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Y SuperMaría abrió la persiana.

Cuando lo hizo, Jorge estaba esperándola.

Antes incluso de que alguien comenzara a escribir, María, en su cabeza, empezó a escoger las palabras para contar su historia. Pero lo mejor era cuando las palabras salían de su cabeza y las compartía con Jorge. Juntos reconstruían su historia.

Y tenemos que contar lo de cuando me regalaste la bufanda decía María acariciando un extremo de su bufanda roja.

Por cierto, María le decía Jorge, ¿no hace demasiado calor para que la lleves?

Sí, me estoy asando confesaba María. Pero me encanta ponérmela cuando estoy contigo. Así luego huele a ti.

Jorge abrazaba a María con todas sus fuerzas y los puntos, las fibras, las hebras y hasta las más diminutas moléculas de aquella bufanda recibían agradecidas su aroma de pomelo para retenerlo como celosas guardianas y liberarlo cuando María y Jorge estuvieran separados. Pero hasta entonces…

Lo que antes había sido un foso de cocodrilos se convirtió en un fuerte. El recinto de la urbanización amurallaba, el amor de Jorge y María. Fuera de ella, ni se cruzaban. Y si alguna vez lo hacían, fingían no conocerse. Era lo mejor para no hacer crecer aquel monstruo que se alimentaba de rumores, de fotos sobre las que inventar palabras. Pero al abrigo de aquellos muros, en sus bancos, bajo sus chopos, tras los rosales, en las escaleras… la risa, los besos, las palabras, las caricias. Fuera, las máscaras.

De vez en cuando, la mirada de algún vecino les recordaba que estaban en una frágil burbuja.

De vez en cuando les pesaba la claustrofobia y soñaban con bailar juntos en mitad del Maracaná.

Pero tenían un plan, y ese plan aligeraba aquella sensación. Sabían que aquel carnaval no duraría para siempre.

Y no estaban solos en aquel plan.