17

Nailer estiró el cuello para ver por encima de las copas de los árboles y contemplar la metrópoli mutilada.

—Ahí debe de haber restos de los buenos —dijo.

Nita sacudió la cabeza.

—Tendrías que derribar las torres. Necesitarías toda clase de explosivos. No vale la pena.

—Depende de cuánto cobre y hierro se pueda extraer —repuso Nailer—. Pon una cuadrilla ligera en uno de esos edificios, a ver qué pasa.

—Tendrías que trabajar en medio del lago.

—¿Y qué? Si los ricachones dejasteis muchas cosas atrás, merecería la pena. —Detestaba el modo en que se comportaba Nita, como si lo supiera todo. Contempló fijamente las torres—. Aunque seguro que lo de valor se lo habrán llevado ya. Demasiado bueno dejarlo ahí tirado.

—Aun así… —Tool inclinó la cabeza hacia los numerosos edificios diseminados y cubiertos de vegetación—, hay restos de sobra para alguien organizado.

Nita disintió de nuevo.

—Tendríais que enfrentaros a los vecinos por los derechos de explotación. Luchar por cada centímetro. De no ser por los tratados y por las milicias de comerciantes, incluso la zona de transbordo estaría en disputa. —Arrugó la nariz—. No se puede negociar con personas así. Son unos salvajes.

—¿Como Nailer? —se mofó Tool. De nuevo sus dientes amarillos destellaron al sonreír, mientras Nita se ruborizaba y apartaba la mirada, colocándose el pelo negro detrás de la oreja y fingiendo contemplar el horizonte en movimiento.

Con independencia de la opinión que las posibilidades de explotación le merecieran a Nita, lo cierto era que había un montón de material abandonado expuesto ante ellos, y si Nailer lo había entendido bien, aquello solo era Orleans II. También estaba la Nueva Orleans original, y después Mississippi Metropolitan (o MissMet, para abreviar), la cual se había planeado originalmente como Nueva Orleans III, antes de que incluso los más apasionados partidarios de la ciudad sumergida se rindieran ante la espectacular mala suerte de la que gozaban todos los lugares que incluían la denominación de «Orleans».

Algunos ingenieros habían afirmado que era posible erigir torres resistentes a los huracanes sobre la bahía de Pontchartrain, pero los comerciantes y los mercaderes estaban hartos de la desembocadura del río y de las tormentas, de modo que dejaron la ciudad sumergida a los muelles, las plataformas de carga de alta mar y los suburbios, mientras se llevaban su dinero, sus hogares y sus hijos a terrenos más cómodamente emplazados por encima del nivel del mar.

MissMet, aparte de haberse fundado río arriba y en un terreno más elevado, estaba mejor equipada contra los ciclones y los huracanes que cualquiera de sus predecesoras. Una ciudad diseñada desde los cimientos para evitar los errores de anteriores optimismos, un refugio para ricachones del que Nailer había oído decir que estaba pavimentado con oro y donde relucientes muros, guardias y alambradas mantenían a raya a la chusma.

En algún momento, en el pasado, Nueva Orleans había significado muchas cosas: había significado jazz, criollo y pasión por la vida; había significado Mardi Gras, fiestas y abandono; había significado exotismo, lujo, exuberancia y decadencia. Ahora solo significaba una cosa.

Pérdida.

Se sucedieron vertiginosas más ruinas selváticas muertas, una asombrosa cantidad de riqueza y materiales abandonados para pudrirse y sucumbir bajo la maraña esmeralda de los árboles y los pantanos.

—¿Por qué tiraron la toalla? —preguntó Nailer.

—A veces la gente aprende de sus errores —dijo Tool.

Con lo cual, Nailer dedujo que estaba insinuando que la mayoría de la gente no lo hacía. La debacle de las ciudades gemelas muertas era el ejemplo perfecto de cuán lenta había sido la gente de la Edad de la Aceleración en aceptar el cambio de sus circunstancias.

El tren describió una curva hacia las inmensas torres. El decrépito perfil de un estadio antiguo asomaba tras las agujas de Orleans II, señalando el comienzo de la antigua ciudad, la capital de los territorios sumergidos.

—Estúpidos —musitó Nailer. Tool se inclinó hacia él para oír su voz por encima del viento, y Nailer le gritó al oído—: ¡Eran unos puñeteros estúpidos!

Tool encogió los hombros.

