15

El terreno se estremeció con la llegada del tren. Estaban agazapados entre los helechos. La máquina embistió en su dirección con un rugido y pasó de largo como una exhalación. Nailer tragó saliva con dificultad mientras se sucedían los vagones. El viento le abofeteaba y arrancaba las hojas de los árboles y de los helechos a su alrededor. El tren parecía tirar de él hacia donde las inmensas ruedas, tan altas como su pecho, rodaban borrosas. Lo invitaban a arrojarse bajo su peso pasajero, a quedar hecho picadillo, desangrándose mientras el tren proseguía su marcha rugiendo. Con creciente temor, Nailer comprendió que una cosa era especular ociosamente sobre subir a un tren en marcha, y otra ver cómo pasaban los vagones a gran velocidad.

Aquello bastaba para que uno reconsiderara sus opciones. Para contemplar de nuevo la posibilidad de robar un esquife, de circunnavegar la costa, o de atravesar la selva y tomar la ruta de los pantanos… pero carecían de los víveres necesarios para emprender esa ruta. Y si viajaban por mar, el clíper anclado en el golfo los perseguiría con facilidad. No había otra opción. Tenían que correr y tenían que hacerlo ya.

Los vagones del tren se sucedían borrosos como un latigazo. De lejos parecían mucho más lentos. Ahora, de cerca, eran espantosamente rápidos. ¿Estaba acelerando el tren? Cuando Reni saltaba a un vagón, siempre parecía que iban más lentos, parecía más fácil. Nailer sabía que en función de lo agresivo que fuera el maquinista, el tren podría ir tan rápido que el salto no sería factible. Así era como Reni había terminado al final: calculando mal la velocidad a la que podía montar de un salto. También estaba borracho y era un estúpido, pero se había dejado seducir por su lista de saltos con éxito.

Nailer, Nita y Tool salieron de entre las enredaderas y remontaron el terraplén de balasto hasta las vías. El viento los zarandeó al son del atronador desfile del tren. El estruendo de los vagones en rápida sucesión era peor que cualquier devastadora de ciudades. Nailer echó un vistazo a sus compañeros. Los ojos de Nita estaban enormemente abiertos de temor. Tool observaba impasible, quizá incluso con desdén. Aquello sería un juego de niños para el medio hombre. Nailer se descubrió deseando que Tool fuera lo bastante grande como para levantarlos en vilo y cargar sencillamente con ellos mientras él montaba en el tren de un salto.

«Deja de soñar despierto. Date prisa y salta ya».

Se les agotaba el tiempo. La cola del tren no debía de estar lejos. Tenía que tomar una decisión. Era como estar en el compartimiento lleno de petróleo otra vez, sabiendo que la única forma de sobrevivir era sumergirse, lo más hondo posible. Pero esa vez había sabido que no tenía más opciones. Ahora no dejaba de buscar otra salida. «Vamos», se dijo. Pero sus pies permanecieron anclados al suelo.

Reni subía en marcha a los trenes continuamente. Alardeaba de ello. Mientras el corazón le martilleaba en el pecho, Nailer intentó recordar todo lo que le había contado Reni. Apoyó una mano en el hombro de Nita y le gritó al oído:

—Adelántate al vagón, deja que llegue a tu altura, agárrate a la escalera y no te sueltes pase lo que pase. —Señaló las ruedas—. Si te caes, morirás arrollada, así que no te sueltes, da igual lo mucho que duela. —Insistió—: ¡No te sueltes! —Hizo una pausa—. Y sube las piernas en cuanto puedas.

La muchacha asintió con la cabeza otra vez. Nailer respiró hondo, intentando armarse de valor.

De improviso, Nita salió corriendo.

