A más de dos mil kilómetros, Yaiza leía el blog de María mientras su padre la llamaba, impaciente.
¡Yaiza, salimos ya! repitió por cuarta vez.
¡Un momento, papá! ¡Termino de leer una cosa y voy! gritó hacia el salón sin despegar la vista a la pantalla, y siguió leyendo donde lo había dejado:
«Y ahora confieso otra cosa. Estoy tonteando con alguien que sale con otra persona. ¿Debería sentirme mal por eso? Yo no pretendo robar el novio de nadie, pero si J. sigue el rollo, ¿qué culpa tengo yo?».
¡Yaiza, ven ahora mismo!
Ahora voy, ahora voy dijo Yaiza sin dejar de leer.
«Uuuuf. Creo que estoy dando demasiadas vueltas a esto. ¿Será que en el fondo, pero muy en el fondo, me siento culpable? Seguro que sí. Y la prueba está aquí. ¡Me estoy confesando! ¿Alguien me absuelve, por favor?»
Urgida por los gritos de su padre, sin pensárselo dos veces, Yaiza clicó sobre los comentarios a la entrada. No había ninguna. Y ella deseaba absolver a aquella chica que hablaba de lo mismo que le sucedía a ella. Quería decirle que la entendía, que a ella le pasaba igual, que también se sentía culpable, pero que no podía hacer otra cosa.
«Hace tiempo que te leo, pero es la primera vez que me atrevo a…», empezó a escribir.
Pero entonces su padre apareció en la puerta. Al momento, Yaiza cerró aquella ventana y se levantó del ordenador.
Te he dicho que ahora iba protestó.
Ya dijo su padre. «Ahora», hora peninsular. Una hora más tarde, ¿no?
Y el comentario de Yaiza en el blog de María fue a parar al pobladísimo limbo de los mensajes no enviados.