23

Cuando Nailer hubo terminado de explicar la distribución de los Dientes, Reynolds se opuso a la idea.

—Demasiado arriesgado. No sabemos si el muchacho tiene razón acerca de las profundidades. ¿Y lo de intentar adentrarnos con la marea, de noche? —Sacudió la cabeza.

—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó plácidamente Candless.

No, pero tampoco estaba dispuesta a admitirlo. Habían regresado al puente de mando, rodeados por los pitidos y zumbidos de los sistemas de radar después de que el capitán Candless hubiera ordenado que el Dauntless pusiera rumbo a la playa de Bright Sands. Había considerado que los vientos eran aceptables para el empleo de velas altas, y el estruendo del cañón de Buckell había sacudido la nave.

El misil del cañón, sujeto a su finísimo cabo, se había elevado por los aires trazando un arco antes de que el parapente se desplegara, rojo y dorado, reluciente contra el firmamento con los colores de Patel Global. El Dauntless se estremeció y se encabritó sobre sus hidroalas, elevándose sobre las olas. Las velas principales del barco ondearon y se hincharon, y de improviso Nailer sintió el viento en la cara. No lo había notado antes, pero ahora la corriente era inesperadamente violenta.

—El viento sopla más despacio aquí abajo que ahí arriba —explicó el capitán—. Antes, viajábamos con la brisa, por lo que esta pasaba inadvertida. Ahora volamos con esos vientos de ahí arriba.

Bajo el casco, el océano se deslizaba a una velocidad de vértigo. Cuando Nailer se asomó para mirar la rutilante refracción de las olas, le pareció como si toda la luz y el resplandor del agua se hubieran fundido, una vorágine de movimiento tan veloz que desafiaba la comprensión.

—Cincuenta y dos nudos —anunció con satisfacción el capitán.

Tras ellos, el Pole Star disparó la vela alta a su vez. El estallido sacudió las aguas.

—Con suerte —dijo Candless, mientras contemplaban el ascenso del misil—, se enredará y les sacaremos ventaja. Capturar el viento es condenadamente complicado. Una vez en marcha, es fácil, pero al principio es delicado.

La vela del Pole Star, sin embargo, se hinchó. Tras la ventana alargada del sistema de navegación del Dauntless, vieron cómo el barco se elevaba sobre sus hidroalas; cómo aquella mole bestial planeaba sobre el agua.

—¿Por qué no acribillan nuestras velas? —preguntó Nailer.

—No lo descartes. Cuando se sitúen a una milla de distancia, podrán incendiar el parapente con una andanada química.

—¿Pero eso no incendiaría toda la nave? ¿No nos hundiríamos?

El capitán cruzó la mirada con Reynolds.

—Chávez es codiciosa. Si se puede llevar el Dauntless como presa, no dudará en ejercer la piratería. Si nos inmoviliza, nos destruye y nos hunde, se quedará sin el dinero.

Las dos naves cortaban el océano como cuchillas. A veces daba la impresión de que el Dauntless había ganado un poco de terreno, pero cuando Nailer volvía a mirar, la embarcación blanca sobre el horizonte había aumentado de tamaño. La imagen del otro clíper persiguiéndolos como un tiburón le producía escalofríos.

El capitán señaló un punto en el mapa.

—Si Nailer tiene razón, podemos sortear los Dientes por aquí, y todavía parecerá que estamos intentando ocultarnos.

—Si tiene razón —recalcó Reynolds.

—La tengo —insistió Nailer—. Conozco esas aguas.

—¿Alguna vez has navegado por ellas?

Nailer titubeó. Quería decirles que sí. Que conocía las olas. Que sabía que tenía razón.

—No —admitió—. Pero conozco los Dientes. Los he visto con la marea baja. —Indicó los números del mapa—. Si las antiguas profundidades que marcan las cartas son correctas, con la pleamar se podrá cruzar directamente de una punta a otra. Justo por aquí. —Señaló el filo de la isla—. Entre la isla y los Dientes hay un hueco.

—Es una invitación al desastre —dijo Reynolds—. La marea no subirá hasta que anochezca, así que no podremos guiarnos por los accidentes de la costa, y el margen de error del GPS podría avisarnos de nuestro fallo cuando ya estemos empalados en alguna viga oxidada.

—Sé dónde está —dijo Nailer, malhumorado—. Conozco el paso.

—¿Sí? —preguntó la mujer—. ¿En oscuridad? ¿Con la luz de la luna por toda guía? ¿Con una sola oportunidad de acertar?

—Deja en paz al muchacho —dijo el capitán.

Nailer la fulminó con la mirada.

—¿Se te ocurre algo mejor? Podéis daros por muertos de todas formas, ¿no? ¿Qué vais a hacer? ¿Rendiros? ¿Permitir que os aborden y os carguen de cadenas? —Nailer frunció el ceño—. Los ricachones sois unos puñeteros blandengues. Os asusta jugaros la vida incluso cuando ya estáis enterrados.

El barco brincó bajo sus pies. Todos extendieron los brazos en busca de asidero. Candless y Reynolds se miraron. La mar llevaba toda la tarde picada, y ahora, al salir a la cubierta, vieron que las olas eran altas y violentas. Las hidroalas mantenían al Dauntless por encima del grueso de la marejada, pero conforme aumentaba el tamaño de las olas, la proa del barco se hundía cada vez más en la espuma. Candless estudió el parapente, recortado contra un fondo de densos nubarrones.

