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La segunda o la tercera cosa que le enseñaron cuando cursó estudios para ser korreo fue cómo forzar unas esposas. Por mucho que millones de franquicias del Talego opinen lo contrario, las esposas no están pensadas como dispositivos de retención a largo plazo. Y los patinadores llevan tanto tiempo constituyendo un grupo étnico oprimido que todos ellos han acabado por convertirse en mayor o menor medida en artistas de la fuga.

Pero lo primero es lo primero. Del uniforme de T.A. cuelgan muchas cosas. Tiene un centenar de bolsillos, unos cuadrados y anchos para las entregas, otros delgados y estrechos para el equipo; cosidos a las mangas, a los muslos, a las pantorrillas. El equipo escondido en esa multitud de bolsillos tiende a ser pequeño, engañoso, ligero: lápices, rotuladores, linternas de bolsillo, navajas, ganzúas, lectores de códigos de barras, bengalas, destornilladores. Nudillos Líquidos, porras y luces químicas. En el muslo derecho lleva una calculadora puesta boca abajo, que puede usarse también como taxímetro y cronómetro.

En el otro muslo lleva un teléfono personal. Mientras el director cierra la puerta, escaleras arriba, el teléfono comienza a sonar. T.A. lo descuelga con la mano libre. Es su madre.

—Hola, mami. Bien, ¿y tú? Estoy en casa de Tracy. Sí, hemos estado en el Metaverso, y hemos ido a dar una vuelta por esas galerías que hay en la Calle. Marchosísimo. Sí, he usado un avatar precioso. No, la madre de Tracy ha dicho que me llevará a casa; pero a lo mejor nos paramos un poco en las Atracciones Victory, ¿vale? De acuerdo, mamá, que duermas bien. Sí, lo haré. Yo también te quiero. Hasta luego.

Pulsa el botón de flash, cortando la conversación con mamá y obteniendo una línea nueva en menos de medio segundo.

—Atropello —dice.

El teléfono busca el número de Atropello y lo marca. Se oye un ruido de fondo atronador. Es el rugido del aire al pasar sobre el micrófono del teléfono de Atropello a inmensa velocidad. También se oyen los silbidos de los neumáticos de muchos vehículos sobre el pavimento, rotos por percusión de baches; parece el follón típico de Ventura.

—Hola, T.A. —dice Atropello—. ¿Qué hay?

—¿Qué haces?

—Patinando por Tura. Y tú, ¿qué haces?

—En un Talego.

—¡Guau! ¿Quién te ha pillado?

—Los metapolis. Me han encolado al entrar en un Columnas Blancas.

—¡Guau, qué putada! ¿Cuándo sales?

—Pronto. ¿Puedes pasarte por aquí y echarme una mano?

—¿Qué quieres decir? Hombres.

—Ya sabes: «echarme una mano». Eres mi novio —explica ella, hablando de la forma más simple y llana posible—. Si me pillan, lo lógico es que tú vengas a ayudarme a escapar.

—¿Pero acaso hay alguien que no sepa eso? ¿Es que los padres ya no enseñan nada a sus hijos?

—Eh, esto… ¿Dónde estás?

—En el Buy’n’Fly número 501.762.

—Voy de camino a Bernie con un superultra. O sea: hacia San Bernardino. O sea: con una entrega de super-ultra-alta-prioridad. O sea: mala suerte.

—Vale, gracias por nada.

—Lo siento.

—Patina con prudencia —corta T.A. con la tradicional despedida sarcástica.

—No dejes de respirar —termina Atropello. El rugido se apaga de inmediato.

Qué idiota. En la próxima cita va a tener que suplicar. Pero, mientras tanto, sólo hay otra persona que le deba una. El único problema es que a lo mejor es idiota. Pero merece la pena probar.

—¿Diga? —contesta él desde su teléfono personal. Respira con fuerza y de fondo se oyen un par de sirenas.

—¿Hiro Protagonist?

—Sí, ¿quién es?

—T.A. ¿Dónde estás?

—En el aparcamiento de un Safeway en Oahu —dice. Y no miente;

T.A. oye el ruido de fondo de los carritos de la compra llevando a cabo su chocante copulación anal.