Nailer se la quedó mirando, sorprendido, mientras la muchacha corría hacia el tren. Parecía patéticamente pequeña junto a las ruedas vertiginosas y las escaleras que ascendían por los costados. Una escalerilla pasó ante ella como un latigazo. Otra. Ni siquiera estaba mirando a las escalerillas de los vagones. Se limitaba a esprintar en paralelo al tren, con el cabello negro recogido en una coleta rebotando tras ella.

Pasaron de largo una, dos, tres escalerillas. A la cuarta, saltó. Sus manos atraparon las barras que servían de peldaños y salió disparada hacia delante. Sus piernas volaron por los aires, barridas de golpe de debajo de ella. Sus pies cayeron y remontaron el vuelo de nuevo cuando golpeó el suelo. Era como una muñeca de trapo arrastrada por un niño cruel. Iba a ser absorbida bajo las ruedas. Nailer aguardó, pensando que iba a ver cómo era descuartizada, pero entonces Nita encogió las piernas bajo el cuerpo y de repente subió a bordo, trepando por el costado del vagón. Enganchó un brazo en la escalerilla y miró atrás. Ya empezaba a perderse en la distancia, transportada por la velocidad del tren.

—Se acerca la cola de los vagones —observó Tool.

Nailer asintió con la cabeza. Tomó aliento de nuevo y empezó a correr.

Casi inmediatamente comprendió por qué Nita no había mirado atrás. El terreno era irregular junto a las vías, aunque de lejos pareciera llano. Los carriles desde donde Reni subía a los trenes siempre habían sido más lisos que aquellos. Nailer debía mantener la vista al frente si no quería caerse.

Junto a él, la velocidad y el estruendo del tren eran vertiginosos. Los vagones se sucedían borrosos. No dejaba de imaginarse tropezando y cayendo bajo las ruedas, descuartizado por el tren. Corría tan deprisa como se lo permitía el terreno irregular, y aun así las escalerillas pasaban de largo volando.

¿Cómo diablos lo había conseguido Nita? ¿Cómo…? Miró atrás de reojo, esperando ser capaz de ver los vagones que se acercaban. El movimiento y el ruido eran mareantes. Trastabilló y a punto estuvo de caer al paso del tren. Se enderezó y se obligó a mirar al frente. Apretó el paso. Empezó a contar mientras se sucedían las escalerillas. «Uno, dos». Y luego una cuenta de tres hasta que pasaba el centro de uno de los vagones, y después otra vez uno, dos. Rezó al Ghanesa de Pearly y a las Parcas. «Uno, dos. —Pausa—. Uno, dos, tres. Uno, dos…».

La primera escalerilla pasó volando por su lado. Nailer estiró los brazos hacia la segunda. Le golpeó una mano y lo envió lejos, dando vueltas. Se le enredaron las piernas. Cayó rodando por la grava y las matas de hierba hasta detenerse. Los vagones se sucedieron como latigazos mientras yacía en la tierra, magullado y aturdido. Manaba sangre de sus rodillas rasguñadas y de sus manos entumecidas. Su hombro era un cegador destello de dolor.

Tool pasó de largo como una exhalación, cómodamente enganchado a una escalerilla. El medio hombre contempló a Nailer mientras se alejaba, observándolo con sus ojos amarillos, impasible ante el fracaso de Nailer.

Nailer se puso en pie con dificultad. Nita ya casi se había perdido de vista. Empezó a correr. La cola del vagón se acercaba. Tenía la pierna lastimada a causa de la caída y renqueaba al correr. Sentía el hombro como si se lo hubiera vuelto a desgarrar. Cojeando, no podía ganar tanta velocidad. Las escalerillas se sucedían borrosas. Volvió a contarlas. Miró atrás de reojo. Allí estaba la cola del tren.

«Ahora o nunca».

Nailer imprimió mayor velocidad y saltó al paso de una escalerilla. En lugar de buscar un peldaño, se agarró a la barra lateral de la escalera con las dos manos. Sus hombros explotaron de dolor cuando sus brazos salieron disparados hacia delante y fue arrastrado por el tren. Sus pies rebotaron en las piedras (brillantes destellos de dolor) hasta que se encogió como una pelota, colgando en la parte inferior de la escalerilla.

