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La tercera vez que Jorge y María se vieron fue esa misma tarde en la entrada de la urbanización.

Jorge entraba, María salía, y su corazón casi salió también al ver a Jorge de frente. Se arrepintió de llevar aquella camiseta. Y pensar que hacía unos minutos había estado a punto de ponerse el vestido blanco… Se animó pensando que, por lo menos, acababa de echarse colonia. Y esta vez no bajó la cabeza.

Jorge la miró con media sonrisa y aquello fue como el disparo que anuncia el comienzo de un juego.

«Está bien, juguemos», pensó María, y clavó los ojos en los suyos como si fueran crampones. «No tengo miedo de mirarte. ¿Lo tendrás tú?», decían los ojos de María, retadores.

Sin necesidad de explicarlas, los dos comprendieron las sencillas reglas del juego. En realidad, solo había una: el primero que retire la mirada, pierde.

Jorge se concentró en las pupilas de María y redujo el paso. María se quedó prácticamente quieta junto a la puerta.

Parecía un duelo silencioso. Como única arma, la mirada. Ninguno de los dos sabía que, más tarde, ese duelo acabaría siendo un entrenamiento para la única forma de comunicarse.

Pero entonces alguien más irrumpió en la escena. Era Edgar, que salía del cuarto de mantenimiento. Ya tenía juez para el duelo.

Buenos días, María dijo Edgar mecánicamente.

Pero María no cayó en la trampa. No estaba dispuesta a dejarse ganar tan fácilmente. Sin mirar a Edgar, con la vista aún fija en Jorge, dijo sonriendo y dando un paso:

Buenos días, Edgar.

Jorge y María siguieron andando a cámara lenta ante Edgar, con las pupilas del uno clavadas en las del otro. Cuando por fin se cruzaron, Jorge sonrió triunfal.

Adiós, María dijo con una voz tan tímida que casi desmentía su victoria.

Al darse la espalda, los dos sonreían.

Ahora los dos sabían cómo sonaban sus voces y cómo olían sus cuerpos. María a limón, Jorge a pomelo. María además había identificado qué era aquello que le resultaba vagamente familiar en Jorge: la forma de su boca, tan parecida a la suya propia. «Boca de mono», como le decía Nicolás, su hermano pequeño, cuando quería hacerle rabiar.

En todo ese tiempo, ninguno de los dos había dejado de mirarse fijamente. Pero no había empate en este duelo. Había un ganador, y ese era Jorge. Ahora él sabía algo de María que ella ignoraba de él: su nombre.

Cuando se alejaron en sentidos opuestos, Edgar se apoyó en la escoba, suspiró y meneó la cabeza sonriendo.

Él fue el primero que supo. Y el último que habló. No hay discreción más intrínseca que la de los porteros. Por mucho que digan.