—Ahora mismo estoy bastante ocupado. Tía, pero… ¿en qué puedo ayudarte?

—Es T.A. —aclara—. Y puedes ayudarme a escapar de un Talego. —Le explica los detalles.

—¿Cuánto hace que te han metido ahí?

—Diez minutos.

—Bien, según el manual de las franquicias Talego el gerente tiene que comprobar el estado del detenido media hora después de su ingreso.

—¿Y tú cómo sabes eso? —pregunta T.A. acusadoramente.

—Usa la imaginación. Cuando el gerente haya terminado su visita de reconocimiento, espera cinco minutos más y sigue tu plan. Intentaré echarte una mano. ¿Vale?

—De acuerdo.

A la media hora exacta oye abrirse la puerta de atrás. Las luces se encienden. Sus Knight Visión la protegen de unas buenas molestias en los ojos. El gerente baja unos cuantos escalones y la contempla, la contempla durante un rato bastante largo. Es evidente que se siente tentado. Esa breve visión de carne lleva media hora rebotando por el interior de su cerebro. Se está rompiendo los sesos con vastos dilemas cosmológicos. T.A. espera que no se le ocurra intentar nada, porque los efectos de la dentata suelen ser imprevisibles.

—Decídete de una puta vez —le espeta.

Funciona. Este nuevo estallido de choque cultural sacude al tayiko arrancándolo de su encrucijada ética. Le lanza a T.A. una colérica mirada de desaprobación; al fin y al cabo, ella ha sido quien lo ha obligado a sentirse atraído, quien lo ha puesto cachondo, quien ha hecho que le dé vueltas la cabeza: no tenía por qué dejarse arrestar, ¿no es cierto? Así que, además, está encolerizado con ella. Tiene derecho a estarlo. ¿Este es el género que inventó la vacuna contra la polio? Él se vuelve, sube las escaleras, apaga la luz y cierra la puerta. T.A. mira la hora, pone la alarma para que suene al cabo de cinco minutos; es el único habitante de Norteamérica que sabe cómo activar la alarma de su reloj de pulsera digital. Luego saca un juego de ganzúas de uno de los bolsillos estrechos de la manga y extrae una luz química y la enciende para poder ver. Elige una pieza de acero delgada y plana, la desliza en el interior de las esposas y presiona el muelle del mecanismo. Uno de los aros de las esposas, que hasta entonces era un trinquete de una dirección que sólo podía apretarse más, se suelta de la tubería.

Podría quitarse las esposas de la muñeca, pero ha decidido que le gusta su aspecto. Se cierra el aro suelto sobre la muñeca, junto al otro, formando un brazalete doble. Algo como lo que usaba su madre años antes, durante su época punk.

La puerta de acero está cerrada, pero el reglamento de seguridad del Buy’n’Fly obliga a que exista una salida de emergencia del sótano para casos de incendio. En este caso se trata de una ventana con gruesos barrotes y una gran alarma de incendios roja y multilingüe sujeta con tornillos. A la verdosa luz química el rojo parece negro. Lee las instrucciones en inglés, las repasa mentalmente una o dos veces y espera a que suene la alarma del reloj. Deja pasar el tiempo leyendo las instrucciones en otros idiomas, tratando de identificarlos. A T.A. todos le suenan a taxilingua.

La ventana está casi demasiado sucia para mirar a través de ella, pero ve pasar una sombra negra. Hiro.

Unos diez segundos después se activa la alarma del reloj de pulsera. Empuja la salida de emergencia. Suena la alarma. Los barrotes son más gruesos de lo que había pensado, pero por suerte no es un incendio de verdad y finalmente consigue abrirlos. Lanza el patín al aparcamiento y sale arrastrándose mientras oye abrirse la puerta de atrás. Cuando el tipo del manual encuentra el interruptor de la luz, ella está ya adentrándose con un brusco giro en el solar delantero… ¡que parece que se haya convertido en un festival tayiko!

¡Se diría que todos los tayikos del sur de California estén aquí, con sus destartalados taxis gigantes llenos de auténticos especímenes en el asiento de atrás, que apestan a incienso y abren tupperwares color neón! Han montado un gigantesco narguile de ocho tubos en el maletero de uno de los taxis y sorben con ruido grandes bocanadas de humo asfixiante.

