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En un primer momento, cuando Edgar le propuso a María que Yaiza apareciera en la novela, ella no supo de quién hablaba.

¿Yaiza? preguntó extrañada.

Sí, es esa chica que dejó aquel comentario en la última entrada de tu blog. ¿Recuerdas? Parecía preocupada por ti, porque no habías vuelto a escribir. Había pensado inventarme un personaje con ese nombre que contara…

Pero María no siguió escuchando. Se sintió repentinamente culpable. No había respondido a aquel comentario tan amable. Tampoco había escrito ninguna nueva entrada. Tenía sus motivos.

Tanto como había soñado con que le levantaran el castigo para poder utilizar internet, cuando lo hicieron, poco después de cambiar de colegio, las cosas no sucedieron como ella había supuesto. Había imaginado que estaría todo el día con el móvil, o ante la pantalla, mandando mensajes, hablando con sus amigos, contando las tonterías que ponía Clara en Facebook… Pero no.

Para su propia sorpresa, se había acostumbrado a vivir sin ello. Pero había algo más, algo que la alejaba del móvil, del ordenador… Sobre aquellas pantallas había leído las palabras más terribles, esas que a veces formulaban una bola y le impedían respirar. Y recelaba. No vuelves a mirar igual a una bonita foca después de haberla visto devorar a su propio hijo.

Yaiza era una desconocida. Y ahora, después de ver lo que son capaces de decir los desconocidos, María desconfiaba. Recordar esto hizo que de nuevo se formara aquella bola de palabras en la garganta, y esta vez estaba compuesta exclusivamente por palabras que empezaban por des, palabras que habían llenado su vida durante los últimos tiempos: desconocidos, desconfianza, desgracia, destrozada, deshonra, desconsuelo…

Pero entonces Edgar diluyó la bola de María con solo una palabra, otra palabra que empezaba por des, pero en la que des no era prefijo ni negaba. La palabra que terminaría de romper ese funesto rosario de despalabras:

¡Despierta!

Perdona, Edgar. Me des… pisté.