El Sol Negro tiene el tamaño de varios campos de fútbol puestos uno junto a otro. La decoración consiste en mesas negras cuadradas que flotan en el aire (sería inútil dibujarles patas), espaciadas regularmente formando una cuadrícula. Como pixel. La única excepción está en el centro, donde los cuatro cuadrantes del bar coinciden (4=2^2). Esta parte está ocupada por un bar circular de dieciséis metros de diámetro. Todo es de color negro mate, lo cual facilita que el sistema informático dibuje cosas encima: no tiene que preocuparse por rellenar un fondo complicado. Y además, así la atención se centra en los avatares, que es lo que todo el mundo quiere.
En la Calle no sale a cuenta tener un hermoso avatar, ya que está tan abarrotada que todos los avatares se mezclan y fluyen unos a través de otros. Pero el Sol Negro es un programa mucho más elegante. En el Sol Negro no está permitido que los avatares choquen. Sólo puede haber cierto número de personas a la vez, y no pueden atravesarse unas a otras. Todo es sólido, opaco y realista. Y la clientela tiene muchísima más clase; nada de penes parlantes. Los avatares parecen personas reales. Y, en su mayor parte, los demonios también.
«Demonio» es un antiguo término de la jerga del sistema operativo Unix, que hacía referencia a un programa de utilidad de bajo nivel, una parte fundamental del sistema. En el Sol Negro, un demonio es como un avatar, pero no representa a un ser humano. Es un robot que vive en el Metaverso. Un fragmento de software, una especie de espíritu que habita en la máquina, normalmente con alguna función concreta asignada. El Sol Negro tiene cierto número de demonios que sirven bebidas imaginarias a los clientes y llevan a cabo pequeños recados para la gente.
Hasta tiene demonios porteros para librarse de los indeseables: agarran sus avatares y los echan por la puerta, aplicando ciertos principios básicos de la física de avatares. Da5id incluso ha modificado la física del Sol Negro para hacerla un poco más caricaturesca, de forma que las personas especialmente aborrecibles pueden recibir el golpe de un martillo gigante en la cabeza, o bien ser aplastadas por una caja fuerte que se desploma sobre ellos. Eso le ocurre a cualquiera que resulte molesto, que acose o grabe a una celebridad, y también a cualquiera que parezca contagioso. Es decir, si tu ordenador personal está infectado de virus y pretendes propagarlos mediante el Sol Negro, más vale que tengas cuidado con el techo.
—Pizarrón —murmura Hiro. Es el nombre de un programa escrito por él, una potente herramienta para un cazadatos de la CCI. Excava en el sistema operativo del Sol Negro, saquea su información y luego muestra un plano cuadrado frente al rostro de Hiro, dándole una rápida visión general de quién hay y quién está hablando con quién. Es información no autorizada a la cual Hiro en teoría no debería tener acceso. Pero Hiro no es un actor guaperas que llega aquí para hacer contactos. Es un hacker. Si quiere información, la roba directamente de las entrañas del sistema: chismorreo ex machina.
Pizarrón le muestra que Da5id está refugiado en su sitio habitual, una mesa en el Cuadrante Hacker, cerca del bar. El Cuadrante de las Estrellas Cinematográficas tiene la mezcla usual de soberanos y aspirantes. El Cuadrante de las Estrellas de Rock está muy animado hoy.
Hiro puede ver que ha venido de visita un rapero japonés de moda, un tal Sushi K. Y hay un montón de tipos de la industria musical alrededor del Cuadrante Japonés, que tiene el mismo aspecto que cualquier otro excepto que es más silencioso, con las mesas más cerca del suelo y lleno de demonios geisha que mariposean de aquí para allá y hacen reverencias. Probablemente mucha de esa gente pertenezca al séquito de representantes, agentes de prensa y abogados de Sushi K.
Hiro cruza el Cuadrante Hacker, en dirección a la mesa de Da5id. Reconoce a mucha gente pero, como es habitual, se sorprende ante la cantidad de gente que no reconoce, todos esos rostros agudos y perceptivos de veintiún años. El desarrollo de software comparte con el deporte profesional la característica de lograr que los treintañeros se sientan decrépitos.
