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T.A. ha tenido el privilegio de observar a muchos jóvenes Clints dar con sus dulces rostros en la piscina vacía de un barclave durante una correría nocturna no autorizada, pero siempre en monopatín, jamás en coche. El paisaje de la noche suburbana rebosa una belleza misteriosa, si se sabe mirar.

A patinar de nuevo. Rueda por el patio sobre un juego de Intelirruedas RadiKS modelo IV. Se compró esas ruedas mágicas después de leer en la revista Sur fistos del Asfalto el anuncio siguiente:

CARNE PICADA

Es lo que verás al mirarte en el espejo si surfeas sobre una tabla barata equipada con ruedas fijas no inteligentes y entras en contacto con un tubo de escape, neumático, montón de nieve, animal muerto, eje, mediana de autopista o peatón inconsciente.

Si eso te parece improbable, es que llevas demasiado tiempo surfeando calles desiertas. Todos esos obstáculos y muchos más se observaron recientemente en una franja de kilómetro y medio de la autopista de peaje de Nueva Jersey. Cualquier patinador que intente surcar esa vía en una plancha común acabará con los sesos esparcidos.

No hagas caso de los pretendidos puristas que aseguran que es posible saltar cualquier obstáculo. Los korreos profesionales lo saben: si has arponeado por placer o por trabajo un vehículo que se mueve a gran velocidad, tu tiempo de reacción se reduce a décimas de segundo, o menos aún si has soltado mucho cable.

Compra las Intelirruedas RadiKS modelo IV: son más baratas que una cara nueva y mucho más divertidas. Las Intelirruedas usan sonar, telemetría láser y radar milimétrico para identificar tubos de escape y otros obstáculos antes de que tengas que preocuparte de ellos.

No te comas un tubo de escape: ¡actualízate hoy mismo!

Sabias palabras. T.A. compró las ruedas. Consisten en un eje provisto de muchos radios de gran resistencia, cada uno de los cuales se proyecta telescópicamente en cinco secciones. En el extremo dispone de una rechoncha pata cubierta de suela de goma y articulada mediante una rótula. A medida que la rueda gira, las patas se plantan en el suelo una tras otra, casi tundiéndose en un neumático continuo. Al patinar sobre un obstáculo, los radios se retraen para pasar sobre él. Si se patina sobre un bache, los radios robóticos se sumergen en sus profundidades asfálticas. En cualquier caso se absorbe el impacto: ningún choque, porrazo, vibración ni golpe llega hasta la tabla o a las zapatillas Converse con las que la pisas. El anuncio tenía razón: no se puede ser surfista profesional de la carretera sin intelirruedas.

Entregar la pizza a tiempo va a resultar trivial. T.A. se desliza saliendo del césped húmedo y cruza sobre el borde del camino sin el más mínimo choque, coge velocidad en el hormigón y patina pendiente abajo hacia la calle. Con una sacudida del trasero reorienta la plancha; luego desciende por Homedale Mews en busca de una víctima. Un automóvil negro, cubierto de luces desagradables, pasa junto a ella con un zumbido, en dirección al desventurado Hiro Protagonist. Su visor RadiKS modelo Knight Visión se oscurece estratégicamente para protegerla del nocivo resplandor; sus pupilas permanecen dilatadas sin peligro, recorriendo la carretera en busca de signos de movimiento. La piscina está en la cima del barclave y a partir de ahí es cuesta abajo, pero no lo suficiente.

A medio bloque de distancia, en una calle lateral, se pone en marcha un bollicoche, una furgoneta familiar, que hace chirriar sus cuatro patéticos cilindros. La ve cruzar en diagonal desde sus actuales coordenadas. Al instante, las luces de marcha atrás parpadean: el conductor quita la marcha atrás y pone la primera. T.A. se dirige al bordillo y lo alcanza a gran velocidad; los radios de las intelirruedas lo ven llegar y se retraen con precisión de forma que se desliza de la calle al césped sin problemas. Las patas dejan en el césped un rastro de pisadas hexagonales. La cagada de un perro callejero, roja debido a los colorantes cárnicos indigestibles, queda grabada en relieve con el logo de RadiKS, cuya imagen especular está impresa en el extremo de cada radio.

