Mamá gritó.
Contra la costumbre familiar, el salón estaba a oscuras. Solo el resplandor de la televisión permitía vislumbrar dos bultos. Su madre y Teo.
Ya te has enterado, ¿no? dijo Candela Brines, sin apenas levantar la mirada del televisor. A su lado Teo se tapaba la cara con las manos.
María se quedó de pie, en silencio, con la careta puesta.
Gracias por arruinarme la vida murmuró al fin.
Extrañamente iluminada por la revelación de la televisión, la sonrisa de Minnie resultaba tan espontanea como una pieza de un musical acompañando a una escena de una película de terror.
No te pongas melodramática, por favor dijo Candela sin mirarla. Se notaba que había estado llorando. Luego, despacio, casi para sí misma, añadió: Yo tendría que estar saliendo ahí. No tendría que salir en la prensa rosa. Yo solo tendría que estar en las páginas color salmón.
Minnie estalló:
¿Cómo puedes decirme eso? ¡¡Yo no tendría que salir en ninguna página!!
Candela levantó la vista del televisor y miró a su hija por primera vez desde que había entrado en casa.
Quítate eso.
María seguía de pie en medio del salón, con la careta puesta.
Su madre repitió con frialdad.
Quítate esa ridícula careta para hablar.
Candela por favor… susurró Teo. Ella no tiene la culpa de nada.
Candela se volvió hacia su marido:
¿Insinúas que la tengo yo? dijo sin poder evitar gritar.
María aprovechó para salir corriendo hacia su cuarto. Echó el presillo, se apoyó contra la puerta y se quitó la careta. Un amasijo se lágrimas, rímel y kohl aparecieró detrás, y la mirada vacía de quien acababa de dejar de ser la novia de Mickey Mouse.
Poco después, sonaron unos golpes en la puerta.
María, abre.
María puso la música a todo volumen, cerró la persiana del cuarto («para siempre», pensó) y volvió a sentarse en el suelo, apoyada contra la puerta. Casi podía sentir el aliento de Teo al otro lado.
Teo aprovechó el corte entre una canción y la siguiente para suplicar:
Abre, por favor. Soy yo, papá.
Desde el otro lado de la puerta, Teo oyó un gemido:
¿De verdad lo eres?