—No podremos mantener las alas desplegadas durante mucho más tiempo. No con el océano así de embravecido.

El barco embistió contra otra ola, bamboleándose, y trazó un surco mientras el agua inundaba las cubiertas que se escoraron abruptamente cuando una de las alas perdió tracción sobre la espuma. Nailer se agarró a la barandilla para conservar el equilibrio. La nave se enderezó y saltó hacia delante de nuevo, arrastrada por el parapente que restallaba a gran altura sobre sus cabezas. Las nubes de tormenta eran cada vez más oscuras y se entremezclaban, como si fueran un cesto repleto de serpientes furiosas, con el vientre iluminado por los relámpagos.

—¿Se trata de una devastadora de ciudades?

El capitán negó con la cabeza.

—No. Pero sigue siendo un problema. Esto complica las cosas.

—Podemos darles esquinazo en la tormenta —sugirió Reynolds.

—Nos tendrán localizados en el radar, conocerán nuestra posición en todo momento —dijo Candless—. La única forma de escapar pasa por hacerlos encallar.

—La señorita Nita podría morir si está a bordo.

Candless frunció el ceño en dirección a su primer oficial.

—¿Crees que no lo sé? —Apartó la mirada—. Es un dilema. Organizaremos un grupo de abordaje e intentaremos sacarla de ahí en medio de la confusión.

—No hay ninguna garantía de que dé resultado.

—Gracias, Reynolds. Agradezco tu opinión. Pero que me aspen si permito que muramos todos por ser demasiado cobardes para aprovechar la única ventaja que tenemos.

El Dauntless atravesaba la tormenta como una exhalación. Cuando los vientos se tornaron demasiado imprevisibles, el capitán ordenó arriar la vela alta. El cable de monofilamento se retrajo a gran velocidad, aullando, mientras los molinetes del cañón tiraban del parapente ondeante hacia la cubierta. Un chirrido se impuso al clamor de la tormenta. El carrete se atascó. Knot, Vine y Trimble acudieron corriendo junto al cañón. El parapente restalló de costado, atrapado por un golpe de viento, y el Dauntless se escoró con el ímpetu del inesperado tirón.

Desde el puente de mando, en medio de la lluvia, Nailer veía la tripulación que bregaba con el carrete. A su lado, el capitán Candless sostenía el timón del barco. Sacudió la cabeza.

—Habrá que cortar el cabo —dijo.

Nailer le dirigió una mirada cargada de incertidumbre.

—¡Vamos, muchacho! ¡Deprisa! Córtalo.

Nailer bajó corriendo a la cubierta. Apenas si recordaba haberse enganchado a una argolla antes de salir al viento huracanado. Una ola bañó la proa, derribándolo. Resbaló hasta chocar con el palo mayor y el impacto lo dejó aturdido. Se puso en pie como pudo y emprendió la tarea de cruzar la cubierta escorada.

—¡Cortad el cabo! —gritó para hacerse oír por encima de los rugidos de la tormenta.

Knot lo miró de reojo, y después al capitán. Una hoja salió de su funda y, de un tajo feroz, el cabo de monofilamento se partió en dos. El cable restalló al elevarse y perderse de vista, retorciéndose como una serpiente. Las tinieblas que anidaban en el vientre de los nubarrones engulleron el parapente.

Fascinado, Nailer se preguntó si el barco habría perdido una ventaja que podrían echar de menos más tarde. Knot le dedicó una sonrisita lacónica.

—Ya no se puede hacer nada, muchacho. —Y corrió a reunirse con el resto de sus compañeros, enfrascados en la difícil tarea de recoger las velas principales en medio de la tormenta.

Nailer miraba asombrado a la tripulación, que se dejaba la piel por hacer su trabajo. La lluvia los azotaba. El mar se elevaba e intentaba enterrarlos bajo enormes oleadas de agua, pero los hombres del Dauntless se limitaban a apretar los dientes e imponer su voluntad a la nave. Y esta respondía. Surcaba el mar embravecido, hundiéndose en olas abismales y remontando a continuación sus paredes antes de acometer el siguiente barranco de agua. A su alrededor, las olas se erguían monstruosas y amenazadoras. Aferrado a la barandilla, sujeto por los cabos de salvamento, Nailer se mantenía alejado de la febril actividad mientras los tripulantes del Dauntless se esforzaban por hacer avanzar el barco.

La noche se cernió sobre ellos y los envolvió en un manto negro veteado de relámpagos esporádicos. En algún lugar a su espalda, el Pole Star los perseguía, pero Nailer no podía verlo y no tenía ni idea de cuál era su paradero. Por tentador que fuese fingir que su esbelto perfil no estaba allí atrás, dándoles caza, no dejaba de ser una mera fantasía.

Comenzaron a virar hacia la costa a una orden del capitán Candless, aproximándose al punto en el que intentarían poner a prueba su argucia. Aun ciego en la oscuridad, el Pole Star los seguiría, con sus sistemas de radar volcados sobre su pista. Y en efecto, cuando Nailer por fin dio la espalda a los elementos para tomar una taza de café caliente, el radar principal del Dauntless mostró la condenada señal intermitente de la nave rival que todavía acortaba distancias.

Nailer contuvo el aliento.

—Están cerca.

El capitán asintió con expresión adusta.

—Demasiado cerca para mi gusto. Ve a popa y echa un vistazo.

