día, en Norteamérica todo es igual, ya no hay transiciones). Vitaly es propietario de la tercera taquilla a la derecha, un insignificante espacio de 1,5x3 que usa para su objetivo original: almacenamiento.
Vitaly se acerca a la puerta e intenta recordar la combinación del candado, cosa que requiere cierta cantidad de conjeturas y suerte. Por fin, el candado cede. Vitaly lo quita y abre, limpiando un semicírculo entre la parafernalia de drogas. Gran parte del 1,5x3 está ocupada por un par de carretillas planas sobre las que se apilan bafles y amplis.
Hiro y Vitaly arrastran las carretillas hasta la plataforma de carga, meten todo el equipo en el Vanagon y devuelven las carretillas al 1,5x3. Técnicamente hablando, las carretillas son propiedad de la comunidad, pero nadie se lo toma en serio. El viaje hasta el escenario del concierto es largo, y más aún porque a Vitaly, que rechaza la tecnocéntrica visión del universo típica de Los Ángeles según la cual la Velocidad es Dios, le gusta permanecer en contacto con la superficie y conducir a cincuenta y cinco kilómetros por hora, más o menos. Y además el tráfico está difícil. Por tanto, Hiro enchufa su ordenador en el encendedor del coche y enlaza con el Metaverso.
Ya no está conectado a la red con un enlace de fibra óptica, así que su comunicación con el mundo exterior tiene lugar mediante ondas de radio, mucho más lentas y menos fiables. Volver al Sol Negro no sería práctico: sonaría y se vería terrible, y los otros clientes lo mirarían como si fuese una persona en blanco y negro. Pero no hay problema en volver a su despacho, porque éste se genera dentro de las tripas del ordenador, que tiene en el regazo; para eso no le hace falta ninguna conexión con el mundo exterior.
Se materializa en el despacho, en su casita del barrio de los hackers, junto a la Calle. Todo tiene un aspecto muy japonés, con los suelos cubiertos por tatamis. Su escritorio es un gran bloque rojizo de caoba sin pulir. Una suave luz plateada se filtra a través de las paredes de papel de arroz. Frente a él, un panel abierto revela un jardín, con su arroyo susurrante del cual salta de vez en cuando una trucha para cazar una mosca. En realidad debería tratarse de un estanque lleno de carpas, pero Hiro es lo bastante norteamericano para pensar que las carpas son dinosaurios incomestibles que se mueven por el fondo tragando basura.
Hay algo nuevo: un globo terrestre del tamaño de un pomelo, una reconstrucción absolutamente detallada del planeta Tierra, que flota en el espacio frente a sus ojos, al alcance de su mano. Hiro ha oído hablar de ello pero jamás lo había visto. Es un programa de la CCI llamado simplemente Tierra. Es la interfaz de usuario que utiliza la CCI para seguirle la pista a cada bit de información espacial que posee: mapas, información meteorológica, planos arquitectónicos y datos de los satélites de vigilancia.
Hiro había pensado a menudo que, en unos pocos años y si le iba realmente bien en el negocio de la intel, quizá ganase pasta suficiente para suscribirse a Tierra e instalársela en el despacho. Y ahora de pronto está ahí, gratis. La única explicación que se le ocurre es que Juanita debe de habérselo regalado.
Pero cada cosa a su tiempo. La tarjeta de Babel/Infocalipsis sigue en el bolsillo de su avatar. La saca.
Uno de los paneles de papel de arroz que forman las paredes de su casa se abre. Al otro lado, Hiro vislumbra una habitación débilmente iluminada que antes no estaba ahí; parece que Juanita ha venido y le ha hecho una ampliación importante a la casa. Un hombre sale de la nueva habitación.
El Demonio Bibliotecario tiene la apariencia de un hombre afable y canoso de unos cincuenta años, con barba y brillantes ojos azules, vestido con un jersey de cuello de pico sobre una camisa de trabajo y una corbata de lana gruesa. La corbata está floja y las mangas arremangadas. Aunque no es más que un programa, tiene motivos para estar risueño: puede moverse a través de las casi infinitas pilas de información de la Biblioteca con la agilidad de una araña que baile sobre una vasta telaraña de referencias cruzadas. El Bibliotecario es el único programa de la CCI aún más caro que Tierra; lo único que le falta es pensar.