Al mirar hacia la mesa de Da5id, ve que está hablando con una persona en blanco y negro. Pese a su carencia de color y a la mala resolución, Hiro la reconoce por la forma de cruzar los brazos al hablar, el modo en que sacude el cabello mientras escucha a Da5id. El avatar de Hiro se detiene y la mira, adoptando la misma expresión facial con que él miraba a esa mujer años atrás. En la Realidad, Hiro extiende una mano, coge su cerveza, da un trago y deja que ruede en su boca, como un haz de ondas que entrechocan en un espacio reducido.
Se llama Juanita Márquez. Hiro la conoce desde que eran estudiantes de primero en Berkeley, y coincidían en la misma área del laboratorio en la clase de introducción a la física. La primera vez que la vio se forjó una impresión que no cambió durante muchos años: ella era del tipo austero, pedante y empollona, y se vestía como si buscase trabajo de contable en una funeraria. Al mismo tiempo, su lengua era como un lanzallamas que dirigía sobre la gente en los momentos más extraños, generalmente como grandiosa y abrasadora represalia contra cualquier minúscula ruptura del protocolo que nadie más había logrado percibir.
No pudo dar con el resto de la ecuación hasta varios años después, cuando ambos acabaron trabajando para Sistemas Sol Negro, Inc. En esa época los dos se dedicaban al desarrollo de avatares, él a los cuerpos y ella a los rostros. Ella «era» el departamento de rostros, porque nadie más pensaba que los rostros fuesen importantes, sino simples bustos de color carne colocados sobre los avatares. Juanita estaba obsesionada en demostrarles a todos ellos cuan terriblemente equivocados estaban. Pero durante esa fase, la sociedad exclusivamente masculina de los gurús informáticos que componían la jerarquía de poder de Sistemas Sol Negro afirmaba que el problema de los rostros era trivial y superficial. Por supuesto, no era más que sexismo, de ese tipo especialmente virulento que afecta a los técnicos varones que creen con toda sinceridad que son demasiado inteligentes como para ser sexistas.
Aquella primera impresión, a la edad de diecisiete años, no era nada más que eso: la reacción visceral de un postadolescente de familia militar que llevaba tres semanas abandonado a sus propios recursos. Su mente funcionaba correctamente, pero sólo entendía una o dos cosas en el mundo (las películas de samurais y el Macintosh), y las comprendía demasiado bien. Era una visión del mundo en la que no había sitio para alguien como Juanita.
Hay cierto tipo de ciudad pequeña que crece como un grano en el culo de cualquier base militar del mundo. Hiro Protagonist había crecido a cámara rápida en una larga serie de sitios así, como una orquídea mutante de invernadero floreciendo bajo el brillo de los focos de seguridad de un millar de Buy’n’Fly. El padre de Hiro se había unido al ejército en 1944, a la edad de dieciséis años, y pasó un año en el Pacífico, mayormente como prisionero de guerra. Hiro nació cuando su padre ya era de edad madura. En esa época hacía mucho que papá podría haberse retirado y cobrado su pensión, pero no habría sabido qué hacer fuera del servicio, así que permaneció en el ejército hasta que lo echaron a finales de los ochenta. Cuando llegó a Berkeley, Hiro ya había vivido en Wrightstown (Nueva Jersey), Tacoma (Washington), Fayetteville (Carolina del Norte), Hinesville (Georgia), Killeen (Texas), Grafenwehr (Alemania), Seúl (Corea), Ogden (Kansas) y Watertown (Nueva York). Todos esos lugares eran, en el fondo, iguales, con los mismos guetos de franquicias, los mismos garitos e incluso la misma gente. No paraba de encontrarse con compañeros de colegio que había conocido años antes, otros hijos de militares que coincidían en las mismas bases al mismo tiempo. Sus pieles no eran del mismo color, pero todos pertenecían al mismo grupo étnico: militar. Los niños negros no hablaban como niños negros, los asiáticos no se partían el culo por sobresalir en el colegio. Los niños blancos, en su mayoría, no tenían ningún problema en juntarse con niños negros o asiáticos. Y las niñas sabían cuál era su lugar. Todos tenían las mismas mamas con los mismos traseros abundantes enfundados en pantalones elásticos y los mismos rizos de permanente y todas ellas eran igualmente dulces y cariñosas y conformistas y, si por casualidad eran inteligentes, hacían todo lo posible por disimularlo.