El muchacho corrió hasta una escalerilla y salió a la superficie por la escotilla de popa del barco. La lluvia cayó sobre él como un mazazo. La espuma salobre se arremolinó en torno a sus tobillos cuando el Dauntless atravesó otra ola y se elevó de forma vertiginosa.

Nailer fijó la mirada en el implacable velo de agua.

Un relámpago hendió la negrura, seguido de un trueno ensordecedor. El Pole Star apareció, más cerca de lo que Nailer hubiera creído posible, elevándose sobre una cresta de agua y cayendo violentamente de nuevo. Volvió a perderse de vista en la oscuridad.

Cuando Nailer regresó al puente de mando, el capitán dijo:

—Han dejado la vela alta arriba más tiempo que nosotros. Su barco es más estable.

—¿Qué se proponen?

El capitán clavó la mirada en la señal intermitente del radar.

—Nos amenazarán y nos abordarán.

—¿Con esta tormenta?

—Han combatido en aguas más revueltas. El Ártico es el campo de batalla más inhóspito del planeta. Cuatro gotas y un par de olas no van a amedrentarlos.

El capitán se agachó frente a Nailer.

—Entre nosotros, muchacho, ¿estás seguro de que esos Dientes existen?

Nailer se obligó a asentir con la cabeza.

—Es una apuesta —insistió el capitán—. De las que no me gustan. De las que destruyeron el último barco de la señorita Nita, ¿lo entiendes? —Inclinó la cabeza en dirección a la cubierta, hacia su tripulación—. Tal vez pienses que tu vida no vale nada, pero estás poniendo en juego las de todos los demás.

Nailer rehuyó su mirada.

—Con el cielo despejado… —Dejó la frase flotando en el aire. Miró de nuevo al capitán—. No lo sé. ¿A oscuras? ¿En medio de una tormenta? —Sacudió la cabeza—. He recorrido la bahía y he cruzado el paso, pero no sé si dará resultado. No en estas condiciones.

El capitán asintió con un gesto. Volvió a contemplar fijamente la oscuridad, donde acechaba su perseguidor.

—De acuerdo. No es la respuesta que esperaba. Pero has sido sincero. Habrá que confiar en las Parcas.

—¿Todavía piensa seguir adelante? —preguntó Nailer.

—A veces es mejor morir en el intento.

—¿Qué hay de todos los demás?

Candless adoptó una expresión solemne.

—Sabían a qué se arriesgaban cuando aceptaron embarcarse conmigo en Orleans. Siempre ha habido opciones más seguras que enrolarse con un viejo realista como yo. —Señaló las pantallas de navegación y las lecturas de infrarrojos de la línea de costa, que relucían verdes ante ellos, emitiendo destellos como relámpagos—. Ahora tienes que ser mis ojos, muchacho. Ayúdanos a llegar a buen puerto.

Nailer contempló los monitores. Las sombras de la costa se mostraban iluminadas por más destellos parpadeantes. Un cañón retumbó a sus espaldas. Un misil trazó una estela sobre sus cabezas.

—Temen que intentemos internarnos en la selva —observó Candless.

Nailer torció el cuello para mirarlo por encima del hombro.

—¿Se proponen hundirnos?

—¡El Pole Star no es tu problema! —El capitán agarró el hombro de Nailer y empujó para que mirara al frente—. ¡Tu problema está ahí fuera! ¡Enséñame adónde tenemos que ir!

Nailer se inclinó sobre las pantallas y escudriñó el negro perfil de la costa que se extendía ante ellos. La isla era una mancha brillante. Frunció el ceño. No. Eso estaba mal. Se trataba de otra colina. La oscuridad y la lluvia hacían que todo fuera distinto. El barco se elevaba y caía entre las olas.

—No lo encuentro —dijo. Intentó ver algo tras el cristal salpicado de agua, pero solo había negrura.

—¡Pues haz un esfuerzo! —Los dedos del capitán se clavaron en su hombro.

Nailer contempló fijamente la oscuridad. Era imposible. El terreno que mostraban los telescopios era un borrón de vegetación y costa por igual. Volvió a clavar la mirada en la lluvia, escudriñando entre las ventanas de proa. Un relámpago restalló como un latigazo. Y otro. Después, un trueno estremecedor. Se le cortó la respiración cuando la isla apareció de repente ante sus ojos. Se habían desviado demasiado.

—¡Ahí atrás! —Apuntó con el dedo—. ¡Nos hemos pasado de largo!

El capitán masculló una maldición y se abalanzó sobre el timón mientras impartía órdenes a gritos a la tripulación. Las velas restallaban y flameaban, impotentes. La nave cabeceó violentamente cuando una ola la embistió desde un ángulo inesperado. La sombra de uno de los marineros se separó del palo antes de detenerse en seco y columpiarse en precario equilibrio, sujeta por el arnés. La botavara barrió la cubierta. El Dauntless viró en redondo. De improviso, la inmensa mole del Pole Star se cernió sobre ellos, amenazadora. El Dauntless se bamboleaba a merced del oleaje, envuelto en el infructuoso restallar de sus velas. Nailer oyó a Reynolds, abajo en la cubierta.

—¡Daos prisa! ¡Daos prisa! —gritaba, mientras preparaba a la tripulación para tocar fondo—. ¡A las bombas!

El Pole Star estaba encima de ellos. Nailer vio medio hombres en las regalas, volteando garfios de abordaje, ansiosos por iniciar el asalto. Las velas del Dauntless batieron y se llenaron de aire de repente. La nave dio un brinco y aceleró. El Pole Star emprendió la persecución sin perder tiempo, intentando cortarles la retirada, pero el Dauntless pasó como una exhalación por su lado, en alas del oleaje.