—Nadie esperaba huracanes de categoría seis. Por aquel entonces no existían las devastadoras de ciudades. El clima cambió. El tiempo cambió. No supieron preverlo.

Nailer reflexionó sobre esa idea. Que nadie hubiese sido capaz de entender que serían el objetivo de huracanes mensuales que ascenderían arrolladores por el canal del Mississippi, buscando cualquier cosa que no tuviera la prudencia de aplastarse contra el suelo, flotar o esconderse bajo tierra.

El tren volaba sobre los pilones, curvándose hacia el centro del nexo comercial, surcando veloz las aguas salobres, relucientes debido a las filtraciones petrolíferas y a la chatarra y a los hediondos productos químicos. Como una exhalación, dejaron atrás plataformas flotantes y cargadores de transbordo. Unas grúas colocaban contenedores gigantescos a bordo de los clíperes. Embarcaciones fluviales de velas rechonchas, propias de la corriente poco profunda del Mississippi, estaban siendo cargadas de artículos de lujo de ultramar.

El tren dejó atrás desguaces y centros de reciclaje; espaldas de hombres y mujeres brillaban como espejos pulidos a causa del sudor mientras apilaban la chatarra en las carretillas de mano y la transportaban a las básculas para su venta. El tren empezó a frenar. Enfiló una nueva serie de raíles que descendían hasta un páramo de estaciones de clasificación y chabolas, antes de desviarse de nuevo. Al frenar, las ruedas chirriaron sobre el acero y los vagones se estremecieron. La sacudida de la desaceleración se transmitió a través de los vagones hasta la cola del tren.

Tool apoyó las manos en los hombros de sus jóvenes compañeros de viaje.

—Nos apeamos ahora mismo. Pronto estaremos en las estaciones de clasificación y la gente se preguntará por qué estamos aquí y si tenemos permiso.

Aunque el tren avanzaba despacio, todos terminaron cayendo y rodando cuando golpearon el suelo. Nailer se levantó, restregándose el polvo de los ojos, e inspeccionó la zona. En más de un sentido, no era muy distinta de los astilleros de desguace. Chatarra y basura, hollín y mugre pringosa, y chozas desvencijadas repletas de curiosos que los observaban con los ojos hundidos.

Nita paseó la mirada por su entorno. Nailer se dio cuenta de que no estaba impresionada, pero incluso él se alegraba de tener a Tool con ellos, alguien que los protegiera mientras zigzagueaban entre las chabolas apiñadas. Un puñado de hombres haraganeaba a la sombra; sus tatuajes y sus pírsines correspondían a afiliaciones desconocidas. Observaron a los tres intrusos que cruzaban su territorio. Nailer sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Acarició el mango de su cuchillo, preguntándose si habría derramamiento de sangre. Podía sentir cómo los evaluaban. Eran iguales que su padre. Ociosos, colgados de tobogán de cristal probablemente, peligrosos. Olía a té y azúcar. A café hirviendo. A ollas de alubias rojas y arroz sucio. Le rugía el estómago. El dulce hedor de los plátanos putrefactos. Frente a ellos, un niño orinaba contra una pared, observándolos con ojos solemnes mientras lo dejaban atrás en silencio.

Por fin salieron a la calle principal. Estaba repleta de escoria y chatarreros, hombres y mujeres que vendían herramientas, láminas de metal y rollos de alambre. Una bicicleta con remolque pasó traqueteando por su lado, cargada de restos metálicos. «Hojalata», pensó Nailer, y luego se preguntó si el hombre la habría comprado o si se propondría venderla, y adónde se dirigiría.

—¿Ahora en qué dirección? —preguntó Nailer.

Nita frunció el ceño.

—Tenemos que llegar a los muelles. Necesito ver si hay alguno de los barcos de mi padre allí.

—¿Y si hay uno? —quiso saber Tool.

—Tendré que averiguar los nombres de los capitanes. Hay algunos en los que sé que puedo confiar.

—¿Estás segura de eso?

Nita titubeó.

—Alguno habrá.

Tool apuntó con el dedo.

—Los clíperes deberían estar en esa dirección.

Nita indicó a Nailer y a Tool que la siguieran. Nailer miró a Tool de reojo, pero el gigantesco hombre no parecía preocupado por la repentina autoridad que se había arrogado la muchacha.

