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A la salida del Columnas Blancas hay un vehículo negro, aovillado como una pantera, una lente de acero bruñido que refleja el loglo de Oahu Road. Es una Unidad. Una Unidad Móvil de MetaPol Unlimited. En su puerta hay grabada una insignia plateada, una placa cromada de policía del tamaño de un plato, con el nombre de la citada organización privada de seguridad e inscrita:

LLAME AL 1-800-METAPOL

Se aceptan las principales tarjetas de crédito

MetaPol Unlimited es la fuerza de seguridad oficial de Columnas Blancas, y también de las Caballerizas en las Colinas de Windsor, las Fuentes del Arroyo del Oso, Cinnamon Grove y las Granjas de Cloverde-lle. Además hacen cumplir las leyes de tráfico en todas las autopistas y carreteras secundarias gestionadas por BellaRuta, Inc. Asimismo los emplean unas cuantas ECNOF diferentes: Caimán Plus y Los Alpes, por ejemplo. Pero las naciones franquicia prefieren tener fuerzas de seguridad privadas. Ni que decir tiene que Metazania y Nueva Sudáfrica se encargan de su propia seguridad; para eso se apuntan sus ciudadanos, para que puedan llamarlos a filas. Obviamente, Nova Sicilia tiene también seguridad propia. Narcolombia no necesita seguridad porque a la gente le da miedo incluso pasar junto a la franquicia a menos de ciento sesenta kilómetros por hora (T.A. siempre consigue un buen acelerón en los barrios en los que abundan los consulados narcolombianos), y el Gran Hong Kong de Mr. Lee, la abuela de todas las ECNOF, lo gestiona con robots, de forma típicamente hongkonesa.

WorIdBeat Security, el principal competidor de MetaPol, controla todas las carreteras de Tiramillas, y además tiene contratos a nivel mundial con Tradicionalistas del Dixie, La Plantación de Pickett, Los Altos del Arco Iris (fíjate: dos barclaves de apartheid y uno para hombres de negro), Riberas del [insértese nombre de río] y Brickyard Station. WorIdBeat es menor que MetaPol, se encarga de contratos de más alto nivel, y se dice que tiene un departamento de espionaje importante…, aunque si alguien está interesado en eso, es mejor ponerse en contacto con un comercial de la Corporación Central de Inteligencia.

Luego están los Garantes del Orden, pero son caros y no aceptan que los supervisen de buen grado. Se rumorea que debajo de los uniformes llevan camisetas con el escudo de armas no oficial de los Garantes: un puño que blande una cachiporra, y el lema:

DENÚNCIAME

Así pues, T.A. desciende por una rampa suave hacia la pesada puerta de hierro de Columnas Blancas, esperando que se abra, y esperando, y esperando… pero no parece que la puerta vaya a abrirse. Ningún pulso de láser ha surgido de la caseta de los guardas para averiguar quién es T.A. El sistema ha sido desactivado. Si T.A. fuese un peatón estúpido iría al metapoli y le preguntaría por qué. El metapoli diría: «La seguridad de la ciudad estado», y nada más. ¡Estos barclaves! ¡Estas ciudades estado! Tan pequeñas, tan inseguras, que prácticamente todo, desde que no hayas cortado el césped hasta que pongas la música muy alta, se convierte en un asunto de seguridad nacional.

No hay forma de rodear la verja; de hierro y robofacturada, rodea Columnas Blancas hasta una altura de dos metros y medio. T.A. rueda hasta la puerta, agarra los barrotes y trata de sacudirla, pero es demasiado grande y sólida.

No está permitido que los metapolis se apoyen sobre su Unidad; les daría una apariencia perezosa y débil. Pueden casi apoyarse, tener la pinta de estar apoyándose, incluso adoptar una clara actitud de me-estoy-apoyando-en-el-coche, como hace este individuo en concreto, pero no pueden apoyarse. Además, los majestuosos y centelleantes Equipos Completos Portátiles Personales, que cuelgan de los Arneses Modulares Personales de Equipo, le rayarían el barniz a la Unidad.

—Quita esta barrera al comercio, colega, que tengo entregas que hacer —le suelta T.A. al metapoli.

Un estallido brusco y húmedo, no lo bastante fuerte para una explosión, restalla en la parte trasera de la Unidad Móvil. Es el tenue sonido de un escupitajo proyectado a través de una lengua doblada; el ruido distante y amortiguado de un bebé tirándose un buen pedo. La mano de T.A., aún agarrada a los barrotes de la puerta, escuece durante un momento y luego siente a la vez frío y calor. Apenas puede moverla. Huele a vinilo.