—¡Eso es! —chilló Nailer—. ¡A la derecha!

La isla estaba a la vista. Ya tenían los Dientes debajo. Debían de ser los grandes. Iban a encallar.

—Aquí lo llamamos «estribor» —dijo secamente Candless mientras giraba el timón. El tipo parecía curiosamente sereno de repente.

El Dauntless avanzaba veloz, empujado por las olas hacia el promontorio rocoso de la isla; en un abrir y cerrar de ojos, pasaron los bajíos y dejaron atrás la isla y los Dientes.

La embarcación se adentró en la relativa quietud de la bahía.

—¡Las anclas para tormenta! —vociferó el capitán Candless mientras la tripulación recogía las velas del barco.

El Dauntless se escoró, sufrió una sacudida y se tambaleó de un lado a otro cuando las anclas de proa mordieron el lecho marino. Su repentina inmovilidad provocó que las olas rompieran con más fuerza contra su casco. La embarcación viró a merced del oleaje y elevó el morro hacia las crestas de espuma, hasta que las anclas de popa se hundieron y la estabilizaron.

Nailer bajó del puente de mando y salió a la cubierta azotada por la lluvia.

—¡Disparad a la de dos! —gritó Reynolds—. ¡Listos para el abordaje!

Los relámpagos iluminaron la mole del Pole Star, que acudía directamente a su encuentro. Nailer se agarró con fuerza a la barandilla mientras el monstruo rugiente acortaba la distancia que los separaba.

—Parcas —susurró, y se tocó la frente. Nunca se había tomado por una persona religiosa, pero en ese momento se descubrió rezando.

Reynolds se situó a su lado y observó el buque enemigo que se abalanzaba sobre ellos trazando profundos surcos en las aguas.

—Ahora veremos si tenías razón, muchacho.

Nailer sintió que se le formaba un nudo en la garganta. El Pole Star avanzaba a gran velocidad, como si sencillamente se propusiera arrollarlos con todo su peso. Mientras hendía las olas, un nuevo terror atenazó a Nailer de pronto: el violento oleaje que levantaba la tormenta provocaría que los Dientes acecharan a mucha mayor profundidad bajo el agua. Era posible que el Pole Star se deslizara sin peligro sobre ellos, después de todo. Se sintió desfallecer. No había tenido en cuenta la crecida del nivel del mar propiciada por la tormenta. Eso explicaba que el Dauntless hubiera salido indemne aun después de calcular mal su posición inicial.

El Pole Star estaba arriando las velas y aminorando la marcha, dejándose guiar por los últimos restos de la inercia para situarse a su costado y emprender el abordaje. Nailer observaba sus maniobras con creciente desesperación. Se había equivocado. Creía que era un puñetero genio y ahora iban a abordarlos, todo por no haber pensado en los detalles.

—¡Capitán! —exclamó—. No van a…

El Pole Star dejó de avanzar. Se quedó inerte entre las olas, paralizado, inmóvil en el abrazo del mar embravecido. Una ola rompió contra su costado. Y otra. En sus cubiertas, el frenesí de actividad era visible. Un hormiguero de personas enloquecidas. La nave se ladeó muy despacio, se detuvo. Un inmenso muro de agua se desplomó sobre ella. Otro. El buque se escoró por completo y volvió a enderezarse a medias, embestido por una columna surgida de las profundidades. La siguiente ola se estrelló contra el casco y la nave se inclinó del todo.

Reynolds soltó una carcajada y dio una palmada en el hombro a Nailer.

—¡Ahora sí que están ocupados! —gritó para imponer su voz al clamor de la tormenta—. ¡Acabemos con esto!

Corrió en dirección a las lanchas, con Nailer pisándole los talones. La pequeña embarcación colgaba sobre el mar embravecido, sujeta por un par de ganchos desprendibles. Knot, Vine, Candless y otra media docena de marineros se apiñaban a su alrededor. A lo largo del costado del barco colgaban dos lanchas más, repletas a su vez de tripulantes del Dauntless. El aullido de los motores de biodiésel se impuso a los bramidos del vendaval. Las hélices se tornaron borrosas con la aceleración. También el motor de la lancha de Nailer vibró y cobró vida con una detonación.

Los botes que tenían delante se soltaron de sus ganchos y se hundieron entre las olas como piedras, envueltos en el chirrido de sus motores. Salieron disparados hacia delante en cuanto golpearon el agua, como flechas apuntadas al Pole Star malherido.

—¡Despejado! —gritó Reynolds.

Los ganchos se abrieron de golpe. Su lancha cayó en picado. El estómago de Nailer se encogió. Caída libre. Golpearon el océano. Nailer se dobló por la mitad y se estrelló contra la amplia espalda de Vine. Un estallido de dolor. Se había mordido el labio. La lancha salió disparada hacia delante, y tuvieron que agarrarse para no perder el equilibrio mientras aceleraban.

—¡Comprobad las armas! —ordenó Candless.

A tientas, Nailer buscó la pistola enfundada en su cintura. El corazón le martilleaba en el pecho. A su lado, Trimble sonreía de oreja a oreja.

—No hay nada como un abordaje en medio de una tormenta, ¿verdad, muchacho?

