El Repartidor suelta un gemido involuntario y pisa el acelerador a fondo. Sus emociones le gritan que vuelva atrás y se cargue al encargado, que saque las espadas del maletero, se lance como un ninja por la pequeña ventana corredera, lo busque a través del hirviente caos de la franquicia microondizada y se enfrente a él en un apocalipsis final. Pero también piensa lo mismo cuando alguien le corta el paso en la autopista, y nunca lo ha hecho. Aún.
Puede conseguirlo. No es imposible. Pone las luces de aviso naranjas a máxima potencia y los focos en autoflash. Desconecta el zumbido de alerta y sintoniza el estéreo en modo taxiscan, que recorre todas las frecuencias de los taxistas en busca de cosas interesantes. No se entiende una puta palabra. Se puede aprender a hablar taxilingua con una de esas cintas de «aprenda mientras conduce». En ese negocio es imprescindible. Dicen que deriva del inglés, pero no se reconoce una palabra de cada cien. Aun así, es posible hacerse una idea. Si hay problemas en la carretera, estarán parloteando sobre ello en taxilingua y le servirá de aviso, le permitirá tomar una ruta alternativa para que no se aprieta el volante meta en un atasco
se le dilatan los ojos, y siente cómo la presión los devuelve al interior de su cráneo
o quede atrapado detrás de una autocaravana
le va a reventar la vejiga
y entregue la pizza
Oh, Dios, oh. Dios mío
tarde
En el parabrisas se lee 22:06. Todo lo que ve, todo lo que puede imaginar ahora mismo es 30:01.
Los taxistas cuchichean acerca de algo. La taxilingua es un parloteo melifluo con unos cuantos ásperos sonidos extranjeros, como mantequilla sazonada con vidrios rotos. No deja de oír la palabra «pasajero». Siempre están farfullando sobre sus putos pasajeros. Vaya asunto. ¿Qué pasa si tu pasajero llega
tarde
que no te dan tanta propina? Menuda gilipollez.
Una gran retención en la intersección de CSV-5 con Oahu Road, como siempre; la única forma de esquivarla es cruzar a través de las Caballerizas en las Cumbres de Windsor.
Todas las CCW tienen el mismo trazado. A la hora de crear un nuevo barclave, la Corporación de Desarrollo de las CCW aplanará cualquier cordillera y desviará cualquier río, por caudaloso que sea, que amenace con interferir en su plan de edificación, diseñado ergonómicamente para estimular la conducción segura. Un Repartidor puede meterse en unas CCW en cualquier sitio, de Fairbanks a Yaroslaví o a la zona económica especial del Shenzhen, y orientarse sin problemas.
Cuando has entregado pizzas varias veces en todos y cada uno de los hogares de unas CCW, llegas a aprenderte sus pequeños secretos. Ese es el caso del Repartidor. Sabe que en unas CCW estándar, únicamente un metro, ¡un metro!, te impide meterte directamente por una entrada, cruzar todo el barclave y salir por el otro lado. Si sientes aprensión por chafar el césped, te harán falta diez minutos para recorrer los vericuetos serpenteantes de las CCW. Pero si tienes pelotas para dejar tus huellas sobre ese metro, hay un camino que cruza directamente por el centro.
El Repartidor se conoce ese metro. Ha entregado pizzas ahí. Lo ha mirado, estudiado, aprendido de memoria la posición de la sombrilla y de la mesa de picnic, podría encontrarlo incluso de noche; sabía que si algún día ocurría esto, una pizza con veintitrés minutos, a kilómetros de distancia, y una retención entre CSV-5 y Oahu, podría adentrarse en unas CCW (su pasaporte electrónico de repartidor le franqueará el paso automáticamente), cruzar a toda velocidad Hermitage Boulevard, forzar el giro hacia Strawbridge Place (sin hacer caso de la señal de CALLEJÓN SIN SALIDA y del límite de velocidad y de los ideogramas de NIÑOS JUGANDO tan alegremente repartidos por todas las CCW), atravesar las bandas limitadoras de velocidad con sus potentes neumáticos radiales, subir a toda velocidad el camino particular del número 15 de Strawbridge Circle, girar bruscamente a la izquierda alrededor del cobertizo trasero, desplazarse al patio trasero del 84 de Mayapple Place, esquivando la mesa de picnic (asunto delicado), entrar en su camino particular y desembocar en Mayapple, que lo lleva a Bellevue Valley Road, que sigue recto hasta salir del barclave. Probablemente a la salida lo esté esperando el cuerpo de seguridad de las CCW, pero sus DGN, sus dispositivos de Daño Grave a los Neumáticos, sólo apuntan en una dirección; mantienen a la gente fuera, no dentro.
