Cuando te vi por primera vez, tú no me viste a mí. Yo estaba en la piscina y tú, perseguías a uno de los de la mudanza. Querías cogerle una caja. Te ofreciste a ayudar y, entre tu torpeza y su extrañeza, la caja cayó al suelo.
Tú te pusiste blanco. Y el de la mudanza te miró con cara de pánico.
Yo aún no sabía quién era tu madre. Bueno, claro que sabía quien era tu madre. Todo el mundo sabe quién es tu madre. Quiero decir que yo no sabía que tú eras hijo suyo. Pero seguro que el hombre de la mudanza sí. Probablemente pensó que tú serías igual que ella. Se quedó quieto, aterrado, como esperando uno de sus famosos gritos.
Sin embargo, tú, aún pálido, con calma, cogiste la caja del suelo y fuiste hacia el portal ocho, mi portal. Al encontrar la puerta cerrada, volviste la cabeza. Miraste el reguero de cajas que, como las miguitas del cuento, marcaban claramente el camino desde la entrada hacia el portal seis, diste la vuelta y fuiste hasta allí abrazado a la caja. La puerta estaba abierta, pero aun así tropezaste con ella. Estuviste a punto de caer, pero te enderezaste a tiempo y luego desapareciste.
En ese momento supe dos cosas:
1. Que eras un desastre con patas
y 2. Que podía enamorarme de ti.
Recuerdo esto ahora porque en esa caja iba lo único que nos conecta en estos momentos: el ordenador y este pendrive con forma de llave. Echo tanto de menos hablar contigo…
De todas maneras, me estoy acostumbrando a escribirte largo y creo que ahora me costaría hacerlo de otra forma, con SMS. Lo mismo me pasó con tus besos. Cuando nos dimos el primer beso largo, supe que no había vuelta atrás. Desde aquella tarde en las escaleras de mi portal, sentados entre el primero y el segundo, ya no quise probar otra cosa. Adiós a esos piquitos que nos habíamos dado hasta entonces. Adiós, SKS. Short Kissing Service.
¿Te acuerdas de mi teoría sobre los besos[5]?
Y pensar que hoy daría un ojo de la cara aunque solo fuera por uno de esos pequeños…