Nailer asintió mientras combatía las náuseas. La diminuta embarcación volaba entre la espuma y las paredes de agua, guiada por la mano firme de Reynolds. En un abrir y cerrar de ojos, se situaron junto a la proa del escorado Pole Star. La tripulación del navío rival se había congregado ya en la cubierta. A Nailer le pareció ver a su capitana aferrada a la barandilla, intentando organizar a su gente para estabilizar el buque. Sintió una punzada de victoria. Debía de haberse sentido tan confiada hacía apenas unos instantes, y ahora estaba desesperada. Se rio bajo la lluvia, sintiendo chorrear el agua por sus mejillas. Aquello era obra suya.

La lancha golpeó el casco del Pole Star. Knot lanzó una escalerilla de cuerda atada a un garfio a la borda y se apresuró a ascender por ella, seguido de cerca por Vine. Saltaron por encima de la barandilla, pistolas y machetes en ristre, mientras el resto de la tripulación del Dauntless imitaba su ejemplo.

Reynolds dio una palmada en la espalda de Nailer.

—¡En marcha, muchacho!

Nailer estabilizó la escalerilla y subió. Llegó a bordo a tiempo de ver a Candless forcejeando con la capitana rival, que se cayó por la borda cuando él hizo una finta, y terminó en el mar, braceando por su vida. Candless apuntó con su pistola al resto de la tripulación del Pole Star.

—¡Soltad las armas y rendíos! —gritó por encima de los rugidos de la tormenta; el arma transmitió su mensaje con más elocuencia que sus palabras.

Nailer bajó la mirada al violento oleaje y se preguntó qué habría sido de la capitana. Había desaparecido sin dejar ni rastro, devorada por los Dientes.

Se habían apoderado del Pole Star.

Nailer se volvía hacia Reynolds con una sonrisa en los labios, cuando una oleada de medio hombres surgió de la bodega, disparando a discreción. Candless cayó chorreando sangre. Reynolds empujó a Nailer a un lado mientras su arma restallaba ensordecedora. Nailer levantó la pistola a su vez y disparó entre la lluvia, convencido de que iba a fallar pero apretando el gatillo de todas maneras. Una ola gigantesca golpeó la nave. La cubierta del Pole Star se ladeó. Todos los combatientes resbalaron en dirección a las aguas.

Nailer estiró un brazo hacia la barandilla mientras salía disparado por la borda. Su pistola se hundió entre las olas. Se quedó colgando con medio cuerpo fuera del barco. El mar encrespado se arremolinaba en torno a sus piernas, empeñado en tirar de él y arrastrarlo bajo las olas. Nailer logró auparse fuera del vórtice y se abrazó a la barandilla. El impresionante clíper, tan inexpugnable en apariencia, se había vuelto imposiblemente pequeño. Se hundía.

Reynolds estaba gritando a alguien en la oscuridad, pero Nailer no podía ver a quién.

—¡Coge a la señorita Nita! —exclamó la primer oficial mientras las balas silbaban a su alrededor.

Junto a ellos, uno de los medio hombres del Pole Star surgió de las aguas. Parecían inmortales. Reynolds apuntó la pistola hacia la criatura y le pegó un tiro en el pecho. El medio hombre volvió a hundirse. Nailer no veía ni rastro de los medio hombres del Dauntless en los alrededores. Tal vez Knot, Vine y los demás hubieran sucumbido ya.

La pistola de Reynolds restalló otra vez. Fulminó a Nailer con la mirada.

—¡Vamos!

Nailer desenvainó el cuchillo de combate y pasó su munición, ya inútil, a Reynolds. Buscó a tientas la escotilla más próxima, rezando para no estar a punto de tropezarse con otra banda de medio hombres, y se deslizó en el interior del Pole Star.

La furia de la tormenta se amortiguó. Nailer se enjugó la cara desesperadamente para despejarse la vista, parpadeando en medio del repentino silencio. Las luces de emergencia encendidas en el pasillo se alimentaban de las baterías de la nave. Mientras avanzaba por el corredor, Nailer no pudo por menos de calcular ociosamente el precio que obtendría semejante sistema de iluminación en el mercado de la chatarra. Dejó atrás accesorios de latón y puertas de acero, reparando en la cantidad de cables que podría arrancar con suma facilidad. El pasillo se ladeó al compás de las olas levantadas por la tormenta en el exterior. Nailer trastabilló.

«Concéntrate, idiota. Encuentra a Lucky Girl y sal de aquí».

Bajo el tenue fulgor rojo de los pasillos no se movía nada. En algún lugar, en lo alto, las pistolas seguían disparando, pero en el interior reinaba un silencio inusitado. Nailer se adentró más en el barco, atento a los crujidos y al murmullo del agua, a sus pasos furtivos y a sus jadeos entrecortados. Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el aliento. Aguzó el oído en busca de señales de movimiento frente a él.

Nada.

Avanzó por el pasillo, con el cuchillo a mano listo para entrar en acción. No podía estar solo allí abajo. Lucky Girl debía de estar en alguna parte, y allí donde estuviera, habría más gente.

Una vez más, Nailer pensó en su talento para embarcarse en absurdas misiones suicidas. Traicionar a su padre había sido una estupidez colosal, pero deambular a hurtadillas por el interior de un barco que zozobraba era el colmo. Si tuviera dos dedos de frente se habría olvidado de todo cuando Lucky Girl desapareció en Orleans. Podría haber encontrado otro empleo. Podría haberse alejado de todo aquello sin ninguna complicación. Podría haber remontado el Mississippi. Cualquier cosa. Pero en vez de eso se había dejado seducir por la lealtad exhibida por la gente de la muchacha: Candless, Reynolds, Knot, Vine… y en honor a la verdad, sus propias fantasías infantiles acerca de la bella niña rica también habían desempeñado su papel.