Este coche es tan rápido que si un poli le diese un mordisco a su dónut cuando el Repartidor entra en Heritage Boulevard, posiblemente no llegaría a tragárselo hasta que el Repartidor saliese de nuevo en Oahu.
Tump. En el parabrisas se encienden más luces rojas: han traspasado el perímetro de seguridad del vehículo del Repartidor.
No. No puede ser.
Alguien lo sigue, justo a su izquierda. Una persona en monopatín, rodando por la autopista inmediatamente detrás de él, justo en el preciso instante en que está trazando su vector de aproximación a Heritage Boulevard.
El Repartidor, distraído, ha permitido que lo cacen. Con un arpón. Es un gran electroimán redondo y almohadillado sujeto al extremo de un cable de aracnofibra. Acaba de golpear en la parte trasera del coche del Repartidor, y se ha adherido. Tres metros atrás, el dueño de ese maldito dispositivo se desliza, dejándose arrastrar por él, patinando como un esquiador acuático tras una lancha.
Reflejos naranjas y azules en el retrovisor. El parásito no es un simple gamberro pasando un buen rato. Es un hombre de negocios trabajando. El mono naranja y azul, voluminoso debido al acolchado de armagel sintetizado, es el uniforme de un korreo. Un korreo de Sistemas de Korreo RadiKS; como los mensajeros en bicicleta, pero un centenar de veces más molestos, porque no pedalean por sí mismos, sino que se cuelgan de ti y te frenan.
Naturalmente. El Repartidor iba con prisas, haciendo parpadear las luces, forzando los neumáticos. El objeto más rápido de la carretera. Es lógico que el korreo haya decidido pegarse a él.
No nos pongamos nerviosos. Si toma el atajo a través de las CCW, tiene tiempo de sobra. Adelanta a un coche más lento en el carril central, y a continuación se coloca bruscamente delante de él. El korreo tendrá que soltarse o se estrellará contra el costado del otro vehículo.
Hecho. El korreo ya no está tres metros detrás de él; está ahí mismo, mirando a través del parabrisas trasero. Anticipándose a la maniobra, el korreo ha recogido cable, sujeto a un mango con carrete eléctrico, y ahora está prácticamente encima del pizzamóvil, con la rueda delantera del patín metida debajo del parachoques trasero del Repartidor.
Una mano enguantada de naranja y azul, cubierta con una lámina de plástico transparente, se adelanta y palmea la ventana del lado del conductor. Al Repartidor lo acaban de etiquetar. La pegatina autoadhesiva tiene treinta centímetros de lado, y en grandes letras de molde de color naranja, impresas al revés para que pueda leerlas desde dentro, pone:
ESO HA ESTADO FEO
Casi se salta el desvío de las CCW. Para poder entrar al barclave se ve obligado a pisar el freno, dejar que se despeje un poco el tráfico y cruzar por la cuneta. La verja fronteriza está bien iluminada, los agentes de aduanas preparados para registrar a quienes llegan, incluso las cavidades corporales, si no son la clase de gente adecuada; pero la puerta se abre como por arte de magia en cuanto el sistema de seguridad detecta que se trata de un vehículo de Pizzas Cosa Nostra, traigo un pedido, señor. ¡Y al entrar, el korreo, aún pegado a su culo, saluda a la policía fronteriza con la mano! ¡Qué capullo! ¡Como si viniese aquí muy a menudo!
