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Unos días después, Teo fue a buscar a María al colegio en coche.

Tengo la tarde libre dijo. Y algo para ti.

Se montaron en el coche y fueron a una cafetería donde hacían el plato preferido de María: tortitas con nata.

No tengo mucha hambre… dijo María nada más sentarse.

Teo no le dio opción.

Dos de tortitas con nata pidió en cuanto se acercó el camarero.

Cuando se fue, sacó un sobre y se lo pasó a María.

Ella lo abrió.

Estuvo examinándolo un buen rato con el ceño fruncido.

¿Pero esto…?

Es una prueba de ADN.

¿Cómo…? volvió a balbucir María.

Teo le acarició la cabeza. Luego le mostró algo entre el dedo índice y el pulgar. Un pelo.

Así de fácil.

A María se le agolparon las lágrimas en los ojos.

Me habría gustado que no fuera necesario hacerla. Me habría gustado que nos creyeras. A tu madre, a mí, a Jorge…

Era la primera vez que su padre pronunciaba el nombre de Jorge. Al oírlo, María hizo un esfuerzo por no removerse en el asiento. Era parte de un entrenamiento de años en el lenguaje familiar: controlar también el lenguaje no verbal; ante todo, no delatarse.

Pero te entiendo siguió explicando Teo. Entiendo tus dudas. Clara me ayudó a entenderlas.

¿Clara?

Teo asintió. Puso los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla en los puños y miró fijamente a María.

Hija…

María se imaginó exclamando «¡Papá!» y levantándose para abrazarlo en medio de la cafetería.

Pero aquello se habría parecido demasiado al culebrón que nunca había querido protagonizar.

Y además, el camarero se aproximaba con dos platos de tortitas con nata, y por nada del mundo se habría arriesgado a que aquellas toritas cayeran al suelo.