El compañero del metapoli sale del asiento trasero de la Unidad Móvil. La ventana de la puerta trasera está abierta, pero la Unidad Móvil es tan negra que uno no se da cuenta hasta que la puerta se mueve. Bajo sus relucientes cascos negros y gafas de visión nocturna, ambos metapolis sonríen burlonamente. El que sale de la Unidad Móvil va armado con un Proyector de Sujeción Química de Corto Alcance: una encoladora. Su truquito ha funcionado. A T.A. no se le ha ocurrido usar sus Knight Visión para comprobar que en el asiento trasero no hubiese un francotirador preparado para encolarla.

La cola, cuando se expande en el aire como ahora, tiene el tamaño aproximado de un balón de fútbol. Kilómetros y kilómetros de fibras fuertes pero delgadas, como espaguetis. La salsa de esos espaguetis es una substancia pegajosa que permanece fluida unos instantes tras el disparo de la encoladora, e inmediatamente después se solidifica.

Los metapolis llevan ese tipo de equipo porque los fransulados son tan pequeños que resulta imposible perseguir a nadie por ellos. Los intrusos, casi siempre inocentes surfistas, están a tres segundos en monopatín de conseguir asilo en el fransulado vecino. Además, la mole increíble del Arnés Modular Personal de Equipo, que es el soporte donde se lleva el equipo, y todo lo que cuelga de él los frena tanto que cuando intentan correr lo único que consiguen es que la gente se ría de ellos. Así que en vez de librarse de unos kilos, simplemente cuelgan unas cuantas cosas más de sus arneses, como la encoladora.

El chorro de fibrosas mucosidades ha envuelto la mano y el antebrazo de T.A., pegándolos a la barra de la puerta. La substancia pegajosa sobrante ha chorreado barra abajo un pequeño trecho, pero ya está secándose, convirtiéndose en goma. Unas cuantas hebras sueltas han salpicado, quedando adheridas a su hombro, pecho y barbilla. Se aparta y el adhesivo se separa de las fibras, estirándose en largos hilos infinitamente delgados, como mozzarella caliente. Se secan y se vuelven sólidas al instante, y luego se parten, rizándose como volutas de humo. Ahora que no tiene cola en la cara ya no es tan desagradable, pero su mano sigue perfectamente inmovilizada.

—Se le hace saber que cualquier movimiento que no sea respaldado explícitamente por una autorización verbal por mi parte puede representar un riesgo físico de carácter inmediato para usted, así como un riesgo psíquico colateral y, dependiendo de su escala de valores personal, un riesgo espiritual derivado de su reacción personal al citado riesgo físico. Cualquier movimiento por su parte constituye una aceptación implícita e irrevocable de tal riesgo —dice el primer metapoli. En su cinturón hay un pequeño altavoz que traduce simultáneamente todo lo dicho al castellano y al japonés.

—O, como preferimos decir —aclara el otro metapoli—: ¡quieta ahí, gilipollas!

La palabra no se traduce correctamente y resuena en el pequeño altavoz como «lipolias» y «farfollas», respectivamente.

—Somos comisarios autorizados de MetaPol Unlimited. Según la sección 24.5.2 del Código de Columnas Blancas, estamos autorizados para desempeñar el papel de fuerza policial en este territorio.

—Por ejemplo, molestar a inocentes surfistas —acota T.A.

—Al hablar en inglés acepta usted implícita e irrevocablemente que todas nuestras conversaciones futuras se desarrollen en esa lengua —dice el metapoli, desactivando el traductor.

—Si ni siquiera entiendes a T.A. —dice T.A.

—Ha sido usted identificada como Foco de Investigación de un Suceso Delictivo Registrado que presuntamente ha tenido lugar en otro territorio, a saber, las Caballerizas en las Colinas de Windsor.

—Pero si eso es otro país, tío. ¡Esto es Columnas Blancas!

—Según las cláusulas del Código de las Caballerizas en las Colinas de Windsor, estamos autorizados a proteger la seguridad nacional y hacer respetar la ley y la armonía social en dicho territorio. Un tratado entre las Caballerizas en las Colinas de Windsor y Columnas Blancas nos autoriza a ponerla a usted bajo custodia temporal en tanto no se resuelva su condición de Foco de Investigación.

