Lo malo de las huidas ingeniosas era que exigían un plan adecuado.
En su precipitación por huir, habían partido con escasos suministros, y viajar en los huecos entre los vagones del tren significaba que era imposible buscar comida. En cuestión de horas, Nailer estaba famélico. Pensó con añoranza en la cena de la que había disfrutado la noche anterior.
Cualquiera diría que al estar sentados sin moverse apenas necesitarían probar bocado. Después de todo, no era como trabajar en la cuadrilla ligera. Pero su cuerpo ya estaba desgastado a causa de la falta de alimento durante su racha de fiebre y ahora sentía el ombligo pegado a la espalda. El problema no tenía solución, de modo que apretó los dientes mientras sentía cómo su estómago vacío protestaba y se prometió que rapiñaría un festín en cuanto llegaran a la ciudad sumergida.
El tren, además de las escalerillas de acceso a los tejados, disponía de unas diminutas plataformas de servicio entre los vagones, pero estas eran poco más que planchas de acero de medio metro de ancho, apropiadas para trabajar de pie, pero terribles para soportar tantas horas de viaje. Al principio, Tool se dedicó a recorrer el tren a lo largo en busca de puertas abiertas en los vagones, pero no pudo forzar ninguno de los compartimientos sellados, de modo que se acurrucaron en los espacios entre los vagones con el suelo pasando confuso a sus pies y el viento azotándolos desde todas direcciones. Era espantoso, y sin embargo preferible a los tejados abrasadores del tren, donde no había nada que los resguardara del resplandor del sol.
Dormir al filo de las ruedas era prácticamente imposible, de modo que se encajonaron como pudieron entre las escalerillas, colgados precariamente sobre el terreno borroso; dormían por turnos que se interrumpían abruptamente cuando el tren aceleraba de golpe o reducía la marcha secamente. Todos los frenazos y aceleraciones del tren se traducían en violentos trompicones estremecedores que amenazaban con tirarlos de sus atalayas. Después de que Nailer y Nita estuvieran a punto de ser arrojados al hueco del tren, viajaron con los brazos enredados en las escalerillas. Otra vez, cuando el tren aminoró la marcha bruscamente, Tool cayó encima de ellos y a punto estuvo de aplastarlos contra el metal con toda su mole. Nailer sintió un pitido en la cabeza durante horas.
Pero todas estas incomodidades no eran nada en comparación con la falta de agua. Las pocas botellas que llevaban en la mochila se agotaron enseguida, y al segundo día se encontraban todos sedientos y mareados a causa del calor y la humedad. No había nada que hacer salvo ver pasar el paisaje fugaz y esperar que el tren llegara pronto a su destino. A veces se extendían ante sus ojos lagos inmensos. Debatieron sobre la posibilidad de saltar del tren en marcha y zambullirse en aquellas aguas heladas y tentadoras, pero Tool sacudió la cabeza y dijo que jamás volverían a subirse a un tren a esa velocidad, y a menos que quisieran pasar días caminando, debían hacer de tripas corazón.
A Nailer no le gustó la idea, aunque no quería volver a saltar a un tren en marcha jamás en la vida y sabía que la enorme criatura tenía razón. De modo que mientras mataban el tiempo y veían pasar el paisaje, conversaban.
—¿Quiénes son esos tipos que te persiguen? —preguntó Nailer a Nita—. ¿Por qué eres tan importante?
—Se trata de Nathaniel Pyce. Tío mío a través de un matrimonio por conveniencia. —Titubeó y luego añadió—: Él y su gente quieren utilizarme para chantajear a mi padre.
Nailer frunció el ceño, confuso. Nita se dio cuenta de que no lo entendía.
—Mi padre descubrió algunos de sus tejemanejes. Pyce estaba abusando de los recursos del negocio familiar. Ahora Pyce quiere utilizarme para impedir que mi padre cause problemas. Soy la mejor manera de presionarlo.
—¿Presionarlo?
—Pyce quiere que mi padre le permita hacer algo que desaprueba. Si Pyce me controla, mi padre tendrá que dar su brazo a torcer. Pyce se propone ganar miles de millones, y no hablo de dólares, sino de chinos rojos. Miles de millones. —Clavó en él sus ojos oscuros—. Más dinero del que producirán vuestros desguaces en toda su vida. Suficiente para construir un millar de clíperes.