Así que la primera vez que Hiro vio a Juanita, o cualquier otra chica como ella, sus puntos de vista sufrieron un vuelco radical. Tenía un cabello largo, negro y lustroso que jamás había sido sometido a ningún proceso químico aparte de lavarlo regularmente con champú. No se pintaba los párpados de azul. Vestía ropa oscura, comedida y de buen corte. Y no se dejaba impresionar por nadie, ni siquiera por los profesores, cosa que a él en aquella época le pareció a la vez amenazadora y una demostración de mal genio.
Cuando volvió a verla tras una pausa de varios años —periodo que pasó principalmente en Japón, trabajando entre auténticos adultos de una clase social superior a la que él estaba acostumbrado, personas de carácter que vestían ropas auténticas y hacían cosas auténticas con sus vidas—, se sorprendió al comprender que Juanita era una belleza elegante y con estilo. Al principio pensó que ella había sufrido una transformación radical desde la época de su primer año en la universidad.
Pero entonces fue a visitar a su padre a una de esas ciudades del ejército y se tropezó con la reina del baile de graduación del instituto. En poco tiempo se había convertido en una dama con exceso de peso, de cabello chillón y ropas chillonas, que leía los periódicos sensacionalistas en la cola de la caja del economato porque no le llegaba el dinero para comprarlos, que mascaba chicle haciendo globos y con dos hijos a quienes jamás podría meter en cintura por falta de energía y de previsión.
Viendo a esa mujer en el economato, sufrió finalmente una tardía y confusa epifanía, no una luz brillante que descendía del cielo para iluminarlo, sino más bien como la tenue luz dorada de una lámpara colgada en una escalera plegable: en realidad Juanita no había cambiado mucho desde aquellos días, simplemente había crecido. Era él quien había cambiado, y radicalmente.
Una vez fue a verla a su despacho, por asuntos estrictamente comerciales. Hasta ese momento se habían visto muy a menudo en la oficina pero actuaban como si no se conociesen de antes. Pero aquel día, cuando él entró en el despacho, ella le dijo que cerrase la puerta, luego apagó el monitor de su ordenador y comenzó a juguetear con un lápiz y a contemplarlo como a una bandeja de sushi del día anterior. En la pared, tras ella, había un cuadro, obra de un aficionado, de una anciana dama en un marco antiguo y ornamentado. Era la única decoración del despacho de Juanita. Los otros hackers tenían fotografías a color del despegue de una lanzadera espacial, o pósters de la nave espacial Enterprise.
—Es mi difunta abuela, Dios tenga piedad de su alma —explicó, al verlo mirar el cuadro—. Un ejemplo para mí.
—¿Por qué? ¿Era programadora?
Ella simplemente lo contempló por encima del lápiz como preguntándose: ¿puede ser tan corto un mamífero y aun así tener un sistema respiratorio funcional?
—No —dijo Juanita en vez de estallar; una respuesta simple. Luego probó con una más complicada—: Cuando tenía quince años, una vez no me vino la regla. Usaba un diafragma, pero mi novio y yo sabíamos que a veces fallaban. Yo era buena con las mates y tenía memorizada la tasa de fallos, grabada en mi subconsciente; o quizá en mi consciente, siempre los confundo. En cualquier caso, estaba aterrorizada. Nuestro perro empezó a tratarme de forma distinta; según se dice, pueden detectar el olor de una mujer embarazada. O de una perra embarazada, claro.
Llegados a este punto, el rostro de Hiro se había congelado en una pose alerta y sorprendida que más adelante Juanita usó en su trabajo de forma extensa. Porque, mientras hablaba con él, miraba su rostro, analizando la manera en que los pequeños músculos de su frente tiraban de las cejas y cambiaban la forma de sus ojos.