Recorrieron penosamente las calles. El olor a mar, podredumbre y humanidad concentrada era intenso, mucho más que en los astilleros del desguace. Y la ciudad era inmensa. Caminaron y caminaron, y aun así las calles y las chabolas y los búnkeres de chatarra no se acababan. Hombres y mujeres pasaban montados en rickshaws y bicicletas. Incluso un coche de combustión de petróleo cruzó las calles rotas, con su motor gimiendo y chirriando. Al cabo, la abrasadora barriada abierta dio paso a avenidas más frescas cubiertas de árboles y a casas grandes, con chozas alrededor de sus límites y gente entrando y saliendo. En ellas había letreros que Nita leyó en voz alta para Nailer sobre la marcha: MEYER TRADING. ORLEANS RIVER SUPPLY. YEE & TAYLOR, ESPECIAS. DEEP BLUE SHIPPING CORPORATION, LTD.

Y de repente la calle se hundió en el agua, en picado. Vieron botes y taxis fluviales amarrados, hombres sentados con sus esquifes de remos y sus diminutas velas improvisadas, esperando a transportar a quien necesitara llegar a la Orleans del otro lado.

—Un callejón sin salida —dijo Nailer.

—No. —Nita sacudió la cabeza—. Conozco este sitio. Estamos cerca. Tenemos que cruzar Orleans, llegar a las plataformas de alta mar. Necesitaremos un taxi acuático.

—Parecen caros.

—¿No te dio dinero la madre de Pima? —preguntó Nita—. Seguro que será más que suficiente.

Nailer titubeó antes de sacar el fajo de billetes rojos.

—Mejor ahorrarlo —dijo Tool—. Más tarde tendréis hambre.

Nailer contempló las aguas salobres.

—Pues yo ya tengo bastante sed.

Nita frunció el ceño en su dirección.

—Entonces, ¿cómo se supone que vamos a llegar hasta los clíperes?

—Podríamos caminar —dijo Nailer. Algunas personas vadeaban en el agua, que solo parecía llegarles a la cintura. Se movían despacio entre el légamo verde y aceitoso.

Nita miró fijamente el agua con repugnancia.

—No se puede andar por ahí. Es demasiado hondo.

—Gastad el dinero en agua —dijo Tool—. Los trabajadores tendrán alguna manera de llegar a las plataformas de carga. Los pobres nos conducirán.

Nita accedió a regañadientes. Compraron agua parduzca de un vendedor, un hombre de dientes amarillos y podridos y amplia sonrisa, quien juraba que su agua estaba libre de sal y bien hervida, y tras comprarla, jovialmente les indicó una serie de señas. Incluso se ofreció a llevarlos hasta las plataformas en su bote de remos, pero su tarifa era desorbitada y en vez del bote eligieron el camino más largo, zigzagueando por calles sumergidas y podridas, cruzando pasarelas flotantes. El hedor a pescado y petróleo llegaba hasta ellos en oleadas, provocando que los ojos de Nailer se humedecieran y recordándole los astilleros del desguace.

Al final llegaron a la orilla. Una serie de boyas se perdían de vista en las plácidas aguas.

Nita contempló el agua con repugnancia.

—Deberíamos haber cogido una barca.

Nailer sonrió.

—¿Asustada? —preguntó.

Nita lo fulminó con la mirada.

—No. —Volvió a fijarse en el agua—. Pero no está limpia. Los productos químicos son tóxicos. —Aspiró por la nariz—. Quién sabe qué hay ahí dentro.

—Ya, bueno, eso te matará mañana, no hoy. —Nailer se adentró en la mugre y el limo del agua. La cubría una fina película de bitumen irisado—. Es mejor que en los astilleros. Esto no es absolutamente nada en comparación. Y no me ha matado todavía. —Sonrió otra vez, deleitándose provocándola—. Venga. A ver si hay algún clíper esperándote.

Nita apretó los labios, pero lo siguió. Nailer sintió deseos de reírse de ella. Era lista, pero también curiosamente remilgada. La observó adentrarse en el agua, disfrutando del hecho de que la ricachona estuviera a punto de arrastrarse por el fango como una persona normal por una vez. En cuanto Lucky Girl hubo entrado, Tool fue tras ella; su enorme figura provocaba una ondulación en los nenúfares y en el légamo bituminoso. Todos empezaron a avanzar, caminando despacio. El agua, cada vez más profunda, llegó a cubrirles el pecho.