Probablemente venga aquí muy a menudo, para recoger mierdas importantes de gente importante de las CCW, y entregarlas en otras ECNOF, Entidades Cuasi Nacionales Organizadas en Franquicias, pasándolas por las aduanas. Para ésos trabajan los korreos. Pero aun así…
Va demasiado lento, ha perdido todo el impulso, su planificación se ha venido abajo. ¿Dónde está el korreo? Ah, ha soltado algo de cable y vuelve a seguirlo desde detrás. El Repartidor imagina que ese imbécil se va a llevar una buena sorpresa. ¿Se aguantará en el puñetero monopatín mientras lo arrastran sobre los restos aplanados del triciclo de plástico de algún crío, a cien kilómetros por hora? Enseguida lo sabremos.
El korreo se echa hacia atrás —el Repartidor no puede dejar de verlo en el retrovisor—, como un esquiador acuático, pisa con fuerza su monopatín y se balancea detrás del coche, se pone a su lado mientras cruzan Heritage Boulevard y plonk, ¡otra pegatina, y esta vez en el parabrisas! Dice:
BUEN INTENTO, EX LAX
El Repartidor ha oído hablar de esos adhesivos. Cuesta horas sacarlos. Tendrá que llevar el coche a lavar y le costará billones de dólares. Pero ahora, el Repartidor tiene dos prioridades en su agenda: Sacarse de encima a esa escoria barriobajera, cueste lo que cueste, y entregar la puta pizza, todo en
24:23
los próximos cinco minutos y treinta y siete segundos.
Aquí está: tiene que prestar más atención a la carretera; tuerce sin previo aviso hacia la calle lateral, con la esperanza de que el korreo se estrelle contra el poste con el nombre de la calle. No ha funcionado. Los más inteligentes se fijan en tus neumáticos delanteros, se dan cuenta de cuándo vas a girar; no hay forma de pillarlos desprevenidos. ¡Strawbridge Place abajo!
Parece muy largo, mucho más de lo que recordaba; es normal si tienes prisa. Ve brillar automóviles delante de él, automóviles aparcados en los laterales; deben de estar estacionados en el círculo. Y ahí está la casa de tablilla de vinilo color azul claro, dos pisos y un garaje adosado. Convierte ese camino privado en el centro del universo, se saca de la mente al korreo, intenta no pensar en Tío Enzo, en qué estará haciendo ahora mismo; quizá esté en el baño, o cagando, o tirándose a alguna actriz, o enseñando canciones sicilianas a una de sus veintiséis nietas.
La pendiente del camino privado empuja la suspensión casi hasta el compartimiento del motor, pero para eso están los amortiguadores. Esquiva el coche que hay en el camino (debe de haber visitas, no recuerda que esos vecinos tuviesen un Lexus), ataja a través del seto, entra en el patio lateral, busca el cobertizo con la vista, ese cobertizo con el que no debe chocar bajo ningún concepto
no está, lo han quitado
siguiente problema: la mesa de picnic del próximo patio un momento, hay una verja, ¿cuándo han puesto una verja ahí? Este no es momento para pisar el freno. Tiene que ganar velocidad, atravesarla sin perder la inercia que lleva. No es más que un engorro de madera de poco más de un metro de altura.
Derriba la verja fácilmente, sin perder más que un diez por ciento de velocidad. Pero lo raro es que parecía una verja vieja, debe de haber girado mal en algún sitio, comprende, mientras se catapulta a una piscina vacía.
De haber estado llena de agua, no habría sido tan grave; quizá se habría podido salvar el coche y no le debería uno nuevo a Pizzas Cosa Nostra. Pero no, se abalanza como un Stuka contra el lado opuesto de la piscina, con un sonido más parecido a una explosión que a un choque. El airbag se hincha y un instante después se deshincha de nuevo, como una cortina que se apartase para mostrarle la realidad de su nueva vida: atascado en un coche averiado en una piscina vacía de unas CCW, con las sirenas de la policía de seguridad del barclave aproximándose, y detrás de él, una pizza, como la cuchilla de una guillotina, en la que se puede leer 25:17.
—¿Adonde va? —pregunta alguien. Una mujer.
