Perdona que te escriba otra vez, pero no puedo dejar de hacerlo. Es la única forma que me queda de estar contigo.
¿Sabes? Cuando empezamos a comunicarnos así, mandándonos estos mensajes a través de Clara, sentí tanto alivio… Creía que me estaba muriendo, y esto fue como ponerme oxígeno. Vida artificial, pero vida al fin y al cabo. Porque puedo pasar sin el messenger, puedo pasar sin el blog. Pero no puedo pasar sin hablar contigo. Y necesito hacerlo «a solas». Si no, me muero. Ya sabes: ni vos sin mí, ni yo sin vos.
Por otro lado, no dejo de pensar que, de alguna forma, alguien podría leernos. A pesar de la contraseña del pendrive, a pesar de que no nos lo enviemos por internet, a pesar de que yo no llegue a guardar los archivos en mi ordenador… Esta gente es muy buena. No hablo de los de la puerta. Hablo de los cocodrilos de mi madre. Apuesto a que podrían conseguir la información que se propusieran. Pero ¿acaso pueden meterse dentro de mi cabeza? Como mucho, podrían meterse dentro de mi capucha, descubrir tus dibujos. Pero dudo que comprendieran nada.
Sin embargo, pienso en Óscar, el escolta de mi madre. Es un buen tío. ¿Y si alguien como él leyera esto? ¿Y si realmente pudiera meterse dentro de mi cabeza? (¿Leer esto no es lo más parecido a meterse en mi cabeza?). Y si lo hiciera, ¿no pensaría que es injusto todo esto que nos pasa? ¿No diría: «Vamos, ocupémonos de algo más importante; dejen en paz a estos chicos, que solo quieren quererse, y eso no se lo podemos prohibir»?
Ay, no sé. A veces tengo la sensación de que todos esos que nos miran por encima del hombro, esos que nos toman por críos, esos que se dicen adultos, no entienden nada. Seguro que tu hermana Ingrid nos entiende mucho mejor.
Le doy esto a Clara a todo correr antes de que se vaya.
Pienso en ti cada instante. Este instante. Y este. Y este también. Y este. Y este otro… Y en esos puntos suspensivos también. Ay, no puedo para de escribirte. Pero paro. Ya. De una vez. Te lo prometo. Me lo juro. Por mi abuela.