Todos ellos miran a Hiro Protagonist, que les devuelve la mirada. Los ocupantes del aparcamiento parecen absolutamente sorprendidos.

Debe de haberse aproximado desde atrás, y no se ha dado cuenta de que el aparcamiento delantero estaba lleno de tayikos. Sea cual fuese su plan, no funcionará. Se ha jodido.

El gerente llega corriendo desde la trasera del Buy’n’Fly, haciendo sonar una espeluznante bocina taxilingua. Su objetivo es atrapar a T.A.

Pero a los tayikos que rodean el narguile no les preocupa T.A. Su objetivo es Hiro. Cuelgan con todo cuidado las boquillas de plata en un soporte que hay en el cuello de la megapipa. Luego se dirigen hacia él, buscando en los pliegues de sus vestimentas o en los bolsillos internos de sus cazadoras.

Un cortante silbido distrae a T.A. Mira de nuevo a Hiro, y se da cuenta de que él ha desenvainado una espada curva de un metro de longitud, sacándola de una vaina que ella no había visto antes. Se ha puesto en cuclillas. La hoja de la espada centellea amenazadora bajo los brillantes focos de seguridad del Buy’n’Fly.

¡Qué encanto!

Decir que los muchachos del narguile han sido pillados por sorpresa sería subestimarlos. No están asustados sino más bien confundidos. Es evidente que muchos de ellos llevan armas de fuego, así que, ¿por qué los amenaza este tío con una espada?

T.A. recuerda que una de las múltiples profesiones listadas en la tarjeta de Hiro es «Mejor espadachín del mundo». ¿Será verdad que puede cargarse él solo a todo un clan de tayikos armados?

La mano del gerente se cierra sobre su brazo; como si eso fuese a detenerla. T.A. cruza la otra mano sobre el cuerpo y le suelta un buen chorro de Nudillos Líquidos. Él emite un gruñido apagado y distante y su cabeza restalla hacia atrás; le suelta el brazo y se tambalea sin control hasta que se derrumba sobre otro taxi, apretando las palmas de las manos contra los ojos.

Un momento. En ese taxi no hay nadie, pero T.A. ve un llavero de macramé de más de medio metro que cuelga del contacto.

Tira la plancha a través de la ventana del taxi y se lanza de cabeza tras ella; es menuda y abrir la puerta resulta opcional. Se arrastra hasta el asiento del conductor, hundiéndose en un profundo nido de cuentas de madera y ambientadores de aire, enciende el motor y arranca. Marcha atrás. En dirección al aparcamiento posterior. El taxi estaba aparcado con el morro hacia fuera, al estilo taxista, listo para una huida rápida, lo cual sería perfecto si estuviese sola… pero tiene que pensar también en Hiro. La radio está conectada y suelta alaridos en taxilingua. T.A. sigue marcha atrás hasta la parte trasera del Buy’n’Fly. El aparcamiento trasero está extrañamente silencioso y vacío.

Cambia de marcha y se lanza por donde había venido. Los tayikos no han tenido tiempo de reaccionar todavía; esperaban que llegase por el otro lado. Con un chirrido, T.A. detiene el taxi junto a Hiro, quien ha tenido presencia de ánimo suficiente para volver a enfundar su espada en la vaina. Se lanza por la ventana del copiloto. T.A. deja de prestarle atención; tiene otras cosas en que pensar, por ejemplo si van a recibir una andanada por el costado mientras se dirigen hacia la carretera.

No es así, aunque un coche se ve obligado a apartarse para esquivarla. Lanza el taxi a la autopista; éste responde como sólo un taxi antiguo podría hacerlo.

El único problema es que hay otra media docena de taxis antiguos que los persiguen.

Algo le presiona el muslo izquierdo. Mira hacia abajo. Es un revólver notablemente grande metido en una red que cuelga de la puerta.

Tiene que encontrar un sitio donde refugiarse. Si pudiese encontrar un fransulado de Nova Sicilia, serviría: la Mafia le debe un favor. O uno de Nueva Sudáfrica, que ella odia, pero los neosudafricanos aún odian más a los tayikos.