Frente a ellos, alguien había amarrado unas boyas de plástico que señalaban un camino para quien careciera de bote. Algunas de ellas eran de color naranja; las otras, blancas. Cuando Nailer pasó al lado de una, descubrió la desdibujada imagen de una manzana estampada junto a unas letras. Otra tenía grabado un antiguo automóvil en la superficie. El camino de contenedores desechados los condujo a donde las últimas porciones de cimientos de viviendas desaparecían y a donde habían ido a parar gran parte de los escombros, y aun así el camino continuaba.

Avanzaron cuidadosamente por las aguas, siguiendo un flujo de cuerpos esforzados que vadeaban, nadaban y chapoteaban hacia delante en dirección a los muelles lejanos. En un momento dado, Nita perdió pie y se hundió. Tool la agarró, la levantó y la colocó otra vez en el camino que todos los demás se esmeraban por seguir.

La muchacha se apartó los largos mechones empapados del rostro y fijó la mirada en los distantes barcos y sus muelles.

—¿Por qué no usan barcas y ya está?

—¿Estas personas? —Tool miró alrededor, a sus compañeros de viaje—. No les merece la pena.

—Aun así, alguien podría construir una pasarela. Ni siquiera costaría tanto.

—Gastar dinero en los pobres es como tirar dinero al fuego. Se limitarían a consumirlo y jamás te lo agradecerían —dijo Tool.

—Pero probablemente se ahorraría dinero si la gente dispusiera de un acceso fácil.

—No parece que el agua los detenga.

Y, efectivamente, había un constante flujo de personas ante ellos; unas pocas cargaban con bolsas de plástico recuperadas con las que envolvían alguna pertenencia que querían mantener seca, pero en su mayoría el caudal de gente parecía indiferente al hecho de tener que nadar en las aguas parduscas y entre las algas verdes. Nita siguió vadeando, sombríamente empeñada, pensó Nailer, en que no se le notara cuán asqueada estaba por las circunstancias.

Cada vez que Tool decía algo, sus palabras eran como un látigo que la espoleaba. Nailer no estaba seguro de por qué, pero le gustaba verla azorada. Una parte de él presentía que Nita lo consideraba algo así como un animal, una criatura útil como un perro, pero no una persona de verdad. Por otra parte, tampoco él estaba seguro de que ella fuera una persona. Los ricachones eran distintos. Venían de un lugar distinto, vivían vidas distintas, destrozaban clíperes enteros tan solo para que pudiera sobrevivir una chica.

—En realidad, ¿qué haces tú aquí, Tool? —preguntó Nita de repente—. Se supone que no deberías ser capaz de abandonar sin más a tu patrón.

Tool la miró de reojo.

—Voy a donde me place.

—Pero eres un medio hombre.

—Medio hombre. —Tool la miró—. Y sin embargo dos veces más grande que tú, Lucky Girl.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Nailer.

Nita lo miró de soslayo.

—Se supone que debe tener un patrón. Prestan juramento. Mi familia los importa de Nipón, tras su adiestramiento. Pero no sin un patrón.

Los ojos de Tool giraron para concentrarse en ella de pleno. Ojos amarillos de perro, depredadores, examinando a una criatura que podría destruir en un momento si se lo propusiera.

—No tengo patrón.

—Eso es imposible —dijo Nita.

—¿Por qué? —preguntó Nailer.

—Tenemos fama de ser extraordinariamente leales —explicó Tool—. A Lucky Girl le decepciona descubrir que no todos disfrutamos con la esclavitud.

—No puede ser —insistió Nita—. Estás adiestrado…

Los enormes hombros de Tool se tensaron.

—Cometieron un error conmigo. —Sonrió ligeramente y asintió para sí, disfrutando de un chiste privado—. Era demasiado listo para su gusto.

—¿Sí? —lo retó Nita.

Los ojos amarillos la evaluaron de nuevo.

—Lo bastante listo como para saber que puedo elegir a quién servir y a quién traicionar, lo que es más de lo que puede decirse del resto de mi… gente.

A Nailer nunca se le había ocurrido preguntarse qué hacía Tool entre los desguazadores. Sencillamente estaba allí, como los refugiados que llegaban en barca. El clan de los Spinoza, los McCalley, los Lal… todos habían acudido para trabajar, y Tool igual. Estaban allí por el trabajo.

