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El primer día de clase después de Navidad, María salió de casa con su cazadora nueva y su bufanda roja. Clara puso los ojos en blanco al verla.

Estás fatal le dijo.

María la ignoró y avanzó sonriente hacia el portal. Al llegar a la calle, se cruzaron con Edgar, que barría la entrada.

¡Muy buenos días! saludó eufórica María.

Vaya, parece que hoy se reparten dosis extra de buen humor dijo el portero mirando hacia la derecha. Ahí, a lo lejos, avanzaba Jorge hacia el colegio. Bonita bufanda, María.

¿A que sí? dijo María echándose la bufanda hacia atrás, y salió rauda y veloz, seguida de Clara.

Aquel día, a la hora del recreo, Jorge regaló a María un dibujo donde aparecían ellos dos rodeados de corazones de fuego traspasados por espadas. Poco después, intercambiaron las palabras necesarias para que esa fecha pasara a formar parte de su calendario personal.

Qué fecha, a qué hora, nace un amor es algo difícil de precisar. ¿Nace la primera vez que vemos a la persona amada? ¿O la primera vez que, al buscarlo los ojos, nos encontramos correspondidos con la misma mirada, esa que no pretende ver sino entrar a través de las pupilas? ¿Nace la primera vez que pronunciamos su nombre como si invocáramos todo el universo? ¿Nace cuando se dice, cuando se reconoce: «Te quiero»? ¿Nace y crece tan poco a poco que no se sabe cuándo nació? Nadie registra, cronómetro en mano, la fecha de nacimiento de un amor. Pero todo el mundo necesita un número rodeado con rotulador rojo en el calendario.

Lo verdaderamente difícil de precisar en el momento de marcarlo es por cuánto tiempo se seguirá celebrando. Del mismo modo en que no se sabe cuál será el futuro de una semilla cuando se planta en el suelo, la incertidumbre también es la esencia de las semillas de los aniversarios.