—¿Sí, señor? —pregunta el Bibliotecario. Es entusiasta sin ser aborreciblemente alegre; cruza las manos a la espalda, se inclina ligeramente hacia delante y alza las cejas sobre sus anteojos, a la expectativa.
—Babel es una ciudad de Babilonia, ¿verdad?
—Fue una ciudad legendaria —matiza el Bibliotecario—. Babel es el término bíblico para referirse a Babilonia. El término es semítico; «bab» significa puerta y «el» significa Dios, así que Babel es «La Puerta de Dios». Pero probablemente también sea en parte onomatopéyico, una imitación del sonido de alguien que habla una lengua incomprensible. La Biblia está llena de juegos de palabras.
—Construyeron una torre para llegar al Cielo y Dios la derribó.
—Eso es una antología de equívocos comunes. Dios no le hizo nada a la Torre. «El Señor dijo: “He aquí que todos forman un solo pueblo y hablan una misma lengua, y ése es sólo el principio de sus empresas. Nada les impedirá llevar a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y confundamos su lenguaje para que no se entiendan los unos a los otros”. Así el Señor los dispersó de allí por toda la tierra y dejaron de construir la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de todos los habitantes de la tierra y los dispersó por toda su superficie». Génesis, capítulo 11, versículos 6 a 9, Versión Estándar Revisada.
—Así que no fue derribada; simplemente se suspendió la obra.
—Correcto. No fue derribada.
—Pero eso es un fraude.
—¿Un fraude?
—Se puede demostrar que es falso. Juanita cree que en la Biblia no hay nada que sea evidentemente cierto o falso, porque si se puede probar su falsedad, la Biblia es mentira, y si se puede probar su veracidad, la existencia de Dios está demostrada y no hay lugar para la fe. La historia de Babel es evidentemente falsa, porque si construyeron una torre hasta el Cielo y Dios no la derribó, debería estar todavía en algún sitio, o al menos una parte reconocible de ella.
—Al suponerla muy alta, se está basando en una interpretación obsoleta. La torre se describe, literalmente, «con su techo en los cielos». Durante siglos se interpretó que el techo era tan alto que estaba situado en el cielo. Pero en el último siglo, al excavar antiguos zigurats babilonios, se han encontrado diagramas astrológicos, imágenes del cielo, grabadas en sus techos.
—Ah, comprendo. Entonces la historia real es que construyeron una torre con diagramas del cielo grabados en el techo, cosa que es mucho más verosímil que una torre que llega hasta los cielos.
—No sólo verosímil —le recuerda el Bibliotecario—. Se han encontrado estructuras así.
—En cualquier caso, lo que estás diciendo es que cuando Dios se encolerizó y la tomó con ellos, la torre no resultó afectada; pero tuvieron que dejar de construirla porque sufrieron un desastre de comunicaciones: no podían hablar entre sí.
—«Desastre» es un término astrológico que significa «mala estrella» —señala el Bibliotecario—. Perdón, pero debido a mi estructura interna, tengo tendencia a tales non sequitur.
—Tranquilo, no importa —dice Hiro—. Eres un programa bastante agradable. ¿Quién te escribió?
—La mayor parte la he escrito yo mismo —dice el Bibliotecario—. Es decir, poseo la habilidad innata de aprender de la experiencia. Pero esa habilidad fue programada en mí por mi creador.
—¿Quién fue? Quizá lo conozca. Conozco a muchos hackers.
—No me programó un hacker profesional, sino un investigador de la Biblioteca del Congreso que aprendió a programar solo —cuenta el Bibliotecario—. Estudiaba el problema clásico de tamizar vastas cantidades de detalles irrelevantes para encontrar perlas de información significativa. Se trata del doctor Emmanuel Fagos.