—Mi madre no tenía ni idea, y mi novio aún menos; de hecho, lo dejé al instante, porque me hizo comprender cuan alienígena era, como muchos otros miembros de tu especie. —Con esto se refería a los varones—. Sea como sea, el caso es que llegó mi abuela de visita —continuó, girando la cabeza para echarle un vistazo al cuadro—. Traté de esquivarla, hasta que nos sentamos todos juntos para comer. Y se dio cuenta de la situación en menos de diez minutos, sólo viendo mi expresión a través de la mesa del comedor. Yo no dije más de diez palabras: «Pásame las tortillas», y cosas así. No sé cómo pudo transmitir esa información mi cara, o qué tipo de circuitos internos de la mente de mi abuela le permitieron llevar a cabo esa hazaña increíble: condensar en hechos el vapor de los matices.
«Condensar en hechos el vapor de los matices». Hiro no ha olvidado el sonido de su voz pronunciando esas palabras, el sentimiento que lo sobrecogió al comprender, por vez primera, lo inteligente que era Juanita.
—Ni siquiera llegué a apreciar todo eso —continuó Juanita— hasta unos diez años después, mientras cursaba estudios de posgrado e intentaba diseñar una interfaz de usuario capaz de transmitir un montón de información a gran velocidad, para ganar una de esas becas de los asesinos de niños. —Ese era el término que ella usaba para referirse a cualquier cosa relacionada con el Departamento de Defensa—. Estaba desarrollando todo tipo de técnicas complejas, como implantar electrodos en el cerebro, cuando me acordé de mi abuela y pensé. Dios mío, la mente humana puede absorber y procesar una cantidad increíble de información, si llega en el formato preciso. La interfaz correcta. Si le pones el rostro adecuado. ¿Quieres un poco de café?
Entonces él tuvo una idea preocupante: ¿Cómo se había portado en la universidad? ¿Habría sido muy imbécil? ¿Le habría causado muy mala impresión a Juanita?
Otros jóvenes se habrían preocupado en silencio, pero Hiro nunca había sido de los que pierden el tiempo pensando demasiado acerca de las cosas difíciles, así que la invitó a cenar y, tras unas cuantas copas (ella bebió agua mineral) dejó caer la pregunta: ¿Crees que soy imbécil?
Ella se rio. Él sonrió, creyendo que había encontrado una forma nueva y cautivadora de ligar.
Hasta un par de años después no comprendió que esa pregunta era, en realidad, la piedra angular de su relación. ¿Creía Juanita que Hiro era un imbécil? Él siempre tuvo razones para pensar que la respuesta era sí, pero nueve de cada diez veces ella insistía en que no. Eso fue el origen de grandes peleas y sexo estupendo, rupturas dramáticas y apasionadas reconciliaciones, pero al final tanta excitación acabó siendo excesiva para ambos, que estaban exhaustos por el trabajo, y terminaron por alejarse el uno del otro. Él estaba emocionalmente agotado de preguntarse qué pensaba ella realmente de él, y confundido por el hecho de que su opinión le importase tan profundamente. Y Juanita, quizá, empezaba a pensar que si Hiro estaba tan convencido en su fuero interno de no ser digno de ella, a lo mejor es que sabía algo que ella ignoraba.
Hiro lo habría achacado todo a diferencias de clase, de no ser porque los padres de ella vivían en Mexicali en una casa con suelo de tierra, y el padre de él ganaba más dinero que muchos profesores de universidad. Pero aun así la idea seguía dominando sus pensamientos, porque la clase es algo más que los ingresos: se trata más bien de saber qué lugar ocupas en la telaraña de las relaciones sociales. Juanita y su gente sabían su lugar con una certeza que bordeaba en la locura. Hiro jamás lo supo. Su padre era sargento mayor, su madre una mujer coreana cuyos antepasados habían sido esclavos en las minas japonesas, y Hiro no sabía si era negro o asiático o simplemente del ejército, si era rico o pobre, culto o ignorante, dotado o afortunado. Ni siquiera había una parte del país a la que pudiese llamar hogar hasta que se mudó a California, lo cual es poco más o menos tan específico como decir que vives en el Hemisferio Norte. En definitiva, probablemente fue su desorientación general lo que los distanció.