—La cagaste —aclara el segundo metapoli.

—Ya que su conducta no ha sido agresiva y no lleva armas visibles, no estamos autorizados a emplear medidas heroicas para garantizar su cooperación —sigue el primer metapoli.

—Sé buena chica y nosotros seremos buenos chicos —traduce el segundo.

—No obstante, estamos equipados con dispositivos, que incluyen aunque no se limitan a armas de proyectiles, que, en caso de usarse, pueden representar una amenaza extrema e inmediata para su salud y bienestar.

—Un movimiento raro y te volamos la cabeza —termina el segundo metapoli.

—Despégame la mano de una puta vez —dice T.A. Ha oído todo esto millones de veces.

Columnas Blancas, como la mayoría de barclaves, no tiene comisaría ni cárcel: son tan antiestéticas y anticomerciales. Imagínate que les metieran un pleito. MetaPol tiene una franquicia carretera abajo que le sirve de cuartel general. En cuanto a celdas, un lugar para habeus el ocasional corpus descarriado, cualquier zona de franquicias medio decente tiene una.

Viajan en la Unidad Móvil. T.A. tiene las manos esposadas delante de ella. Una mano está aún medio cubierta de moco gomoso, y despide un olor tan intenso a vapores de vinilo que ambos metapolis han bajado las ventanillas. Dos metros de fibras sueltas le recorren el regazo, cruzan el suelo de la Unidad Móvil, salen por la puerta y se arrastran por el pavimento. Los metapolis se lo toman con calma, viajando por el carril central, sin desperdiciar la oportunidad de poner una multa por exceso de velocidad aquí y allá mientras permanezcan en su jurisdicción. Los automovilistas que los rodean conducen con lentitud y prudencia, aterrados por la posibilidad de tener que detenerse y escuchar media hora de cláusulas legales y las enmarañadas justificaciones de esos tipos. De vez en cuando un repartidor de Cosa Nostra los adelanta por el carril izquierdo con las luces anaranjadas encendidas, y ellos fingen no darse cuenta.

—¿Adonde vamos, a una Jaula o a un Talego? —pregunta el primer metapoli. A juzgar por su forma de hablar, se dirige al otro metapoli.

—A una Jaula, por favor —pide T.A.

—¡Al Talego! —dice el otro metapoli, girándose y riendo sarcástico a través del cristal antibalas, refocilándose en su poder.

Al pasar junto a un Buy’n’Fly todo el interior del coche se ilumina. Holgazanea en el aparcamiento de un Buy’n’Fly y acabarás moreno. Y luego te detendrán los de WorIdBeat Security. La sobreabundancia de focos de seguridad hace que los adhesivos de VISA y MasterCard que hay en la ventanilla del conductor brillen durante un momento.

—T.A. lleva tarjetas —dice T.A.—. ¿Cuánto cuesta terminar con esto?

—¿Por qué te llamas a ti misma «tía»? —pregunta el segundo metapoli. Como muchos hombres, ha entendido mal el nombre.

—No es tía, sino T. A. —aclara el primer metapoli.

—T.A. se llama así —explica T.A.

—Eso he dicho —insiste el segundo metapoli—. Tía.

—T. A. —dice el primero, acentuando tanto la T que lanza un chorro brillante de saliva contra el parabrisas—. Veamos… ¿Teresa Álvarez?

—No.

—¿Thelma Albright?

—No.

—Entonces, ¿qué coño significa?

—Nada.

En realidad significa Tuya Afectísima, pero si no pueden adivinarlo, que se jodan.

—No puedes permitírtelo —continúa el primer metapoli—. Te enfrentas a las CCW.

—No tiene por qué ser oficial. Podría escaparme.

—Esto es una Unidad con clase. No aceptamos fugas —señala el primer metapoli.

—¿Sabes qué? —ofrece el segundo—. Nos pagas un billón de pavos y te llevamos a una Jaula. Una vez allí puedes negociar con ellos.

—Medio billón —dice T.A.

—Setecientos cincuenta mil millones —concluye el metapoli—. Es la última oferta. Joder, llevas esposas; ni siquiera deberías estar regateando.

T.A. abre la cremallera de un bolsillo de la pernera de su mono, saca la tarjeta con la mano limpia, la pasa por un lector situado en el respaldo del asiento delantero, y se la guarda de nuevo en el bolsillo.