El bollicoche se separa del bordillo y entra en la calle. Sus llantas chillan como ardillas al rozarlo; estamos en zona residencial, donde es mejor aceptar la pérdida de mil kilómetros de vida útil de tus Goodyear y restregarlos invariablemente contra el bordillo, que arriesgarse al ostracismo social y a estallidos de histeria colectiva por aparcar a varios centímetros de distancia, en mitad de la calle («No hay problema, mamá, puedo caminar hasta la acera»), ser una amenaza para el tráfico y un obstáculo mortal para los jóvenes ciclistas inexpertos. T.A. ha pulsado el botón del mangocarrete del arpón, liberando cable y permitiendo que se desenrolle un metro. Lo hace girar alrededor de la cabeza como un gaucho en la cordillera austral. Está a punto de lacear ese sobado transporte. El cabezal del arpón, del tamaño de una ensaladera, silba al girar; es innecesario, pero guay.

Para pinchar un bollicoche hace falta más habilidad de la que jamás imaginaría un peatón, a causa de su innata falta de mérito para la carretera, su carencia congénita de acero o de otros materiales férricos que el magnarpón pueda morder. Hay arpones superconductores capaces de pegarse a las carrocerías de aluminio generando corrientes inducidas en la propia carne del coche y forzándola a comportarse como un electroimán, pero T.A. no usa uno de ésos. Son la marca característica de los patinadores especializados en barclaves, cosa que T.A. no es, a pesar de la aventura de esta noche. Su arpón sólo se adhiere al acero, al hierro o (ligeramente) al níquel. El único acero de este modelo de bollicoche es el del bastidor.

Se decide por un lanzamiento a baja altura. El plano orbital de su arpón es casi vertical; durante la parte inferior de cada órbita prácticamente roza el centelleante firme suburbano. Cuando oprime el botón de liberación, el arpón despega desde una altitud de alrededor de un centímetro, curvándose ligeramente hacia arriba, a través de la calle y bajo el suelo de la furgoneta, hasta que encuentra acero. Es un mordisco firme, todo lo firme que se pueda llegar a conseguir en esa nebulosa de aire, tapicería, pintura y marketing denominada furgoneta familiar.

La reacción es instantánea, muy rápida para los estándares de los barclaves. Ese tipo quiere librarse de T.A. La furgoneta despega como un toro hormonado al que acabe de pinchar en el culo la serrada banderilla de un picador. No conduce mamá, sino el joven Brutus, el adolescente, quien, como cualquier otro chico del barclave, ha recibido chutes de testosterona para caballos en el vestuario del instituto todas las tardes desde los catorce años. Ahora es pesado, estúpido, profundamente previsible.

Conduce de forma errática, pues no controla por completo sus músculos potenciados artificialmente. El volante marrón, moldeado y con incrustaciones de cuero, huele a la loción hidratante de su madre, cosa que lo pone furioso. El bollicoche acelera y frena, acelera y frena, porque no cesa de pisar y soltar el acelerador, ya que mantenerlo apretado no parece surtir efecto. Quiere que el vehículo sea como sus músculos: con más potencia de la que sabría usar. Y en vez de eso, le estorba. Como compromiso, pulsa el botón en el que se lee POTENCIA. Otro botón, en el que está inscrita la palabra ECONOMÍA, salta y se desconecta, recordándole, como en una demostración educativa, que ambas cosas son mutuamente excluyentes. El minúsculo motor de la furgoneta reduce, lo que hace que parezca más potente. Mantiene el pie firmemente sobre el pedal y, al descender por Cottage Heights Road, la velocidad de la furgoneta casi alcanza los cien kilómetros por hora.