Tras la ruptura, Hiro salió con una larga serie de chicas cuyo rasgo distintivo era ser monas y que (a diferencia de Juanita) se sentían impresionadas por el hecho de que él trabajase para una firma de alta tecnología de Silicon Valley. En los últimos tiempos ha tenido que dedicarse a mujeres aún más fáciles de impresionar.
Juanita practicó el celibato un tiempo, después empezó a salir con Da5id y finalmente se casó con él. Da5id no tenía dudas sobre cuál era su lugar en el mundo. Sus antepasados eran rusos judíos de Brookiyn y habían residido en la misma casa de piedra arenisca setenta años, tras llegar procedentes de un pueblo de Letonia donde habían vivido quinientos; con la Tora en el regazo, Da5id podía trazar su linaje hasta Adán y Eva. Era hijo único, siempre había sido el primero en todas las asignaturas, y cuando consiguió la licenciatura en informática por Stanford, fundó su propia empresa con más o menos el mismo alboroto que exhibía el padre de Hiro al alquilar un nuevo apartado de correos cuando se mudaban. Luego se hizo rico, y ahora dirige el Sol Negro. Da5id siempre lo ha tenido todo claro.
Incluso cuando está totalmente equivocado, razón por la cual Hiro abandonó su trabajo en Sistemas Sol Negro, pese a la promesa de riquezas futuras, y también por la cual Juanita y Da5id se divorciaron dos años después de casarse.
Hiro no asistió a la boda de Juanita y Da5id; languidecía en el calabozo, donde lo habían arrojado unas pocas horas antes del ensayo. Lo habían encontrado en el parque Golden Gate, enfermo de amor, vestido únicamente con un cinturón, dando largos tragos de una botella gigante de Courvoisier y practicando ataques de Rendo con una auténtica espada samurai, flotando sobre la hierba con sus muslos poderosos para partir en dos los frisbis y las pelotas de béisbol de los excursionistas. Cazar al vuelo con el filo de tu espada una pelota lanzada a gran distancia y partirla limpiamente por la mitad como un pomelo no es una hazaña insignificante; el único problema es que los propietarios de la pelota de béisbol pueden mal interpretar tus intenciones y llamar a la policía.
Consiguió librarse del asunto simplemente pagando las pelotas de béisbol y los frisbis pero, desde ese episodio, no se ha molestado en preguntarle a Juanita si piensa o no que es imbécil. Ahora, incluso Hiro sabe la respuesta.
Desde entonces han seguido caminos muy distintos. En los primeros días del proyecto Sol Negro, la única forma de pagar a los hackers fue ir dándoles participación en las acciones. Hiro las fue vendiendo casi tan deprisa como las conseguía. Juanita no. Ahora ella es rica, y él no. Sería fácil extraer la conclusión de que Hiro es un inversor estúpido y Juanita inteligente, pero los hechos son un poco más complicados: Juanita puso todos los huevos en la misma cesta, manteniendo todo su dinero en acciones del Sol Negro; tal y como salieron las cosas, ganó un montón de pasta, pero también podría haberse arruinado. Y en ciertos aspectos, Hiro no tuvo muchas opciones. Cuando su padre enfermó, el Ejército y el Fondo de Veteranos se hicieron cargo de la mayoría de facturas, pero aun así tuvieron muchísimos gastos, y la madre de Hiro, que a duras penas hablaba inglés, no podía ganar ni manejar dinero por sí misma. Cuando el padre de Hiro murió, éste vendió todas sus acciones del Sol Negro para poner a mamá en una hermosa residencia en Corea. A ella le encanta estar ahí. Juega al golf todos los días. Podría haber mantenido su dinero en el Sol Negro y habría ganado unos diez millones de dólares un año después, cuando las acciones se empezaron a cotizar en bolsa, pero su madre habría sido una vagabunda callejera. Así que cuando su madre lo visita en el Metaverso, morena y feliz en su traje de golf, Hiro lo considera su propia fortuna personal. No sirve para pagar el alquiler, pero da igual: cuando vives en un agujero infecto, siempre te queda el Metaverso, y en el Metaverso, Hiro Protagonist es un príncipe guerrero.