La Jaula parece nueva y resulta bastante agradable. T.A. ha visto hoteles donde se duerme mucho peor. Su logo, un cactus saguaro que lleva puesto un sombrero vaquero negro con una garbosa inclinación, es nuevo y está limpio.

LA JAULA

Servicios de encarcelamiento y retención de primera ¡Aceptamos grupos!

En el aparcamiento hay otro par de autos de MetaPol, y un furgón de los Garantes cruzado al fondo, ocupando diez plazas consecutivas. Esto llama mucho la atención de los metapolis. Los Garantes son para los metapolis lo que la Fuerza Delta para el Cuerpo de Paz.

—Una entrada —informa el segundo metapoli. Están en la zona de recepción. Las paredes están cubiertas de carteles luminosos, cada uno con la imagen de algún forajido del Viejo Oeste. Annie Oakley mira inexpresivamente a T.A.; es un ejemplo a seguir. El mostrador de entrada imita el estilo rústico; los empleados llevan todos sombreros de vaquero y estrellas de cinco puntas con sus nombres grabados. Al fondo hay una puerta de anticuados (y falsos) barrotes de hierro. Una vez dentro tiene el aspecto de un quirófano. Una hilera de pequeñas celdas, redondeadas y blancas como cabinas de ducha prefabricadas; de hecho, sirven también de duchas: uno se baña en mitad de la celda. Luces brillantes que se apagan automáticamente a las once en punto. Televisor a monedas. Línea telefónica privada. T.A. se muere de ganas de entrar.

El vaquero que hay tras el mostrador apunta un escáner a T.A. y lee su código de barras. Centenares de páginas de información personal acerca de T.A. brotan en la pantalla del ordenador.

—Uf —dice—. Hembra.

Los metapolis se miran entre sí como diciendo «menudo genio, este tío jamás podría ser metapoli».

—Lo siento, chicos, pero estamos completos. Esta noche no hay sitio para hembras.

—Oh, vamos…

—¿Veis ese furgón? Ha habido un tumulto en un Soba y Sigue. Unos narcolombianos estaban vendiendo un lote de vértigo caducado. El sitio se convirtió en un manicomio. Los Garantes enviaron media docena de escuadras y detuvieron a unos treinta, así que estamos llenos. Probad un poco más abajo, en el Talego.

A T.A. no le gusta nada el cariz que va tomando todo esto.

La devuelven al coche y activan el aislamiento acústico del asiento trasero, de forma que ella no oye nada excepto los ruidos y borboteos que le salen de las tripas vacías y los crujidos cada vez que mueve la mano encolada. Con las ganas que tenía de comer algo en la Jaula: Chiles a la Brasa o Hamburguesas Forajido.

Los dos metapolis hablan entre sí en el asiento delantero, y luego se incorporan al tráfico. Frente a ellos hay un logo cuadrado iluminado, un Código Universal de Producto gigante en blanco y negro con las palabras BLJY’N’FLY debajo.

En el mismo poste indicador, bajo el cartel del Buy’n’Fly, hay otro más pequeño, una tira delgada en letras vulgares:

EL TALEGO

La llevan al Talego. Cabrones. Golpea en el cristal con las manos esposadas, dejando marcas pegajosas. Que lo limpien esos hijos de puta. Se giran y la miran por encima del hombro, esa escoria culpable, como si hubiesen oído algo pero no lograsen imaginar de qué puede tratarse.

Se adentran en el halo azul radiactivo de las luces de seguridad del Buy’n’Fly. El segundo metapoli entra y habla con el tío del mostrador. Hay un tipo blanco y gordo comprando una revista de camiones gigantes que lleva una gorra de béisbol de Nueva Sudáfrica con la bandera de la Confederación, y al oírlos mira por la ventana, deseando posar sus ojos sobre un auténtico delincuente. Un segundo hombre, del mismo grupo étnico que el tipo del mostrador, sale de atrás; otro hombre moreno de ojos ardientes y cuello delgado. Este lleva un manual con el logo de Buy’n’Fly. Para encontrar al director de una franquicia no hace falta que te esfuerces en leer el cargo en su identificación, basta con que busques al que lleva el manual.

El director habla con el metapoli, hace un gesto de asentimiento y saca un llavero del cajón.

El segundo metapoli sale, deambula hasta llegar al automóvil y de repente abre la puerta trasera con brusquedad.

—Silencio, o la próxima vez te disparo la encoladora en la boca.

—Me alegro de que te guste el Talego —dice T.A.—, porque mañana noche estarás aquí, tiramocos.