Cuando se acerca al final de Cottage Heights Road, donde conecta con Bellewoode Valley Road, ve una boca de incendio. Las bocas de incendio de las CCW son numerosas por motivos de seguridad, y obras de diseño para aumentar el valor de la propiedad, no esas cosas rechonchas de hierro impresas con el nombre de alguna fundición ya olvidada de la Revolución Industrial, astrosas debido a los centenares de capas desconchadas de pintura barata. Son tuberías de bronce dignas, pulimentadas robóticamente los jueves por la mañana; se elevan rectas sobre el césped perfecto y químicamente tratado del barclave, destacan y presentan a los posibles bomberos un menú con tres tipos distintos de conexión para sus mangueras. Fueron diseñadas mediante ordenador por los mismos estetas que imaginaron las casas DinaVictorianas y los artísticos buzones y los inmensos carteles de mármol con el nombre de las calles que se elevan como lápidas en todas las intersecciones. Diseñadas por ordenador, pero sin perder de vista la elegancia de las cosas pasadas y ya olvidadas. Bocas de incendio que ninguna persona de buen gusto se avergonzaría de tener en el césped de su casa. Bocas de incendio que los agentes de la propiedad no sienten necesidad de borrar de las fotografías promocionales con aerógrafo.

Ese korreo cabrón va a morir, anudado en torno de una de esas bocas de incendios. Brutus el Testosterónico se encargará de ello. Es una maniobra que ha visto en la tele, y la tele nunca miente; un truco que ha practicado mentalmente muchas veces. Acelerando al máximo en Cottage Heights, dará un tirón del freno de mano mientras tuerce el volante. El extremo posterior de la furgoneta girará bruscamente. Ese molesto korreo restallará como un látigo al extremo de su cable irrompible, yéndose contra la boca de incendio. Brutus el Adolescente saldrá victorioso, libre para descender triunfalmente por Bellewoode Valley hacia el gran mundo de los adultos dueños de coches guay, libre para volver a su vídeo atrasado, Guerreros de la Almadía IV: La batalla final.

T.A. no sabe nada de todo esto, pero lo sospecha. No es real, sino su reconstrucción del entorno psicológico en el interior de esa furgoneta. Detecta la boca de incendio a kilómetros, ve cómo Brutus desplaza una mano dejándola descansar sobre el freno de mano. Es tan evidente. Siente lástima por Brutus y los de su calaña. Suelta carrete, dándose mucho margen de maniobra. Él gira el volante y da un tirón al freno. La furgoneta se desliza lateralmente y falla su objetivo sin lanzarla despedida como pretendía; de hecho, ella tiene que ayudar. Mientras la trasera de la furgoneta se desliza, T.A. recoge cable con rapidez, convirtiendo el impulso angular que le han obsequiado en velocidad lineal, y adelanta a la furgoneta como una exhalación, a casi dos kilómetros por minuto. Se dirige a una lápida de mármol en la que se lee BEEEEWOODE VALLEY ROAD. Se inclina en dirección contraria a ella, realizando un giro brusco, y las ruedas se agarran al pavimento y la alejan de la lápida. Está tan inclinada que puede tocar el asfalto con una mano; los radios de las intelirruedas la empujan hacia la calle deseada. Mientras tanto ha desconectado la energía electromagnética que la mantenía adherida a la furgoneta. El cabezal del arpón se suelta, rebota en el asfalto tras ella mientras se rebobina automáticamente para reunirse con el mango. T.A. va directa hacia la salida del barclave a gran velocidad.

Tras ella, un sonido explosivo que resuena en sus tripas le indica que la furgoneta se ha estrellado de costado contra la lápida.