Pero era cierto lo que decía Lucky Girl. Los medio hombres se empleaban como guardaespaldas, para matar, para la guerra. Esas eran las historias que había oído. Los había visto con los banqueros de Lawson & Carlson. Los había visto arracimados alrededor de los compradores de sangre cuando venían a inspeccionar los astilleros. Pero siempre con otros. Ricachones. Gente que podía permitirse el lujo de comprar criaturas resultantes de un cóctel genético entre humanos, tigres y perros. Y eran caros. La demanda de los óvulos humanos que desencadenaban su desarrollo no decrecía nunca, y obtenían un precio muy elevado. El Culto a la Vida a menudo se patrocinaba con los óvulos de sus devotas, y los Cosechadores siempre estaban dispuestos a comprar.

—Entonces, ¿dónde está tu amo? —preguntó Nita—. Se supone que debes morir con él. Eso es lo que siempre dicen los nuestros. Que morirán con nosotros, que morirán por nosotros.

—Algunos de los nuestros son extraordinariamente leales —observó Tool.

—Pero tus genes…

—Si los genes dictaran nuestro destino, Nailer debería haberte vendido a tus enemigos y se habría gastado el botín en rasgarrojos y whisky Black Ling.

—No me refería a eso.

—¿No? Pero tú desciendes de Patel, así que todos sois inteligentes y civilizados, ¿verdad? Y Nailer, naturalmente, desciende de un asesino perfecto, y ya sabemos lo que significa eso para él.

—No. No me refería a eso en absoluto.

—Entonces no des por sentado lo que podemos o no podemos hacer los de mi especie. —Los ojos de Tool la taladraron—. Somos más rápidos, más fuertes, y pienses lo que pienses, más inteligentes que nuestros patrones. ¿A la ricachona le preocupa cruzarse con una criatura como yo, suelta por ahí?

Nita dio un respingo.

—Tratamos bien a los de tu especie. Mi familia…

—No te molestes. Mi especie os servirá, pase lo que pase.

Tool apartó la mirada y siguió vadeando. Nita guardó silencio. Nailer siguió empujando entre el agua, pensando en el extraño conflicto que se libraba entre ambos.

—¿Tool? —preguntó—. ¿Te adiestraron de verdad? ¿Te obligaron a obedecer a un patrón?

—Hace mucho tiempo, lo intentaron.

—¿Quién?

Tool encogió los hombros.

—Ya están muertos. No tiene importancia. —Inclinó la cabeza hacia los muelles que se acercaban—. ¿Reconoces alguno de esos clíperes?

Nita contempló las embarcaciones amarradas a los muelles flotantes a lo lejos.

—A esta distancia no.

Se acercaron un poco más, chapoteando en medio del agua. El frescor del baño suponía un alivio después del calor tropical, pero Nailer empezaba a cansarse de vadear. Era un proceso lento.

La profundidad aumentó antes de que llegaran por fin a los muelles flotantes, donde pudieron izarse fuera del agua. Lucky Girl exprimió el agua salobre de su ropa con repugnancia, pero Nailer disfrutaba de la brisa en su piel mojada. A lo lejos, los clíperes navegaban. Desde aquella atalaya, el mundo entero se extendía ante él. Clíperes y cargueros en sus fondeaderos. Los cascos azules de Inglaterra, la bandera roja de China del Norte. Había memorizado muchas banderas de los antiguos restos en los que trabajaban los desguazadores, de los cascos pintados con insignias de nacionalidad y mercantes. La multitud de embarcaciones reunidas allí constituía un verdadero catálogo internacional.

Una pequeña lancha patrullera, quemando biodiésel y expulsando gases, zigzagueaba entre los enormes veleros, transportando pilotos hasta las naves que aguardaban para ser conducidas a puerto. A su alrededor los muelles eran un hervidero. Los ricachones desembarcaban y eran montados en transbordadores para seguir su camino río arriba o a los tendidos ferroviarios del interior. Una pareja de medio hombres vigilaba el yate de algún ricachón, mirando fijamente a Tool y desafiándolo abiertamente con la mirada, y saludando con un gruñido gutural a su paso. A su alrededor un enjambre de culis (negros, sonrosados, morenos, rubios, pelirrojos, de pelo negro, altos y bajos, todos ellos con tatuajes de faena e insignias de uniforme) colocaba mercancías en embarcaciones de poco calado para el transbordo. Más balsas salían de las ruinas sumergidas de la ciudad, navegando con un lento bamboleo hacia los grandes barcos.

—Podríamos haber pedido que nos trajeran con la carga —musitó Nailer, señalando con la cabeza a los contenedores de tren que se dirigían hacia los clíperes.