«Así se hace, héroe».

Sacudió la cabeza. Allí estaba, de nuevo en la playa de Bright Sands, donde había empezado, con la suerte más en contra que nunca y a punto de que algún medio hombre le volara la tapa de los sesos porque creía que una ricachona…

Movimiento frente a él. Ruidos. Nailer se aplastó contra el mamparo del pasillo. Hasta él llegó el eco de unos gritos amortiguados. Escudriñó el fondo del pasillo. Una escalerilla comunicaba con la cubierta inferior. Se acercó un poco más y aproximó la cabeza al agujero, escuchando.

—¡Traedme otro sello! ¡No! ¡Ahí! ¡Ahí no! ¡Aquí! ¡Aquí! —Más gritos. Los marineros intentaban contener el daño; cortar el paso al mar embravecido cuyo único empeño era invadir su nave.

Nailer se asomó al interior del agujero. Abajo, el pasillo estaba inundándose. Hombres y mujeres vadeaban chapoteando en el agua, hundidos hasta la cintura. Los costados del barco estaban surcados de grietas, y aun así la tripulación no se rendía. Nailer deseó tener una pistola. Podría abatirlos a todos… Descartó la idea. Sería una locura enfrentarse a una horda de personas para los que él no significaba nada.

Uno de los marineros se dio la vuelta. Abrió enormemente los ojos.

—¡Eh!

Nailer sacó la cabeza del agujero y empezó a correr.

—¡Nos abordan! —El grito se propagó por todos los rincones del barco—. ¡Nos abordan!

Pero Nailer ya se había perdido de vista por el pasillo. Las botas de sus perseguidores resonaban en la escalerilla cuando se coló en un camarote y cerró la puerta. Se trataba de una de las cabinas de la tripulación, con sus literas y sus enseres desperdigados sin orden ni concierto a causa de los vaivenes de la nave. El eco de los pasos se alejó.

Nailer respiró hondo y volvió a salir sin hacer ruido. La inclinación del barco entorpecía sus movimientos. Todos los pasillos estaban girados de tal manera que la puerta de la pared estaba convirtiéndose paulatinamente en una puerta en el suelo. De hecho, tuvo que levantarla hacia arriba a fin de deslizarse fuera del camarote; resbaló hasta el fondo del corredor antes de recuperar la verticalidad. El barco estaba intentando ponerse panza arriba. Mientras gateaba en dirección a la escalerilla, rezó para no estar a punto de tropezarse con más tripulantes del Pole Star.

El descenso se convirtió en una extraña aventura consistente en arrastrarse prácticamente de costado. La nave entera se había dado la vuelta casi por completo. El agua fluía torrencial a su alrededor. Corriendo, dejó atrás una brecha sellada en la bodega de carga y continuó adentrándose en el vientre del barco malherido, registrando desesperadamente cuantos camarotes y pañoles le salían al paso. No encontró a nadie. Todo el mundo debía de estar en cubierta, u ocupado pugnando por contener las vías de agua. Estaba solo. Al cabo, renunció al sigilo y empezó a gritar:

—¡Lucky Girl! ¿Dónde diablos te has metido? ¡Nita!

No obtuvo respuesta.

Debía de estar más arriba; era la única explicación. De alguna manera, la había pasado por alto.

O puede que la hubieran drogado.

O que hubiera huido.

O que jamás hubiera estado allí.

Hizo una mueca. Tal vez la hubiesen dejado atrás, en Orleans. O asesinado. Intentó encontrar una salida, vadeando con dificultad el agua que inundaba ya todos los pisos. La pared se había convertido en el suelo, y tenía problemas para orientarse mientras el barco seguía escorándose. El Pole Star sufrió un estremecimiento. El mundo dio otra vuelta. El agua lo salpicó todo. Abrió una puerta de golpe y fue recibido por un aluvión de agua que lo derribó y lo envió rodando por el pasillo hasta que logró recuperar la verticalidad, jadeante. Huyó de las crecientes aguas.

—¡Lucky Girl!

Nada. Había agua por todas partes. Los pilotos de emergencia sufrían cortocircuitos, y sumían en la oscuridad algunas partes de la embarcación. El Pole Star se hundía. Tenía que salir de allí. A juzgar por los pasillos y los camarotes desiertos, incluso sus tripulantes habían huido. Se preguntó qué habría pasado con el combate. Quién habría ganado.

Gateando, atravesó corredores vueltos del revés por la inclinación de la nave. El fuerte olor a maquinaria engrasada le obturaba las ventanas de la nariz, pestilente. Recordó el compartimiento lleno de petróleo en el que había quedado atrapado.

Abrió otra puerta de un empujón y la cruzó a cuatro patas. Vaya si se había desorientado. En la penumbra rojiza del interior distinguió los mecanismos de las hidroalas del Pole Star, engranajes que chasqueaban y sistemas automatizados que chirriaban mientras operaban las velas, las hidroalas y los molinetes del parapente. Los carteles de advertencia rezaban: ¡MECANISMOS DE ALTA VELOCIDAD EN ACTIVO! CUIDADO CON LAS MANOS Y LA ROPA HOLGADA. A Nailer le hizo gracia ser capaz de entender lo que ponía en ellos. Iba a perecer ahogado, pero qué diablos, sabía leer.