Se agacha para pasar bajo la barrera de seguridad y se zambulle en el tráfico de Oahu. Pasa entre dos BMW que giran con grandes chirridos y estruendos. Los conductores de los BMW emprenden acciones evasivas de inmediato, imitando a los conductores de los anuncios de esa marca: es su forma de convencerse de que no los han timado. T.A. adopta una postura fetal para colarse por debajo de un remolque; va lanzada hacia la medianera como si fuese a matarse, pero las medianeras no son problema para las intelirruedas. La parte inferior de la medianera tiene una rampa suave, como si la hubiesen diseñado para surfistas del asfalto. T.A. sube la rampa a medias, gira para descender suavemente hacia el carril y se reincorpora al tráfico justo al lado de un automóvil, así que ni siquiera tiene que lanzar el arpón; simplemente se adelanta y lo planta en la tapa del maletero.

El conductor está resignado a su destino y no le importa, así que no la molesta. La lleva hasta la entrada del siguiente barclave, un Columnas Blancas. Muy sureño, tradicional, uno de los barclaves del apartheid, con un gran cartel ornamentado sobre la puerta principal:

SÓLO PERSONAS DE RAZA BLANCA.

LOS NO CAUCÁSICOS DEBEN PEDIR AUTORIZACIÓN.

T.A. dispone de un visado de Columnas Blancas. Tiene visados para todas partes. Es un pequeño código de barras sobre su pecho. Al desviarse hacia la entrada, un láser lo explora y la puerta de inmigración se abre ante ella. Es de carpintería metálica y muy recargada, pero los residentes de Columnas Blancas en peligro no tienen tiempo para sentarse tranquilamente a la entrada del barclave viendo cómo la puerta se abre lentamente con la majestuosidad del Viejo Sur, así que está montada sobre una especie de raíl electromagnético.

Rueda a través de los carriles de Columnas Blancas, de estilo preguerra y flanqueados por árboles, una microplantación tras otra, deslizándose aún con la energía cinética residual que se originó en la gasolina del depósito de Brutus el Adolescente.

El mundo está lleno de energía y potencia, y con una pequeña parte de esa potencia se puede llegar muy lejos.

Los LED de la caja de pizza señalan 29:32, y el tipo que la encargó, el señor Gordinflas y sus vecinos, los Cursi y el clan Culogordo, están reunidos en el césped delantero de su microplantación, celebrándolo prematuramente, como si acabase de tocarles la lotería. Desde la puerta de su casa tienen una vista despejada de todo el camino hasta Oahu Road, y por lo que pueden ver no se está aproximando nada que se parezca ni remotamente a un coche de reparto de Cosa Nostra. Oh, sí, hay cierta curiosidad, un interés desdeñoso, hacia ese korreo que se acerca con una gran cosa cuadrada bajo el brazo, quizá un cartapacio, un diseño publicitario nuevo para algún jetazo de marketing supremacista blanco de uno de los terrenos adyacente, pero…

Los Gordinflas y Cursis y Culogordos la miran boquiabiertos. T.A. tiene la energía residual justa para girar hacia la rampa que conduce a sus casas. El impulso la lleva hasta arriba. Se detiene junto al Acura del señor Gordinflas y el bollicoche de la señora Gordinflas, y salta de la plancha. Al detectar su marcha, las ruedas se equilibran, plantándose en el camino y negándose a rodar cuesta abajo.

Una luz cegadora procedente del cielo los ilumina. Las gafas Knight Visión la protegen de quedar cegada, pero los compradores doblan las rodillas y encogen los hombros como si la luz pesase. Los hombres aprietan sus peludos antebrazos contra la frente, moviendo sus cuerpos grandes y tubulares adelante y atrás, tratando de hallar la fuente del foco luminoso, susurrándose frases entrecortadas unos a otros, breves teorías acerca de su origen, simulando comprender el desconocido fenómeno. Las mujeres gorjean y revolotean de aquí para allá. Gracias a la influencia mágica de los Knight Visión, T.A. todavía puede leer los LED: 29:54, señalan mientras ella deja caer la pizza sobre las zarpas del señor Gordinflas.

La luz misteriosa se apaga.