Algunas de las barcazas eran antiguos veleros desvencijados, pero otras eran mayores y más recias. Diseñadas para quemar carbón y también para aprovechar el viento. Enormes velas rígidas como aletas sobresalían a sus costados, aprovechando la brisa para ayudar a mover las pesadas embarcaciones y sus cargamentos de virutas de níquel, cobre, hierro y acero.

La actividad era embriagadora, más bulliciosa incluso que la de los enjambres de desguazadores de la playa de Bright Sands. Nita estiró el cuello por encima de la muchedumbre y apuntó con un dedo.

—Esos barcos de ahí —dijo.

Al frente, una hilera de clíperes aguardaban anclados. Una goleta, un catamarán para el transporte de mercancías y un yate, todos ellos cruzados ante un puente en un muelle aparte. Eran hermosos, los objetos más veloces en alta mar, equipados con cañones de cohetes y pequeños sistemas de misiles contra los piratas; armados, letales y rápidos, no recordaban en nada a los restos oxidados que Nailer estaba acostumbrado a ver y desmantelar. Comparar los clíperes con esos restos del viejo mundo era como entornar los párpados ante la luz del sol tras salir de una bodega herrumbrosa.

Al acercarse, Nita echó un vistazo a los barcos.

—No son de los míos —dijo, y hundió los hombros, visiblemente decepcionada.

Nailer sintió una punzada de desilusión a su vez, pero la reprimió. Siendo realistas, era poco probable que encontraran una nave amiga de inmediato. Aun así, el puerto fluvial estaba repleto de tráfico. No dejaban de llegar embarcaciones. Ante sus ojos, uno de los clíperes estaba desplegando las velas, largas franjas de lona ondulante que silbaban al ponerse en su sitio gracias a veloces sistemas de poleas. Se abrieron de golpe con la brisa cuando la nave zarpó y se alejó del muelle.

—Volveremos mañana —dijo Nailer.

Lucky Girl asintió con la cabeza, pero siguió escudriñando los barcos como si esperara que alguno de ellos se convirtiera mágicamente en otra cosa. Al final asintió y regresaron por los bajíos y los puentes de los muelles, desandando el camino hacia Orleans mientras anochecía.

Esa noche, compraron pinchos de ratas en un puesto flotante y vieron pasar el tráfico fluvial. Ante ellos desfilaban pequeñas embarcaciones impulsadas por pértigas, transportando comida, trabajadores y marineros de permiso. De algún lugar en la distancia provenía el quejumbroso sonido de instrumentos de viento, un lamento fúnebre que despertaba ecos en el mar. Unos pocos niños jugaban en el agua negra. Nailer supuso que los niños significaban que su ubicación actual era tan segura como cabría desear. Los borrachos más recalcitrantes y los adictos al tobogán de cristal estarían en otra parte.

El ruido de los grillos y las cigarras inundaba el aire oscuro. Nubes de mosquitos revoloteaban a su alrededor, picándoles. Los insectos eran mucho peores que en las playas. Allí, la brisa marina barría la mayor parte, pero aquí, en el aire estancado de los pantanos, se agrupaban y los mortificaban, una agonía de insectos implacables. Nailer y Nita se desesperaban intentando aplastar todos aquellos chupasangres, mientras Tool los observaba con una sonrisa. Nailer se preguntó si la piel del medio hombre sería excepcionalmente gruesa, o si había algo en él que asustaba incluso a los mosquitos.

—¿Cuánto dinero te dio Sadna? —preguntó Tool.

—Un par de rojos y un lomo amarillo.

—¿Eso es todo? —preguntó Nita, y al instante se mordió la lengua.

—Eso son dos semanas de trabajo en cualquier cuadrilla pesada —dijo Nailer—. ¿Qué, es lo que te gastas tú en una tarde de compras?

Nita sacudió la cabeza, pero no dijo nada.

—Mañana tendréis que trabajar si queréis seguir comiendo —sugirió Tool.

—¿Dónde? —preguntó Nailer.

Tool lo miró fijamente con sus ojos amarillos.

—No eres estúpido. Piensa por ti mismo.

Nailer reflexionó.

—Los muelles. Si trabajamos en los muelles, podemos ganar dinero y estar atentos a la aparición de su gente.

Tool gruñó y se dio la vuelta. Nailer se lo tomó como un sí.