SÁBADO

Querido Jorge:

Supongo que seguirás castigado sin salir. Si te sirve de consuelo, yo tampoco voy a salir hoy. No porque hayan cambiado de idea y me lo hayan prohibido como a ti. No, soy yo la que prefiere encerrarse en casa. Aún no puedo salir. Esos círculos que se abren a mi alrededor a cada paso que doy, con todos esos ojos clavados en mí… Me siento como una piedra rebotando en el agua. Ondas, ondas y más ondas concéntricas a mi alrededor. Todas se alejan, pero todas se concentran en mí. En mí, que nunca quise ser el centro de nada. ¿Cómo podría ir hoy al Maracaná?

¿Cómo podría volver a ese rincón? Solo podría hacerlo contigo. Necesito continuar donde lo dejamos. Puedo darte la localización exacta de cada parte del cuerpo, como un GPS. Sueño con ese momento. Estábamos a mitad de camino. Aún no podía decirse aquello de «ha llegado a su destino». Estas eran nuestras coordenadas: mi mano derecha estaba enredada en tu pelo, la izquierda bajaba por tu espalda, tu boca en mi cuello, la mía en tu oreja, tu mano derecha había empezado a trepar por mi cintura y tu mano izquierda había descubierto el camino a través de la manga de mi blusa. Teníamos calor. Y hoy hace tanto frío…

Cómo me gustaría pensar solo en esto, en ti y en mí en el Maracaná. Pero, por más que intente apartarlos, otros recuerdos se empeñan en ocupar mi cabeza. Todo aquel ruido sobre ti y sobre mí y sobre cosas que no tenían nada que ver con nosotros dos… Ha sido como una lanza. Y esa lanza me ha abierto una herida que no se ha cerrado.

De verdad que intento olvidar. Intento no escuchar. Me lo están poniendo fácil en casa. Mis padres siguen a rajatabla la norma. En la puerta de entrada debería haber un cartel que dijera: «Prohibido el mundo exterior». Pero, aun así, de repente, cuando menos me lo espero, todo lo que han dicho, todo lo que han escrito todo lo que he visto, todo lo que he oído, todo lo que he leído y todo lo que me imagino que seguirán diciendo, aparece de pronto en medio de mi cerebro y ocupa todo el espacio. Palabras, palabras, palabras, palabras que forman una enorme bola que se expande por mi cabeza, que baja por mi garganta, la cierra y no deja pasar el aire a mis pulmones. Las palabras hacen que todo vuelva a ser real, la bola en mi garganta también se hace real y entonces ya no puedo respirar. ¿Sabes qué hago entonces, cuando estoy a punto de ahogarme? Entonces digo tu nombre. Muchas veces. En voz baja, porque al principio casi ni me sale la voz. Jorge, Jorge, Jorge, Jorge, Jorge… Como tú cuando escribiste María, María, María, María… Te vas a reír, pero tengo una teoría: si piensas mucho en una persona que te quiere (esta teoría solo vale con personas que te quieren), esa persona lo nota. Entonces, cuando te pienso y te nombro, pienso que tú me piensas, y la bola se disuelve y el aire vuelve a circular. Pero sé que solo es un apaño, que la bola de palabras volverá. Y con las palabras, volverá todo. La rabia, la vergüenza, la pena… Mientras tanto, sobrevivo. Aunque sé que esto es como la chistera del mago: puedes fingir que no hay nada dentro, pero sabes que ahí, tras un pañuelo blanco, está latiendo una paloma. Y puede salir en cualquier momento.

Con una gran diferencia. Lo que sale de esta maldita chistera no es una paloma. Es un buitre. Huele la sangre de mi herida abierta. Sale de vez en cuando, como por arte de magia, y la picotea un poco.

Así no me va a cicatrizar nunca.