Hiro Protagonist y Vitaly Chernobyl, compañeros de piso, se pelan de frío en su hogar, un espacioso cuarto de 6x9 metros en un GuardaTrastos de Inglewood, California. La habitación tiene suelo de bloques de hormigón, paredes de acero corrugado que la separan de las unidades vecinas y, toda una señal de distinción y lujo, una puerta de acero deslizante orientada hacia el noroeste, que les permite captar unos cuantos rayos rojizos en momentos como éste, cuando el sol se pone sobre LAX. De tanto en tanto, un 777 o un transporte hipersónico Sukhoi/Kawasaki cruza por delante del sol y bloquea el ocaso con el timón, o destroza la luz rojiza con el humo de sus reactores, trenzando los rayos paralelos en un dibujo moteado sobre la pared.
Pero hay sitios peores para vivir. Incluso en este mismo GuardaTrastos hay sitios mucho peores. Sólo los compartimientos grandes como éste tienen su propia puerta. A la mayoría de ellos se accede desde una plataforma de carga comunal que conduce a un laberinto de vestíbulos de acero corrugado y ascensores de servicio. Son habitáculos marginales, de 1,5x3 o de 3x3, en los que nativos yanoamos preparan alubias y hierven puñados de coca sobre hogueras de billetes de lotería.
Se rumorea que antaño, cuando el GuardaTrastos se usaba realmente para su propósito original (es decir, proporcionar espacio de almacenamiento extra a bajo precio a los californianos con un exceso de bienes materiales), ciertos empresarios con iniciativa llegaron a las oficinas, alquilaron compartimientos de 3x3 con identidades falsas, los llenaron de bidones de acero repletos de residuos químicos tóxicos y los abandonaron para que la Corporación GuardaTrastos se hiciese cargo del muerto. Según esos rumores, GuardaTrastos simplemente les echó el candado a los compartimientos y los dio por perdidos. Todavía, dicen los inmigrantes, ciertos compartimientos permanecen encantados por ese fantasma químico. Es una historia que cuentan a sus hijos para impedir que se cuelen en los compartimientos cerrados con candado.
Nadie ha intentado nunca entrar en el cuarto de Hiro y Vitaly, porque ahí no hay nada que robar, y a estas alturas de sus vidas ninguno de los dos es lo suficientemente importante como para que lo asesinen, secuestren o interroguen. Hiro posee un par de estupendas espadas japonesas, pero siempre las lleva encima, y la idea de robarle a alguien unas armas extremadamente peligrosas representa para el presunto ladrón peligros y contradicciones inherentes: cuando se pelea por el control de una espada, siempre gana quien sostiene la empuñadura. Hiro tiene también un ordenador bastante bueno que normalmente se lleva cuando va a cualquier parte. Vitaly es propietario de medio cartón de Lucky Strike, una guitarra eléctrica y una resaca.
En este momento, Vitaly Chernobyl dormita, tumbado en un futón, y Hiro Protagonist se sienta, con las piernas cruzadas al estilo japonés, junto a una mesa baja que en realidad es un palet apoyado en ladrillos de hormigón.
A medida que el sol se pone, su resplandor rojizo va siendo sustituido por la luz que emana de los múltiples logos de neón del gueto de franquicias que constituye el hábitat natural del GuardaTrastos. Esa luz, denominada loglo, ilumina las esquinas umbrías de la unidad con su mosaico de colores sobresaturados.
Hiro tiene la piel de color capuchino y trenzas cortas y puntiagudas. El pelo ya no le cubre la cabeza como antes, pero es joven, y no es ni mucho menos calvo ni está en proceso de serlo, y el ligero retroceso del nacimiento del cabello únicamente le resalta aún más los altos pómulos. Lleva puesto un reluciente visor que le rodea la mitad de la cabeza; las patillas del visor tienen pequeños auriculares que se introducen en sus oídos.
Los auriculares disponen de sistemas de cancelación del ruido. Funcionan mejor con ruidos constantes. Cuando los jumbos despegan en la pista del otro lado de la calle, el sonido queda reducido a un zumbido bajo; pero si Vitaly Chernobyl puntea un solo experimental de guitarra, a Hiro le duelen los oídos.
El visor proyecta una ligera bruma sobre sus ojos y refleja una visión distorsionada, de ojo de pez, de un bulevar brillantemente iluminado que se extiende hacia una negrura infinita. Ese bulevar no existe en la realidad; es una visión generada por ordenador de un lugar imaginario.
Bajo esa imagen se pueden distinguir los ojos de Hiro, de apariencia asiática. Son de su madre, que es coreana vía Japón. En el resto se parece más a su padre, que era africano vía Texas y el Ejército, en la época anterior a que se disgregase en una miríada de organizaciones competidoras, como el Sistema de Defensa del General Jim y la Seguridad Nacional del Almirante Bob.