Tacha eso; Hiro es negro, al menos en parte. No puede llevarlo a Nueva Sudáfrica. Y T.A. es blanca, así que no pueden ir a Metazania.

—El Gran Hong Kong de Mr. Lee —propone Hiro—. Un kilómetro más adelante, a la derecha.

—Buena idea, pero no te dejarán entrar con las espadas. ¿O sí?

—Sí —aclara él—, porque soy ciudadano.

T.A. lo distingue ahora. El cartel destaca porque es inusual. No se ven muchos así. Es un cartel verde y azul, pacífico y sereno en el gueto de deslumbrantes franquicias. Dice:

GRAN HONG KONG DE MR. LEE

Tras ellos se oye un ruido explosivo. La cabeza de T.A. golpea contra el reposacabezas. Otro taxi los ha alcanzado por detrás.

Se lanza al interior del aparcamiento del Mr. Lee a ciento veinte por hora. El sistema de seguridad no tiene tiempo de comprobar su visado, así que activa el DGN y realmente le produce un Daño Grave a los Neumáticos, los radiales se quedan en las púas hechos jirones. Desprendiendo un reguero de chispas por las cuatro llantas desnudas, T.A. se detiene con un chirrido penetrante en el césped, que hace tanto de devorador de monóxido de carbono como de aparcamiento impermeable.

Hiro y ella se bajan del coche.

Hiro sonríe salvajemente bajo el fuego cruzado de una docena de láseres rojos que lo estudian desde todas las direcciones a la vez. El sistema de seguridad robotizado de Hong Kong lo está comprobando. Y también a ella: cuando mira hacia abajo, ve que los láseres emborronan su pecho.

—Bienvenido al Gran Hong Kong de Mr. Lee, señor Protagonist —dice el sistema de seguridad a través de un altavoz—. Y sea también bienvenida su invitada, la señorita T.A.

Los demás taxis se han detenido en formación junto a la acera. Varios de ellos se han pasado de largo de la franquicia de Hong Kong y han tenido que recular un bloque o más. Se oye una andanada de puertas que se cierran. Varios de ellos no se molestan, simplemente dejan los motores en marcha y las puertas abiertas de par en par. Tres tayikos remolonean en la acera, mirando las tiras de neumático empaladas en las púas: largas bandas de neopreno de las que brotan hilos de acero y de fibra de vidrio, como peluquines arruinados. Uno de ellos lleva un revólver en la mano, apuntado directamente hacia abajo, a la acera.

Otros cuatro tayikos llegan a la carrera y se unen a ellos. T.A. cuenta dos revólveres más y una escopeta. Si llegan unos cuantos tipos más de ésos podrán formar su propio gobierno.

Pasan con cuidado sobre las púas en dirección al frondoso césped de Hong Kong. Los láseres aparecen de nuevo. Durante un instante, los tayikos adquieren un aspecto rojo y granulado.

De repente sucede algo más. Las luces se encienden. El sistema de seguridad quiere ver con más claridad a esa gente.

Los fransulados de Hong Kong son famosos por su césped: ¿quién ha oído hablar de un césped en el cual se pueda aparcar? Y por sus antenas, que les dan la apariencia de instalaciones de investigación de la NASA. Algunas apuntan hacia el cielo: son enlaces por satélite. Pero otras, minúsculas, apuntan hacia abajo, hacia el césped.

T.A. no lo sabe, pero esas pequeñas antenas son transceptores de radar de onda milimétrica. Como cualquier otro radar, detectan muy bien los objetos metálicos. Pero a diferencia de los radares de los centros de control de tráfico aéreo, la resolución de éstos les permite detectar detalles muy sutiles. La resolución de un sistema depende de su longitud de onda; puesto que la de estos radares es de alrededor de un milímetro, puede verte el empaste de los dientes, los ojales de las zapatillas Converse, los remaches de los Levis. Puede calcular el valor del dinero suelto que llevas en el bolsillo.

Detectar las armas de fuego no es problema. Esta cosa puede saber incluso si las armas están cargadas, y si es así, con qué tipo de munición. Eso es importante, porque las armas de fuego son ilegales en el Gran Hone Kong de Mr. Lee.