La cuarta vez que Jorge y María se vieron, poco antes de que Clara entrara en acción, ya no fue por casualidad. Se estaban buscando.
Durante todo aquel lluvioso domingo, Jorge y María se buscaron por las ventanas de sus respectivas casas. Se inventaron decenas de excusas para asomarse. ¿Sigue lloviendo? ¿Se ha formado charco en la entrada? ¿Alguien se ha olvidado algo en la piscina? ¿Vienen más nubes? ¿Ha salido el sol? ¿Saldrá el arco iris? ¿Llueve más fuerte? ¿Están jugando los niños en el soportal?
Esta vez María jugaba con ventaja. Sabía en qué portal vivía Jorge: el seis. Su búsqueda era más precisa y también más aburrida. Aquella tarde llegó a conocer de memoria cada maceta, cada cortina y cada peculiaridad de la fachada.
Lluvia y más lluvia era lo que veían cuando se asomaban. Lo intentaron desde todas las ventanas de la casa, mirando a derecha e izquierda, buscando nuevos ángulos.
Se asomaba María cuando Jorge hacía un minuto que se había retirado de su ventana. María se retiraba y cinco minutos después aparecería Jorge.
Durante horas estuvieron jugando al gato y al ratón, hasta que por fin coincidieron.
Fue gracias a un trueno. Nada más sonar, los dos supieron que esta vez iban a encontrarse. La tormenta los había convocado.
Y así fue. Se asomó Jorge. Se asomó María. Se buscaron y se encontraron.
Se estuvieron mirando de ventana a ventana, de cuarto a segundo, durante tres minutos.
Prueba ahora a contar hasta ciento ochenta. Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez once doce trece catorce quince dieciséis diecisiete dieciocho diecinueve veinte…
En tres minutos sobra tiempo para enamorarse.
Y habrían sido más si no fuera porque en aquel momento sonó el móvil de Jorge.
Era Raquel.