En el palet hay cuatro cosas: una botella de cerveza cara del área de Puget Sound, que en realidad Hiro no se puede permitir; una espada larga de las que en Japón se denominan katana y una espada corta llamada wakizashi, que el padre de Hiro consiguió en Japón tras la radicalización atómica de la Segunda Guerra Mundial, y un ordenador.
El ordenador es una cuña negra sin características distintivas. No tiene cable de alimentación, pero de una abertura en su parte trasera surge un delgado tubo de plástico translúcido, cuya espiral se extiende sobre el palet y el suelo, y se enchufa a un conector de fibra óptica descuidadamente instalado en la pared sobre la cabeza del dormido Vitaly Chernobyl. En el centro del tubo de plástico hay un cable de fibra óptica delgado como un cabello. El cable transmite información en ambos sentidos entre el ordenador de Hiro y el resto del mundo. Para poder transmitir la misma información en papel, tendría que hacer aterrizar en el cuarto un 747 de carga atestado de guías telefónicas y enciclopedias cada par de minutos de forma ininterrumpida.
Hiro tampoco se puede permitir ese ordenador, pero lo necesita; es la herramienta básica de su oficio. En la comunidad mundial de hackers, Hiro es un vagabundo con talento. Es el estilo de vida que le habría parecido romántico hasta hace tan sólo cinco años. Pero a la desolada luz de la madurez, que es, comparada con los veintipocos años como el domingo por la mañana respecto al sábado noche, comprende con claridad en qué consiste: está arruinado y en el paro. Pocas semanas antes, su etapa como repartidor de pizza (el único empleo cutre y sin sentido que realmente le gustaba) terminó bruscamente. Desde entonces ha puesto mucho más empeño en su trabajo auxiliar de emergencia: caza-datos independiente para la CCI, la Corporación Central de Inteligencia de Langley, Virginia.
El asunto es sencillo. Hiro caza información, ya sean chismorrees, vídeo, audio, datos de un disco de ordenador, fotocopias de documentos; incluso chistes sobre el último desastre que se haya puesto de moda.
Luego descarga la información en la base de datos de la CCI, la Biblioteca, antaño conocida como la Biblioteca del Congreso, pero ya nadie la llama así. La mayoría de la gente no tiene claro el significado de «congreso», e incluso «biblioteca» empieza a ser algo nebuloso. Solía tratarse de un sitio lleno de libros, sobre todo viejos. Luego empezaron a incluir vídeos, grabaciones y revistas. Después pasaron toda la información a formatos accesibles por ordenador, es decir, a unos y ceros. Y a medida que crecía el número de medios soportados, el material comenzaba a estar más al día y los métodos de búsqueda de la Biblioteca se hacían más y más sofisticados. Se llegó a un punto en el que no había diferencia perceptible entre la Biblioteca del Congreso y la Agencia Central de Inteligencia. Por suerte, ocurrió justo cuando el gobierno se disgregaba, así que ambas organizaciones se fusionaron y lanzaron una gran oferta de acciones.
Millones de cazadatos de la CCI descargan en cada momento millones de fragmentos de datos. Los clientes de la CCI, principalmente grandes corporaciones y estados soberanos, saquean la Biblioteca en busca de información útil, y si encuentran un uso para algo que haya puesto Hiro, él cobra.
Hace un año descargó en la base de datos el primer borrador completo de un guión de cine que robó de la papelera de un agente de Burbank. Media docena de estudios se mostraron interesados, y durante seis meses Hiro comió y se permitió vacaciones a costa de ello.
Desde entonces no ha vuelto a tener suerte. Ha aprendido por la vía dura que el noventa y nueve por ciento de la información de la Biblioteca jamás se usa para nada.
Por ejemplo: Después de que cierta korreo le diese la pista de la existencia de Vitaly Chernobyl, dedicó unas pocas semanas de intensa actividad a investigar un nuevo fenómeno musical, el ascenso de los colectivos ucranianos fuzz-grunge nucleares en L.A. Ha descargado información exhaustiva sobre esa moda en la Biblioteca, incluyendo vídeo y audio. Ni una sola discográfica, agente o crítico de rock se ha molestado en acceder a ella.
La parte superior de su ordenador es lisa a excepción de la lente de ojo de pez, una cúpula de cristal pulido con una cobertura óptica purpúrea. Siempre que Hiro usa la máquina, esa lente emerge y se coloca en posición con un chasquido; su base se pone a ras de la superficie del ordenador. El vecino loglo se refleja achatado sobre su superficie.