—¿Y tu padre se opone a eso?
—Se trata del desarrollo y la refinación de arenas bituminosas. Una forma de crear combustible, un tosco sustituto del petróleo. Su valoración se ha puesto por las nubes, gracias a las restricciones impuestas a la producción de carbón. Pyce ha estado refinando arenas bituminosas en nuestras instalaciones septentrionales y usando en secreto clíperes de Patel para transportarlo por el polo hasta China.
—A mí me parece un Lucky Strike —dijo Nailer—. Como caer en un depósito de petróleo y tener ya un comprador apalabrado. ¿Tu padre no debería sencillamente aceptar su parte y dejar que Pyce siga adelante?
Nita se lo quedó mirando, consternada. Abrió la boca. La cerró, volvió a abrirla. La cerró, visiblemente desconcertada.
—Es combustible del mercado negro —dijo Tool con voz hueca—. Prohibido por convención, si no de hecho. Solo existe algo más lucrativo, y es la trata de medio hombres. Pero eso, naturalmente, es legal. Y esto no lo es en absoluto. ¿Verdad, Lucky Girl?
Nita asintió a regañadientes.
—Pyce evita los impuestos sobre el carbón gracias a las disputas territoriales del Ártico, y cuando la mercancía llega a China, es fácil venderla sin dejar rastros. Es arriesgado e ilegal, y mi padre lo ha descubierto. Se disponía a obligar a Pyce a abandonar la familia, pero Pyce actuó en su contra primero.
—Miles de millones en billetes rojos chinos —dijo Nailer—. ¿Tanto vale?
La muchacha asintió con la cabeza.
—Entonces tu padre está loco. Debería haber hecho él el negocio.
Nita lo miró con desagrado.
—¿Acaso no tenemos ya suficientes ciudades sumergidas? ¿Suficientes personas que mueren a causa de las sequías? Mi familia es una empresa limpia. Que exista un mercado no significa que haya que satisfacerlo.
Nailer se rio.
—¿Insinúas que los compradores de sangre tenéis la conciencia tranquila? Como si fabricar algún tipo de combustible fuera distinto de comprar nuestra sangre y óxido de las ruinas para que los recicléis.
—¡Lo es!
—Al final todo es dinero. Y vales mucho más de lo que pensaba. —Nailer la observó con expresión calculadora—. Menos mal que no me contaste todo esto antes de romper con mi padre. —Sacudió la cabeza—. Podría haber permitido que te vendiera, después de todo. Tu tío Pyce habría pagado una fortuna.
Nita soltó una risita nerviosa.
—¿Lo dices en serio?
Nailer no estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos.
—Es un montón de dinero —dijo—. El único motivo por el que crees que tienes ética es porque no necesitas el dinero igual que la gente normal. —Se obligó a reprimir una punzada de desesperación por una elección que estaba tomada y no se podía deshacer.
«¿Quieres ser como Sloth? —se preguntó—. ¿Hacer cualquier cosa con tal de conseguir unos cuantos billetes?».
Sloth había sido una traidora y una estúpida, pero Nailer no podía evitar pensar que las Parcas le habían presentado el mayor Lucky Strike del mundo y él lo había desperdiciado.
—¿Cómo terminaste en la tormenta, si eres tan valiosa?
—Mi padre me mandó al sur, para mantenerme alejada si estallaba la violencia. Se suponía que nadie debía conocer mi paradero. —Sus ojos adoptaron una expresión distante—. No sabíamos que nos perseguían. No sospechábamos… —Se corrigió—. El capitán Arensman dijo que teníamos que huir. Él lo sabía. No sé cómo. Quizá fuera uno de ellos y cambió de opinión. A lo mejor creía en las Parcas. —Sacudió la cabeza—. No lo sé. Y ahora no lo sabré nunca. Pero no le creí, así que me demoré. Y nuestra gente murió porque no creí que existiera ningún peligro real. —Sus facciones se endurecieron—. Logramos salir del puerto a duras penas, y ya los teníamos detrás, persiguiéndonos día y noche.
»Cuando se desató la tormenta, no tuvimos elección. Era intentar capear el temporal o rendirnos. El capitán Arensman dejó la decisión en mis manos.
—¿No podíais llegar a un acuerdo? —preguntó Nailer.