En una pared, los indicadores luminosos y los pilotos de seguridad parpadeaban para denunciar la existencia de fallos eléctricos y el riesgo de vuelco, probablemente debido a que el puente de mando se encontraba ahora bajo las olas. Los mecanismos eran casi exactamente los mismos que había tenido que lubricar bajo la supervisión de Knot a bordo del Dauntless. Más grandes, pero su organización era tremendamente parecida. Al caer de costado, los paneles de mantenimiento emplazados en el suelo se habían soltado y liberado, revelando los enormes engranajes y los sistemas hidráulicos entrelazados. Al parecer, todos los barcos que componían la flota de Patel Global eran prácticamente idénticos. No encontraría allí a Nita. Se volvió para reanudar la búsqueda. El buque gimió y se estremeció bajo sus pies. Nailer se preguntó si iba a terminar igual que Jackson Boy, después de todo. Muerto en unos restos de naufragio distintos, pero muerto al fin y al cabo.

—¡Nita! ¿Dónde demonios estás?

Se adentró en un nuevo pasillo. La nave seguía intentando ponerse panza arriba; lo único que impedía que volcara por completo eran sus recios mástiles, que estaban enganchados entre los Dientes. Si la embarcación se iba a pique, tendría que salir nadando. Se preguntó si sería capaz de arreglárselas con olas y los restos del naufragio.

—Vaya, vaya, que me aspen. —Una voz familiar interrumpió sus cavilaciones—. Hola, Lucky Boy.

Con la piel de gallina, Nailer dio media vuelta.

En el pasillo inundado, amordazada y atada de pies y manos, Nita colgaba del hombro de Richard López. El agua resbalaba por la cara de su padre y en su mano destellaba un machete.

Nailer dio un paso atrás, horrorizado. Su padre sonrió. Aun en la penumbra que propiciaban los fotoemisores rojos, saltaba a la vista que estaba colgado de tobogán de cristal. Sus ojos, brillantes y muy abiertos, y el rictus salvaje de sus labios eran los de un adicto bajo el efecto de las drogas.

—Me cago en la leche —dijo Richard—. No esperaba encontrarte aquí. —Dejó a Nita en el suelo, de cualquier manera, y trazó un arco de exhibición con el machete—. No esperaba encontrarte jamás.

Nailer intentó encoger los hombros, demostrar que no tenía miedo.

—Ya. Yo tampoco.

Su padre soltó una carcajada cuyos ecos retumbaron en el reducido espacio. Los dragones destacaban en sus brazos desnudos, enroscándose alrededor de su nuez como picas. Se le notaban las costillas bajo su fibrosa musculatura de luchador.

—¿Te vas a quedar ahí plantado? —preguntó—. ¿O piensas echarme una mano?

Nailer titubeó, desconcertado.

—¿Echarte una mano? ¿Quieres que te ayude con la chica?

La sonrisa de su padre se ensanchó.

—Era broma. Debería haberte dejado morir cuando hallamos los restos. Tendría que haber sabido que eras un ingrato malnacido.

—Suéltala —dijo Nailer—. No la necesitas.

—No. —Su padre sacudió la cabeza—. No la necesito. Pero tampoco tengo la menor intención de irme con las manos vacías, y me da en la nariz que es la captura más valiosa que podría sacar de aquí.

—Te atraparán.

—¿Quiénes? —Su padre soltó una risotada—. A nadie le importa un comino. Sálvese quien pueda y todo eso. —Encogió los hombros—. Además, viva o muerta, les da lo mismo. Nadie pondrá el grito en el cielo si se la vendo a los Cosechadores como fuente de piezas de recambio. —Miró a la muchacha de soslayo—. Tal vez fuera una ricachona en su día, pero ahora no es más que otro despojo.

Nailer siguió la dirección de la mirada de su padre. Le sorprendió ver que Nita estaba consciente. Había empezado a forcejear con sus ligaduras, intentando liberarse.

Richard le propinó un puntapié, sin contemplaciones.

—Estate quieta —dijo.

Nita gruñó de dolor y soltó un gemido cuando recuperó el aliento. Richard se volvió hacia Nailer. Movió el machete arriba y abajo.

—¿Qué estás pensando, muchacho? ¿Crees que puedes rajar a tu padre con esa navajita de bolsillo? ¿Pretendes vengarte por todas las palizas que te he pegado?

Esgrimió el machete de nuevo, dejando que la hoja oscilara ante Nailer.

—Pues venga, adelante. —Llamó a Nailer por señas—. Cuerpo a cuerpo, muchacho. Igual que en el ring. —Enseñó los dientes estropeados—. ¡Te voy a machacar!

Saltó. Nailer se arrojó a un lado. El machete pasó volando junto a su rostro. Richard se carcajeó.

—¡Bien hecho, muchacho! ¡Eres condenadamente rápido! —Atacó otra vez, dejando un abrasador rasguño en el vientre de Nailer—. ¡Casi tanto como yo!

Nailer retrocedió, tambaleándose. El corte no era profundo (los había recibido peores en la cuadrilla ligera), pero le atemorizaba comprobar los reflejos de su padre. Era casi tan mortífero como un medio hombre. Richard López acortó la distancia que los separaba, lanzando puñaladas cortas con el machete. Nailer cedió terreno. Fintó con el cuchillo en un intento por traspasar la guardia del machete, pero su padre se anticipó y esta vez su filo impactó en la mejilla de Nailer.

—Sigues siendo un poco lento, muchacho.