A Hiro le parece erótico. Eso se debe en parte a que lleva varias semanas sin un polvo como Dios manda, pero hay algo más. El padre de Hiro, que pasó muchos años destinado en Japón, estaba obsesionado con las cámaras. Continuamente las traía de sus periodos de servicio en el Lejano Oriente, envueltas en múltiples embalajes protectores, de forma que cuando las sacaba para enseñárselas a Hiro, verlas surgir de todo aquel nailon y piel negra, cremalleras y cierres, era como contemplar un exquisito strip-tease. Y cuando finalmente la lente quedaba expuesta, una pura ecuación geométrica hecha realidad, tan poderosa y vulnerable a la vez, lo único que Hiro podía pensar es que era como meter la nariz a través de unas faldas y ropa interior y labios mayores y menores… Le hacía sentir desnudo, y débil, y atrevido.
La lente puede ver la mitad del universo: la mitad que está sobre el ordenador, lo cual incluye la mayor parte del propio Hiro. De modo que puede seguirle la pista a la posición de Hiro y ver en qué dirección está mirando.
En el interior del ordenador hay tres láseres: rojo, verde y azul. Son lo bastante potentes para proyectar una luz brillante, pero no tanto como para quemarte el fondo de los ojos y asarte el cerebro, freír tu frontal, perforar tus lóbulos. Como hemos aprendido todos en la escuela primaria, esos tres colores, combinados en diversas intensidades, pueden producir cualquier color que el ojo de Hiro sea capaz de ver.
De ese modo es posible disparar un delgado haz de color desde el interior del ordenador, a través de la lente de ojo de pez, en cualquier dirección. Mediante la utilización de espejos electrónicos en el ordenador, se consigue que el haz barra los cristales del visor de Hiro, de forma similar a como el haz electrónico de un televisor pinta la superficie interior del tubo. La imagen resultante flota en el espacio enfrente de la visión de la Realidad que tiene Hiro.
Dibujando una imagen ligeramente distinta frente a cada ojo se puede producir el efecto de una visión tridimensional. Cambiando la imagen setenta y dos veces por segundo, la imagen se mueve. Dibujando la imagen tridimensional en movimiento con una resolución de 2K pixeles en cada dimensión, se puede lograr que sea tan nítida como el ojo es capaz de percibir, y enviando sonido estéreo digital a través de los pequeños auriculares, la película en 3D dispone de una banda sonora perfectamente realista.
Así que Hiro en verdad no está ahí. Está en un universo generado informáticamente, que el ordenador dibuja sobre el visor y le lanza a través de los auriculares. En la jerga de los entendidos, ese lugar imaginario se denomina Metaverso. Hiro pasa mucho tiempo en el Metaverso. No tiene ni punto de comparación con el GuardaTrastos.
Hiro se aproxima a la Calle. La Calle es el Broadway del Metaverso, sus Campos Elíseos. Es el bulevar brillantemente iluminado que se distingue, un reflejo miniaturizado e invertido, en los cristales de su visor. En realidad no existe, pero en ese mismo instante la recorren millones de personas.
Las dimensiones de la Calle se fijan por un protocolo diseñado por los señores ninjas de la infografía, los integrantes del Grupo de Protocolos Globales Multimedia de la Association for Computing Machinery. La Calle semeja un gran bulevar que recorre por completo el ecuador de una esfera negra de radio ligeramente superior a los diez mil kilómetros. Eso le da una circunferencia de 65.536 kilómetros, bastante mayor que la Tierra.
El número 65.536 es extraño para cualquiera excepto para un hacker, que lo reconocerá con más rapidez que la techa de nacimiento de su madre: es una potencia de 2 (216, para ser exactos), e incluso el exponente 16 es igual a 24, y 4 es 22. Junto con 256, 32.768 y 2.147.483.648, el 65.536 es una de las piedras angulares del universo hacker, en el cual el 2 es el único número realmente importante porque indica cuántos dígitos puede reconocer un ordenador. Uno de esos dígitos es el 0, y el otro el 1. Cualquier número que pueda construirse multiplicando doses entre sí de forma fetichista, y quizá restando 1 de vez en cuando, será reconocido al instante por un hacker.
Como cualquier lugar de la Realidad, la Calle está en proceso de crecimiento. Los constructores pueden crear callejones que se alejen de la calle principal, construir edificios, parques, carteles y cosas que no existen en la Realidad, como vastos espectáculos luminosos flotantes, barrios especiales donde las reglas del espaciotiempo tridimensional no son válidas y zonas de combate donde la gente puede ir a matarse entre sí.