—Ya había oído el nombre antes —dice Hiro—. Así que era una especie de metabibliotecario. Qué curioso, pensaba que era uno de esos vejestorios de la CÍA que haraganean por la CCI.
—Nunca ha desempeñado funciones para la CÍA.
—Bueno, vamos a trabajar un poco. Busca cualquier fragmento de información gratuita de la Biblioteca que haga referencia a L. Bob Rife y ordénalos cronológicamente. Y no olvides lo de gratuita.
—Televisión y periódicos, señor. Un momento, señor —dice el Bibliotecario, volviéndose y marchándose sobre sus suelas de crepé. Hiro concentra su atención en Tierra.
El nivel de detalle es fantástico. La resolución, la claridad, su mismo aspecto, le dicen a Hiro, o a cualquiera que entienda algo de ordenadores, que este programa es una auténtica pasada.
No se ven sólo los continentes y océanos. Tiene el aspecto exacto que tendría la Tierra observada desde un punto en órbita geosincrónica sobre Los Angeles, incluyendo la meteorología: vastas galaxias giratorias de nubes, que flotan sobre la superficie del globo, proyectando sombras grises sobre los océanos y los casquetes polares, que se difuminan y se fragmentan en el mar. La mitad del globo está iluminada por la luz solar, y la otra mitad a oscuras. El terminador, la línea que separa la noche del día, acaba de barrer L.A. y se arrastra sobre el pacífico, hacia el oeste.
Todo se mueve a cámara lenta. Si mira el rato suficiente, Hiro puede notar cómo cambian de forma las nubes. Parece una noche bastante despejada en la Costa Este.
Algo se mueve rápidamente sobre la superficie del globo y llama su atención. Primero cree que es un mosquito, pero no hay mosquitos en el Metaverso. Trata de observarlo con más atención. El ordenador, que está lanzando rayos láser de baja intensidad a su córnea, detecta el cambio de énfasis, y Hiro se queda sin aliento cuando aparentemente se desploma hacia el globo, como un astronauta en actividad extravehicular que se cayese desde su ruta orbital. Cuando por fin logra controlarse está apenas a unos cuantos cientos de kilómetros sobre la Tierra, mirando un denso banco de nubes, y ve pasar el mosquito bajo él. Es un satélite de la CCI, discurriendo de norte a sur en una órbita polar baja.
—Su información, señor —oye al Bibliotecario.
Hiro se sobresalta y mira hacia arriba. La Tierra cae y se aparta de su campo de visión, y ahí está el Bibliotecario, frente al escritorio, sosteniendo una hipertarjeta. Como cualquier bibliotecario de la Realidad, este demonio puede moverse sin provocar ruido de pasos.
—¿No podrías hacer un poco más de ruido al caminar? Me sobresalto con facilidad —pide Hiro.
—Al instante, señor. Acepte mis disculpas.
Hiro se estira para tomar la hipertarjeta. El Bibliotecario avanza medio paso y se inclina hacia él. Esta vez, su pisada hace un ruido apagado sobre el tatami, y Hiro oye el susurro de sus pantalones rozando con la pierna.
Hiro coge la hipertarjeta y la lee. En el anverso pone:
Resultados de la búsqueda en la Biblioteca sobre: Rife, Lawrence Robert, 1948 —Gira la tarjeta. El reverso está dividido en varias docenas de iconos del tamaño de uñas. Algunos son pequeñas instantáneas de las portadas de los periódicos. Muchos son rectángulos brillantes y coloridos: pantallas de televisión en miniatura que muestran imágenes en vídeo.
—Es imposible —se sorprende Hiro—. Estoy sentado en una furgoneta Volkswagen, ¿de acuerdo? Conectado a través de un enlace portátil. No puedes haber copiado tanto vídeo a mi sistema en tan poco tiempo.
—No ha sido necesario copiar nada —explica el Bibliotecario—. El doctor Lagos recopiló todos los vídeos existentes sobre L. Bob Rife y los puso en la tarjeta Babel/Infocalipsis, que tiene usted en su sistema.
—Ah.