—No con Pyce. Ese hombre no negocia cuando ya ha ganado. Así que le pedí a Arensman que se adentrara en la tormenta. No sé por qué accedió. El mar ya estaba revuelto. —Hizo un movimiento con las manos—. Las olas cubrían las cubiertas, era prácticamente imposible caminar, y no había vientos definidos, solo un aullido torrencial, a todo nuestro alrededor, haciéndonos pedazos. Estaba segura de que iba a morir, pero si nos entregábamos a Pyce hubiera sido lo mismo.
Encogió los hombros.
—De modo que nos adentramos en la tormenta y las olas nos embestían y nuestras velas se rompieron y perdimos los palos y el agua entraba por los ojos de buey. —Respiró entrecortadamente, sin aliento—. Pero la gente de Pyce dio media vuelta.
—Lo arriesgaste todo —retumbó la voz de Tool.
—Soy una ficha de ajedrez. Un peón —dijo Nita—. Mi sacrificio es aceptable, pero no deben capturarme. Eso pondría fin a la partida. —Fijó la mirada en la espesura—. Tengo que huir o morir, porque si me capturan tendrán a mi padre, y le obligarán a hacer cosas horribles.
—Si tu padre desea sacrificarse por ti —dijo Tool—, quizá sepa algo que desconoces.
—No lo entenderías.
—Entiendo que sacrificaste una tripulación entera a una tormenta.
Nita lo miró fijamente, antes de apartar la mirada.
—Si hubiera tenido otra elección, la habría tomado.
—De modo que tienes gente leal.
—No como tú. —Nita lo dijo con sorprendente veneno.
Tool parpadeó una vez, lentamente, sus ojos amarillos brillaron.
—¿Te gustaría que fuera un buen hombre-perro? ¿Que me hubiera mantenido fiel al padre de Nailer, tal vez? —Pestañeó de nuevo—. ¿Te gustaría que fuera una bestia obediente como las que tenéis a bordo de vuestros clíperes? —Sonrió ligeramente, enseñando sus dientes afilados—. Richard López opinaba que tu sangre limpia, tus ojos claros y tu corazón valiente obtendrían un precio excelente de los Cosechadores. ¿Te gustaría que me hubiera mantenido leal a eso?
Nita fulminó a Tool con la mirada, pero tenía los nudillos pálidos de tanto apretar los puños.
—No intentes asustarme.
Los dientes de Tool relucieron brillantes y afilados.
—Si quisiera asustar a una criatura malcriada y sobreprotegida, no tendría que esforzarme mucho.
—Dejadlo ya, los dos —los interrumpió Nailer. Tocó el hombro de Tool—. Nos alegramos de que vinieras con nosotros. Estamos en deuda contigo.
—No lo hice para que me debierais nada —dijo Tool—. Lo hice por Sadna. —Miró a Nita—. Esa mujer vale diez veces más que todas las riquezas de tu padre. Mil veces más que tú, piensen lo que piensen tus estúpidos enemigos.
—No me hables de valor —dijo Nita—. Mi padre dirige flotas enteras.
—Los ricos lo miden todo con el rasero de su fortuna. —Tool se inclinó hacia ella—. Una vez Sadna arriesgó su vida y la de toda su cuadrilla para ayudarme a escapar de un incendio de petróleo. No tenía motivos para regresar a por mí, ni los tenía para ayudarme a levantar una reja de hierro que yo jamás hubiera podido levantar solo. Otros le insistieron para que no lo hiciera. Era una temeridad. Y yo, después de todo, solo era un medio hombre. —Tool miró fijamente a Nita—. Tu padre dirige flotas enteras. Y a miles de medio hombres, estoy seguro. ¿Pero arriesgaría la vida para salvar a uno solo de ellos?
Nita frunció el ceño, pero no respondió. El silencio que mediaba entre ambos se eternizó. Al final, todos se dispusieron a dormir como pudieran entre los crujidos y los vaivenes del tren.
La gran ciudad sumergida de Nueva Orleans no apareció de una sola vez, sino por partes: las paredes combadas de chozas desgarradas por los banianos y los cipreses; trozos desportillados de cemento y ladrillo erosionados por las dolinas; amasijos de antiguos edificios abandonados, infestados de enredaderas de kudzu y ensombrecidos por el dosel de los árboles pantanosos.