—¿Ah, sí?

—Sí. Por fraude con tarjeta de crédito.

—Un poli contra una surfista. ¿Cómo vas a defender tu caso en el Sistema Judicial del Juez Bob?

—Trabajo para RadiKS. Sabemos cuidar de los nuestros.

—No, esta noche no. Esta noche has cogido una pizza del escenario de un accidente automovilístico y has abandonado el lugar del accidente. ¿Te ordenó entregar esa pizza RadiKS?

T.A. no contraataca. El metapoli tiene razón; RadiKS no le ordenó entregar la pizza; lo hacía ella por propia voluntad.

—RadiKS no va a ayudarte, así que cierra el pico.

Tira del brazo de T.A. y el resto de ella sale detrás. El de la carpeta le echa una mirada rápida, apenas suficiente para comprobar que es realmente una persona, y no un saco de harina, o un motor o un tronco de árbol. La guía hasta la maloliente trastienda del Buy’n’Fly, un sombrío lugar repleto de montones de hediondas basuras en cubos cubiertos de gusanos. Abre el cerrojo de la puerta trasera, un aburrido trasto de acero con marcas de ganzúas en los bordes como si bestias de garras metálicas hubiesen intentado colarse dentro.

Llevan a T.A. al sótano. Los sigue el primer metapoli, que lleva el patín golpeándolo descuidadamente contra las puertas y sucios estantes de policarbonato llenos de botellas.

—Más vale que le quite el uniforme y todo ese equipo —sugiere el segundo metapoli, no sin lascivia.

El director estudia a T.A., intentando que su mirada no se deslice de modo pecaminoso por todo su cuerpo. Durante miles de años, su pueblo ha sobrevivido en estado de alerta: esperando que los mongoles llegaran galopando desde más allá del horizonte, esperando que los criminales reincidentes agiten escopetas recortadas por encima de sus mostradores. En estos momentos, su alerta es palpable y penosa; es como un frasco de nitroglicerina caliente. Además, el miedo a una denuncia por abusos sexuales lo complica aún más. Para él no es una broma.

T.A. se encoge de hombros, intentando decir algo molesto y ocurrente. Se supone que en esas circunstancias debería acurrucarse y gritar, agitarse y lloriquear, desvanecerse y suplicar. Están amenazando quitarle la ropa. Qué horrible. Pero no se altera porque sabe que es justo lo que esperan.

Un korreo tiene que abrirse hueco en el asfalto. Una conducta previsible de respeto de las leyes adormece a los conductores. Mentalmente, te asignan una pequeña caja en el carril y suponen que vas a permanecer ahí; cuando la abandonas son incapaces de enfrentarse a ello.

A T.A. no le gustan las cajas. T.A. crea su propio espacio en el asfalto zigzagueando con fuerza de carril a carril, estableciendo una pauta de temible aleatoriedad. Eso hace que la gente permanezca atenta, los obliga a reaccionar ante ella, en vez de ser al revés. Ahora, estos tipos están intentando meterla en una caja, forzarla a seguir sus reglas.

Se baja la cremallera del mono hasta mostrar el ombligo. Debajo no hay nada excepto temblorosa carne pálida.

Los metapolis arquean las cejas.

El director retrocede de un salto, levanta ambas las para formar un escudo visual que lo proteja de esa dañina imagen.

—¡No, no, no! —grita.

T.A. se encoge de hombros y vuelve a subir la cremallera.

No tiene miedo; lleva dentata.

El director la esposa a una tubería de agua fría. El segundo metapoli retira sus esposas, más modernas y cibernéticas, y las cierra de nuevo sobre su ames con un chasquido. El primer metapoli deja el patín apoyado contra la pared, justo fuera del alcance de T.A. El director patea una lata de café oxidada lanzándola desde el otro lado de la habitación y haciéndola rebotar con pericia contra T.A., de forma que ella tenga donde mear.

—¿De dónde es usted? —pregunta T.A.

—De Tayikistán.

Un tayiko. Debería haberlo supuesto.

—Bueno, supongo que jugar al fútbol con latas de mierda debe de ser el deporte nacional allí.

El director no pilla el chiste. Los metapolis lanzan risitas de circunstancias.

Se firman papeles. Todos se van escaleras arriba. De camino a la puerta, el director apaga la luz; en Tayikistán, la electricidad es un asunto serio.

T.A. está en el Talego.