Él mira a través del deformado marco de la ventana, ahora ribeteado por un patrón fractal de vidrio de seguridad cristalizado. Quien le habla es el korreo. No es un hombre, sino una joven. Una puñetera adolescente, ilesa y tan tranquila. Ha avanzado hasta el borde de la piscina, y ahora oscila arriba y abajo, de un lado de la piscina al otro, patinando por una orilla, casi hasta el margen, girando, y luego bajando y cruzando y subiendo por el otro lado. Sostiene el arpón en la mano derecha, con el electroimán recogido hasta la empuñadura de modo que parece un extraño rayo mortal intergaláctico de amplia dispersión. Su pecho reluce como el de un general con cien medallas y condecoraciones, pero los rectángulos no son medallas, sino códigos de barras, con números de identificación que le permiten entrar en diversas empresas, autopistas o ECNOF.
—¡Eh! —grita ella—. ¿Adonde va la pizza? Él es hombre muerto y ella está de guasa.
—Columnas Blancas, Ogiethorpe Circle, 5 —contesta.
—Puedo llegar. Abre la compuerta.
Su corazón se vuelve el doble de grande. Se le saltan las lágrimas. Quizá sobreviva. Pulsa un botón y la escotilla se abre.
En su siguiente órbita alrededor de la piscina, la korreo saca la pizza del compartimiento de un tirón. El Repartidor da un respingo, imaginando el ajo amontonándose al fondo de la caja. A continuación se pone la pizza debajo del brazo; es más de lo que cualquier Repartidor puede soportar.
Pero ella la entregará. Tío Enzo no tiene que pedir disculpas por las pizzas pochas, arruinadas y frías, sólo por las retrasadas.
—Oye —le dice a la korreo—, toma esto.
El Repartidor saca un brazo revestido de negro a través de la ventana destrozada. Un rectángulo blanco brilla en la pálida luz del patio: una tarjeta de visita. En la siguiente vuelta, la korreo se la arrebata de la mano y la lee. Dice:
HIRO PROTAGONIST
Ultimo de los hackers independientes El mejor espadachín del mundo Cazadatos, Corporación Central de Inteligencia Especialista en íntel sobre software (música, películas y microcódigo)
En el reverso hay un galimatías que detalla cómo ponerse en contacto con él: un número de teléfono, un código universal de localización de teléfono vocal, un apartado de correos, su dirección en media docena de redes electrónicas de comunicaciones. Y una dirección en el Metaverso.
—Qué nombre tan idiota —comenta ella, guardándose la tarjeta en uno del centenar de pequeños bolsillos que cubren su mono.
—Pero no se olvida —replica Hiro.
—Si eres un hacker…
—¿Cómo es que entrego pizzas?
—Exacto.
—Porque soy un hacker independiente. Oye, seas quien seas, te debo una.
—Me llamo T.A. —contesta ella, dándose impulso varias veces con un pie sobre el borde de la piscina, ganando velocidad. De repente se aleja de la piscina como si la hubiesen catapultado, y desaparece. Su monopatín tiene intelirruedas; multitud de radios se extienden y retraen para adaptarse a la configuración del terreno, llevándola sobre el césped como un trozo de mantequilla deslizándose sobre teflón caliente.
Hiro, que desde hace treinta segundos ya no es el Repartidor, sale del automóvil, saca las espadas del maletero, se las sujeta al cuerpo y se prepara para una sobrecogedora huida nocturna a través del territorio de las CCW. La frontera con Los Robledales está apenas a unos minutos de distancia, se conoce el terreno (más o menos) y sabe cómo trabajan los polis del barclave porque él lo fue anteriormente, así que sus posibilidades de escapar son buenas. Pero va a ser interesante.
Sobre él se ha encendido una luz en la casa de los propietarios de la piscina, y unos niños lo miran desde la ventana de su dormitorio, calentitos y abrigados en sus pijamas de PequeTulli y Guerrero Ninja de la Almadía, que pueden ser ignífugos o no cancerígenos, pero no ambas cosas a la vez. Papá sale ya por la puerta trasera, enfundándose en una bata. Es una familia agradable, una familia segura en una casa llena de luz, como la familia a la que él pertenecía hasta hace treinta segundos.