Nailer se esforzó por combatir el miedo mientras retrocedía. Usó una mano para enjugar la sangre que le bañaba la cara. El hombre era sobrecogedoramente veloz. Cargado de anfetaminas como estaba, parecía sobrehumano. Nailer rememoró la ocasión en que su padre había derrotado a tres oponentes a la vez en el ring, para ganar una apuesta. Pese a encontrarse en inferioridad numérica, sus contrincantes habían quedado aplastados e inconscientes, con él erguido sobre todos ellos, enseñando los dientes salpicados de sangre en una sonrisa triunfal. Richard López había nacido para luchar.

Su padre atacó de nuevo. Nailer retrocedió de un salto.

«Concéntrate», se dijo.

Su padre explotó en un torbellino de movimiento. A duras penas, Nailer logró colocarse dentro del arco del machete. El cuerpo de su padre se estrelló contra él. La mano de Nailer, resbaladiza a causa de la sangre, perdió el cuchillo. Salió volando por los aires. Su padre y él rodaron por el suelo. Richard intentó inmovilizarlo, pero Nailer se escabulló y gateó pasillo abajo. Su padre soltó una carcajada.

—¡No escaparás tan fácilmente!

Nailer buscó a tientas su cuchillo, con desesperación, pero no lograba ver nada en la penumbra. Su padre cargó contra él. Nailer se dio la vuelta y emprendió la huida. A su espalda, su padre reía y lo perseguía mientras Nailer corría hacia la sala de máquinas. Bajo el fulgor de las luces de emergencia, Nailer miró alrededor, buscando alguna herramienta que pudiera emplear como arma. Su padre irrumpió en la cámara detrás de él.

—Vaya, vaya, hay que ver lo escurridizo que eres.

Nailer retrocedió. La dichosa tripulación del Pole Star tenía su nave impoluta, no había ni una sola llave inglesa tirada por ahí, ni un solo destornillador. Nailer agarró un panel de mantenimiento suelto y lo lanzó, pero su padre lo esquivó con facilidad.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —preguntó.

Nailer cogió otro panel de mantenimiento suelto y levantó la cabeza para ver de dónde había caído. Junto a él se elevaba una pared entera de engranajes y sistemas hidráulicos, el suelo del barco convertido ahora en un muro. Si lograba escalarlo, podría escapar introduciéndose en cualquiera de los conductos de mantenimiento.

Corrió hacia la pared de engranajes expuestos y se elevó a pulso. Con la nave recostada, había tantos paneles abiertos que podía escalar apoyándose en ellos. Escudriñó los resquicios que mediaban entre unos y otros, sollozando casi de desesperación. Ninguna de las aberturas era lo bastante espaciosa como para permitirle escapar del alcance del machete de su padre. Siguió subiendo.

—¿Adónde te crees que vas, muchacho?

Nailer no respondió. Se asió a otro enorme engranaje y se aupó aún más arriba. Aporreó la cerradura de uno de los paneles de mantenimiento hasta arrancarla de su sitio. La lanzó abajo, hacia su padre, pero erró el tiro. A sus pies, Richard López lo observaba con expresión divertida.

—¿Crees que no puedo subir hasta ahí y bajarte a rastras? —Meneó la cabeza—. Pensaba que eras más listo, muchacho.

Nailer se encaramó un poco más arriba.

—¿Por qué no vienes y mueres como un hombre? —preguntó su padre—. Nos lo pondrías mucho más fácil a ambos.

Nailer sacudió la cabeza.

—Ven a por mí, si te atreves.

Aflojó otro panel. Si lograba convencer a su padre para que empezara a escalar la pared, tal vez consiguiera partirle la crisma con el condenado cacharro.

—De acuerdo, muchacho. Lo he probado por las buenas. —Su padre se agarró a uno de los engranajes y estiró el brazo en busca de asidero en el siguiente panel de mantenimiento. El machete entorpecía sus movimientos, pero aun así era sobrecogedoramente veloz.

Nailer soltó el panel. Por un momento, pensó que impactaría contra su padre de pleno, pero otra ola sacudió la nave entera y la plancha erró el blanco. Richard López miró a Nailer con una sonrisa, sin amilanarse.

—Al final va a resultar que el mote de Lucky Boy te queda grande. —A continuación, con la rapidez de una araña, subió tras Nailer.

Nailer gateó un poco más arriba, pero no había adónde ir. Aferrado a una enorme rueda dentada, fijó la mirada en su padre. Estaba atrapado. Richard López sonrió y blandió el machete. Nailer encogió las piernas para apartar los pies de su trayectoria. El machete sonó contra el acero.

Un piloto parpadeante llamó la atención a Nailer. Se lo quedó mirando fijamente, y sintió una punzada de esperanza. Se encontraba justo al lado de un tablero de mandos señalado con una etiqueta que le resultaba familiar: CONTROL DE ALAS. CUIDADO CON LAS MANOS Y LA ROPA HOLGADA.

Nailer descargó un manotazo desesperado contra la palanca de activación, al tiempo que oprimía el botón de encendido. Tal y como hiciera Knot hacía una eternidad. Contempló a su padre.

—Olvídate de mí, papá. Déjame en paz y suelta a Nita.

—Esta vez no, muchacho. —Los dedos de Richard López se cerraron en torno al tobillo de Nailer.

Nailer elevó una plegaria a las Parcas, agarró la palanca de activación y saltó. Su peso arrastró la palanca hacia abajo.

Mientras caía, los aullidos de la maquinaria inundaron la sala.