El suelo pasaba borroso a sus pies. El viento le azotaba la ropa, lo asfixiaba con su calor y su fuerza. Tanteó en busca de un nuevo asidero, encontró un peldaño, y se encaramó dolorosamente, alejándose del torrente de rocas de debajo. Otro asidero, y de pronto estaba arriba, ascendiendo, con el viento zarandeándolo y los árboles de la selva convertidos en un borrón esmeralda mientras él avanzaba a gran velocidad. Le temblaban los brazos; todo su cuerpo vibraba de adrenalina. Le flaqueaban las piernas. Pero trepó, subiendo una mano tras otra hasta que estuvo en lo alto del vagón y pudo ver toda la longitud del tren.

Tenía los pies arañados y magullados, le sangraba sin parar la rodilla, tenía las manos en carne viva, pero estaba sano y salvo. Vagones más adelante, a lo lejos, Nita y Tool lo observaban. La muchacha agitó una mano. Nailer le devolvió el gesto, extenuado, y a continuación enganchó un brazo en la escalerilla y dejó que su cuerpo se estremeciera. Tarde o temprano tendría que cubrir la distancia que lo separaba de ellos, pero por ahora solo quería descansar, dar gracias porque, por primera vez en días, tras subir a un tren en marcha, se sentía absurdamente a salvo. Volvió la vista atrás, hacia su punto de partida. Los raíles gemelos de las vías estaban siendo devorados por la densa selva. Cada minuto a bordo de aquel tren lo alejaba un poco más de su pasado.

No pudo por menos de sonreír. Le dolía todo el cuerpo, pero estaba vivo y su padre estaba lejos, y le deparara lo que le deparase el futuro, por fuerza tenía que ser mejor que lo que había dejado atrás. Por primera vez en su vida se sentía a salvo de su padre.

Pensar en la seguridad le recordó a Pima y a su madre, que permanecían aún allí, enfrentándose todavía a más días de trabajo en las cuadrillas, enfrentándose al castigo que se le ocurriera idear a su padre. Sintió una punzada de preocupación. El frenesí de la huida le había impedido reflexionar acerca de las consecuencias que deberían afrontar Pima y su madre; estaba tan desesperado por escapar que era incapaz de pensar en nada más, pero ahora, de repente, las dos ocupaban sus pensamientos, como espíritus demoníacos, pesando sobre su conciencia.

Mientras volvía la vista atrás, al lugar del que habían salido, usó la mano libre para tocarse la frente y rezar a las Parcas para que a Sadna y Pima no les pasara nada. Para que fueran capaces de apaciguar a Richard, para que este creyera la historia de que Tool lo había traicionado a cambio de una recompensa, y que no eran ellas las que le habían robado un Lucky Strike de las manos. Nailer rezó por la gente que había abandonado y luego volvió el rostro otra vez hacia delante y dejó que el viento impetuoso lo abofeteara. Abrió la boca, engullendo el calor, la velocidad y los olores de la selva.

Entre los árboles vislumbró un destello del océano, azul y radiante. El tren se dirigía a la costa. A lo lejos, divisó el clíper anclado, sus velas brillantes a la luz del sol, una gaviota blanca descansando sobre un espejo de agua. Sonrió ante aquel panorama, ante la idea de que todos aquellos ricachones estarían ahora dando palos de ciego, intentando encontrarlos en la selva, sin que ninguno de ellos sospechara que habían sido engañados y que su presa había sido más lista que ellos.

La visión del barco y el océano desapareció, oculta de nuevo por la maraña esmeralda de árboles y enredaderas borrosas. Nailer se dio la vuelta y escudriñó a lo largo del tren, mirando al frente, donde tarde o temprano se elevarían las torres de la sumergida Orleans.