Los otros aún están cegados, pero T.A. puede penetrar la noche con sus Knight Visión, hasta el infrarrojo próximo, y observa la fuente de esa luz, un helicóptero stealth de palas dobles a diez metros sobre la casa del vecino. Es de un elegante color negro y sin adornos, no pertenece a las cadenas de noticias, aunque en esos momentos otro helicóptero, uno anticuado y audible, brillantemente festoneado con el logo de un programa de noticias en directo, cruza ruidosamente el espacio aéreo de Columnas Blancas, iluminando las plantaciones con su propio reflector, con la esperanza de ser el primero en obtener esta gran noticia: una pizza se entregó tarde hoy, en la tele a las once. Más tarde, nuestro experto en personalidades especulará acerca de dónde se alojará Tío Enzo cuando haga su obligado viaje a nuestra Área Estadística Metropolitana Estándar. Pero el helicóptero negro vuela a oscuras y sería prácticamente invisible de no ser por la huella infrarroja que brota de sus turborreactores gemelos.

Es un helicóptero de la Mafia, y lo único que éstos buscaban era registrar el suceso de vídeo de forma que el señor Gordinflas no tuviese ningún argumento en que basarse en caso de que pretendiese llevar su caso al Sistema Judicial del Juez Bob para conseguir una pizza gratis.

Otra cosa. Hay mucha mierda en el aire esta noche, unos cuantos megatones de humus arrastrados por el viento desde Fresno, de forma que cuando el láser se activa resulta alarmantemente visible, una delgada línea geométrica, un millón de resplandecientes cuentas rojas ensartadas en un hilo de fibra óptica, materializándose instantáneamente entre el helicóptero y el pecho de T.A. Luego parece ensancharse formando un delgado abanico, un triángulo agudo de luz roja cuya base abarca el torso de T.A.

Dura sólo un instante. Están escaneando los múltiples códigos de barras de su pecho. Averiguando quién es. Ahora, la Mafia lo sabe todo acerca de T.A.: dónde vive, qué hace, el color de sus ojos, su historial financiero, vínculos familiares y grupo sanguíneo.

Una vez lo ha hecho, el helicóptero se ladea y se desvanece en la noche como un disco de hockey deslizándose al interior de un cuenco de tinta china. El señor Gordinflas está diciendo algo, haciendo un chiste sobre cuan cerca han estado; los otros ríen sin ganas, pero T.A. no puede oírlos: quedan sofocados por el atronador golpeteo del helicóptero de noticias, y luego congelados y cristalizados por el fogonazo de su foco proyector. El aire nocturno está lleno de insectos y T.A. puede verlos todos, volando en misteriosas formaciones, viajando a caballo de las personas o las corrientes de aire. Tiene uno en la muñeca, pero no le da un manotazo.

El foco se demora unos momentos. El ancho cuadrado de la caja de pizza, con el logo de Cosa Nostra, es un mudo testimonio. El helicóptero flota y graba algo de vídeo, por si acaso.

T.A. se aburre. Se sube a la tabla. Las ruedas florecen y se tornan circulares. T.A. traza un ajustado y bamboleante rumbo alrededor de los automóviles, hacia la calle. El proyector la sigue durante un instante, quizá grabando un poco de metraje de archivo. La cinta de vídeo es barata. Nunca se sabe cuándo algo va resultar útil, así que bien vale la pena grabarlo.

Hay gente que se gana la vida así: los cazadores de intel. Gente como Hiro Protagonist. Saben cosas, o van por ahí y las filman. Las ponen en la Biblioteca. Cuando la gente quiere saber qué han averiguado, o ver sus grabaciones, les pagan dinero y sacan su información de la Biblioteca, o directamente la compran. Es un negocio raro, pero a T.A. le gusta la idea. Normalmente, la CCI no presta ninguna atención a los korreos. Pero al parecer, Hiro ha hecho un trato con ellos. Quizá ella pueda hacer un trato con Hiro. Porque T.A. sabe un montón de trivialidades interesantes.

Una de ellas es que ahora la Mafia le debe un favor.