El tren ganó altura: montadas sobre pilotes, las vías sobrevolaban los pantanos. Pasaron por encima de frondosas charcas repletas de algas y nenúfares, punteados por el destello blanco de las garcetas y el zumbido de las moscas y los mosquitos. Todo el sistema de vías elevadas estaba reforzado contra las tormentas devastadoras de ciudades que azotaban la costa con asombrosa regularidad, pero era la única prueba que habían visto hasta entonces de que alguien habitara con éxito en aquellos terrenos selváticos.
Circulaban a una velocidad vertiginosa por las musgosas estructuras desvencijadas de una ciudad muerta. Todo un mundo de optimismo inundado, desmantelado por la paciente acción de una naturaleza cambiante. Nailer se preguntó por las personas que habían vivido en esos edificios en ruinas. Se preguntó adónde habrían ido. Sus construcciones eran inmensas, más grandes que cualquier cosa que hubiera visto en los astilleros del desguace. Las mejores estaban hechas de cristal y cemento, pero habían sucumbido igual que las de peor calidad, las cuales daban la impresión de haberse disuelto sencillamente sobre sí mismas, dejando a su paso tablas y planchas podridas que se mostraban deformes, mohosas y combadas.
—¿Hemos llegado ya? —preguntó Nailer—. ¿Esto es Orleans?
Nita negó con la cabeza.
—Estas eran simples poblaciones fuera de la gran ciudad. Suburbios de apoyo. Están por todas partes. Este tipo de núcleos se extienden durante kilómetros. De cuando todo el mundo tenía coches.
—¿Todo el mundo? —Nailer analizó la teoría. Parecía poco probable. ¿Cómo podía haber tanta gente rica? Era tan absurdo como imaginar que todo el mundo poseía un clíper—. ¿Cómo es posible? No hay carreteras.
—Están ahí. —Nita señaló con el dedo—. Mira.
Y en efecto, si Nailer escudriñaba la selva, podía distinguir los bulevares que habían existido antes de que los árboles perforaran y usurparan sus medianas. Ahora, las carreteras parecían más bien senderos invadidos por los helechos y el musgo. Había que imaginarse que no existían todos aquellos árboles que habían brotado en el centro, pero allí estaban.
—¿De dónde sacaban el petróleo? —preguntó Nailer.
—De todas partes. —Nita se rio—. De la otra punta del mundo. Del fondo del mar. —Señaló las ruinas sumergidas y la franja de océano que se vislumbraba entre ellas—. Solían perforar también allí, en el golfo. Se cargaron las islas. Por eso las devastadoras de ciudades son tan destructivas. Las islas solían ejercer de barrera, pero las hicieron pedazos para sus perforaciones de gas.
—¿Sí? —la desafió Nailer—. ¿Y tú cómo lo sabes?
Nita se rio otra vez.
—Si fueras a la escuela, tú también lo sabrías. Las devastadoras de ciudades son famosas. Hay que ser tonto para no haber oído hablar de ellas. —Se mordió la lengua—. Quiero decir…
Nailer sintió deseos de abofetear su cara de engreída.
Tool se rio, un eco reverberante.
A veces Nita parecía decente. A veces era una simple ricachona. Engreída, rica y blandengue. En esos momentos Nailer pensaba que Nita bien podría haber aprendido un par de cosas en la playa de Bright Sands, que incluso Sloth con toda su avaricia y voluntad de traicionarlo había valido más que esa niña rica, tan atractiva incluso después de haber convivido entre ellos, como si fuera inmune a la mugre, al dolor y al esfuerzo que demacraban a los demás.
—Lo siento —murmuró Nita, pero Nailer rehusó sus disculpas con un encogimiento de hombros. Estaba claro qué opinaba de él.
Continuaron su viaje en silencio. Una aldea asomó entre la selva, un claro cincelado entre los árboles y las sombras, una pequeña comunidad pesquera aislada entre las ciénagas, salpicada de chozas improvisadas como las que construía la gente de Nailer, con cerdos y verduras en los patios. Para él, se parecía a su hogar. Se preguntó qué vería Nita.
Por fin la selva se abrió, dando paso a una vasta extensión donde los árboles eran más bajos y la altura del tren les permitía disfrutar de la vista. Aun desde lejos, la ciudad era enorme. Una serie de agujas que perforaban el cielo.
—Orleans II —anunció Tool.