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Al mismo tiempo que las miradas dejaron de buscarse y comenzaron a esquivarse, los cuerpos empezaron a palidecer. Las mangas se alargaron, los días se acortaron, los cuadernos empezaron a llenarse, página tras página, y la tinta de los bolis fue vaciándose poco a poco.

En la urbanización, la verja de la piscina se cerró definitivamente hasta el verano siguiente. Las hojas de los chopos amarillearon. El viento las arrancó y formó una alfombra dorada que Edgar se resistía a recoger.

Hace tan bonito… decía.

Sobre aquella alfombra de hojas, más de una tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, María vio a Jorge y a Raquel. Y siguió dando un portazo cada vez.

Los celos de María, la rabia de Clara y la timidez del auténtico Jorge abrieron, cada uno por su lado, un enorme boquete que parecía imposible de salvar.

Los vecinos empezaron a acostumbrarse a la presencia de Rebeca Lindon y, aunque todos sonreían más de lo normal al verla, cesó el escudriño. Solo los padres de María parecían no terminar de acostumbrase. En el garaje, se quedaban dentro del coche un rato más para no coincidir con ella, salían y entraban corriendo del portal… Pese a todos sus esfuerzos, no pudieron evitar encontrarse, las dos familias al completo, en un par de ocasiones. Lo que más sorprendió a María entonces no fue la mirada esquiva de sus padres, sino la intensidad y el desconcierto con que Rebeca Lindon los miró y la forma tan artificial en que concentró toda su atención en su hija.

¡Ingrid, haz el favor de andar bien! gritó. ¡Deja de hacer el tonto!

Pero Ingrid no era la única que a veces hacía el tonto. O, mejor dicho, tonteaba. Y es que, cuando entre dos personas se abre un abismo, a veces nos asalta la tentación de saltarlo.