La única diferencia es que, puesto que la Calle no existe realmente, sino que es un protocolo infográfico escrito en papel en algún sitio, ninguna de esas cosas se construye físicamente. Son, más bien, fragmentos de software, puestos a disposición del público a través de la red mundial de fibra óptica. Cuando Hiro va al Metaverso y mira la Calle y ve edificios y carteles luminosos que se extienden hacia la oscuridad, desapareciendo tras la curva del horizonte, lo que en realidad contempla es la representación gráfica, las interfaces de usuario, de una miríada de programas diseñados por las grandes corporaciones. Para poder poner esas cosas en la Calle han tenido que conseguir el permiso del Grupo de Protocolos Globales Multimedia, han tenido que comprar espacio en la Calle, conseguir licencias de urbanización, pedir permisos, sobornar inspectores, todo el cotarro. El dinero que pagan esas corporaciones para poder construir en la Calle va a un fondo fiduciario controlado y gestionado por el GPGM, que sirve para pagar el desarrollo y la actualización de la maquinaria que permite que la Calle exista.
Hiro tiene una casa en un barrio justo a la salida del distrito más concurrido de la Calle. Para los estándares de la Calle, es un barrio antiguo. Unos diez años antes, cuando se diseñó el protocolo de la Calle, Hiro y varios colegas suyos reunieron dinero y compraron una de las primeras licencias de edificación, creando una coqueta zona residencial para hackers. En aquellos tiempos era tan sólo un pequeño mosaico de luz en medio de una vasta negrura. Por aquel entonces, la Calle no era más que un collar de farolas que rodeaba una bola negra en el espacio.
Desde aquella época, el barrio no ha cambiado demasiado, pero la Calle sí. Gracias a que comenzaron muy pronto, Hiro y sus colegas salieron muy bien librados de todo el asunto. Varios incluso se hicieron ricos gracias a ello.
Es por eso que Hiro tiene una casa grande y hermosa en el Metaverso pero tiene que compartir un 6x9 en la Realidad. La perspicacia en la compra de terrenos no siempre es aplicable a otros universos.
El cielo y el suelo son negros, como una pantalla en la que aún no se haya dibujado nada; en el Metaverso siempre es de noche, y la Calle es siempre chillona y está llena de luces, como un Las Vegas libre de las restricciones de la física y las finanzas. Pero los habitantes del vecindario de Hiro son muy buenos programadores, así que es de buen gusto. Las casas parecen auténticas. Hay un par de reproducciones de Frank Lloyd Wright y varios caprichos Victorianos.
Por eso es un shock salir a la Calle, donde todo parece tener kilómetros de altura. Esto es el Centro, el área más intensamente urbanizada. Si uno se aleja unos cuantos centenares de kilómetros en cualquier dirección, las infraestructuras se reducen hasta prácticamente nada, apenas una delgada cadena de farolas que arrojan charcos de luz sobre el terciopelo negro del suelo. Pero el Centro es como una docena de Manhattans, recamados en neón y apilados uno sobre otro.
En el mundo real (planeta Tierra, Realidad) hay entre seis y diez mil millones de habitantes. En cualquier momento que se tome, la mayoría de ellos está fabricando ladrillos de barro o desmontando y limpiando sus AK-47. Quizá mil millones de personas tengan dinero suficiente para poseer un ordenador; esa gente tiene más dinero que todos los demás juntos. De esos mil millones de usuarios potenciales del ordenador, puede que una cuarta parte se moleste realmente en tener uno, y a su vez, una cuarta parte de estos últimos tendrán un ordenador que sea lo bastante potente para manejar los protocolos de la Calle. Eso hace unos sesenta millones de personas que pueden estar en la Calle en un momento dado. Si sumamos otros sesenta millones o así que en realidad no pueden permitírselo, pero que se conectan de todas formas, bien sea a través de ordenadores públicos, o bien pertenecientes a sus centros de estudio o a sus empresas, tenemos que, a cualquier hora del día, la Calle está ocupada por el doble de la población que tiene la ciudad de Nueva York.
Por eso el maldito lugar está tan urbanizado. Pon un cartel o un edificio en la Calle, y los cien millones de personas más ricas, modernas y bien conectadas del planeta lo verán todos los días.
Tiene un centenar de metros de anchura, con una estrecha pista de monorraíl en el centro. El Monorraíl es un programa gratuito de utilidad pública que permite a los usuarios cambiar su posición en la Calle de forma rápida y suave. Mucha gente lo recorre en ambos sentidos, simplemente admirando la vista. Cuando Hiro vio este lugar por primera vez, hace diez años, el Monorraíl no había sido escrito aún; sus colegas y él tuvieron que escribir programas de automóviles y motocicletas para poder moverse. Solían sacar sus programas y hacer carreras en el desierto negro de la noche electrónica.