Richard López caminaba a toda prisa por la llanura de arena que el retroceso de la marea había dejado al descubierto. Lo acompañaba una cuadrilla asombrosamente numerosa, compuesta de sus compinches más feroces, los que se encargaban de realizar las labores de intimidación en el desguace cuando les convenía y se dedicaban a rascarse la barriga el resto del tiempo. Estaban cubiertos de rutilantes joyas recuperadas, collares de acero y rollos de cobre en los bíceps. Los tatuajes de cuadrilla se enroscaban en sus pieles como serpientes. Hombres y mujeres que habían trabajado en cuadrillas pesadas antes de abandonar los desguaces y sumergirse en la vida crepuscular de la playa, con sus prostíbulos, sus casas de apuestas y sus fumaderos de opio.
Mientras los observaba, Nailer se obligó a reprimir el creciente temor que le inspiraban los rasgos sonrientes de su padre enmarcados en el catalejo. Reconoció otro par de caras. Una mujer nervuda de facciones crueles a la que todos llamaban Ojos Azules y que asustaba a Nailer tal vez incluso más que su padre. Se sobresaltó al ver otra figura, treinta centímetros más alta que los demás y tremendamente musculosa. Tool, el medio hombre, a quien Nailer había visto por última vez junto a Lucky Strike. Reconoció también a Steel Liu, un rompecrismas de la banda de la Pitón Roja. Ninguno de ellos presagiaba nada bueno, se mirara por donde se mirase.
Los dragones se retorcían en los hombros de su padre, que encabezaba la comitiva dando enormes zancadas, con una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes torcidos y amarillos. A través del catalejo, era tan grande que parecía que ya hubiese llegado a su destino.
El estremecimiento que recorrió a Nailer no se debía únicamente a la progresiva infección de su espalda.
—Tenemos que escondernos.
—¿Crees que ya saben que estamos aquí? —preguntó Pima.
—Esperemos que no. —Nailer intentó ponerse de pie, pero le fallaron las fuerzas. Le indicó a Pima que le echara una mano.
—¿Qué pasa con su padre? —preguntó Nita.
Nailer hizo una mueca mientras Pima le ayudaba a levantarse. Era demasiado complicado describir todas las circunstancias que rodeaban a Richard López. Hablar de su padre era como intentar describir una devastadora de ciudades. Cuando pensabas que las conocías, se te echaban encima y resultaban ser mucho peores de lo que recordabas.
—Es malo —musitó.
Pima se colocó bajo su brazo, sosteniéndolo, y empezó a ayudarle a bajar por la pendiente de la cubierta.
—Vi cómo mataba a un hombre en el ring —dijo—. Continuó golpeándolo hasta dejarlo sin vida, aunque todo el mundo había anunciado ya su victoria. Le dio tal paliza que acabó cubierto de sangre, con la cabeza partida como un melón.
Nailer sentía como si sus facciones estuvieran talladas en madera. Dirigió la mirada al otro lado del agua reluciente, donde su padre avanzaba cruzando las arenas. La cuadrilla se movía deprisa. A esas alturas de la jornada lo más probable era que todos estuvieran colocados hasta las cejas.
—Como descubran a Lucky Girl, puede darse por muerta —dijo Pima—. Tu padre se librará de cualquier obstáculo que se interponga entre los restos y él.
Nailer miró a Nita.
—Este sería buen momento para que apareciera tu gente.
La muchacha sacudió la cabeza.
—Me parece que es demasiado pronto. —Ni siquiera se molestó en escudriñar el horizonte—. ¿Qué más podemos hacer?
Nailer y Pima se miraron.
—Larguémonos de aquí —sugirió Pima—. Dejemos que registren el barco. Hay restos de sobra. Con suerte, eso los distraerá y nosotros podremos regresar a la playa más tarde. Esta noche o así.
Nailer contempló fijamente las formas que se acercaban, diminutas como hormigas.
—Aunque volvamos, seguirá buscándome.
—Eso no lo sabemos. Seguro que está tan colocado que ni se acuerda de que tiene un hijo.
Nailer pensó en aquella vez que su padre, drogado y enfurecido, se había enfrentado a un hombre dos veces más fornido que él, tan veloz que parecía invisible, una botella rota y sangre en el suelo. Dejó escapar el aire entre los labios.
—Sí, salgamos de aquí.
—¿Seguro que podremos escondernos? —preguntó Nita.
—Más nos vale —respondió Nailer con los dientes apretados mientras le ayudaban a descolgarse con torpeza por el costado del barco—. Como nos pillen… —Meneó la cabeza.
—¿Pero no sois familia?
—Eso no significa nada si el tipo está pasado de tobogán —explicó Pima—. Hasta Nailer teme a su padre cuando está colocado.
—¿Tobogán? ¿Eso qué es, una droga?
Nailer y Pima intercambiaron una mirada.
—Tobogán de cristal. ¿No lo conoces?
La muchacha estaba perpleja.
—¿Rasgarrojo? —probó Pima.
—Roca sanguífera —dijo Nailer—. ¿Brisacero? ¿Cornusapo? ¿Desangradores de éxtasis?
Nita se sobresaltó.
—¿Desangradores?
Nailer y Pima encogieron los hombros.
La muchacha los observó, horrorizada.
—Eso es lo que usan las ratas de oleada. Los escuadrones de combate. Los medio hombres. Es para los animales. —Se mordió la lengua—. Quiero decir…
—Conque para los animales, ¿eh? —Nailer cruzó una sonrisa cansina con Pima—. No te falta razón. Un hatajo de bestias, eso es lo que somos, deslomándonos para los peces gordos como tú.
Nita tuvo la cortesía de parecer avergonzada. Nailer dejó atrás las olas, a trompicones, y contempló fijamente el frondoso follaje de la isla. Le sobrevino un ataque de vértigo. Extendió una mano en dirección a la niña rica.
—Ayúdame. Me parece que no voy a poder escalar.
El regreso al corazón de la maleza de la isla fue una pesadilla de esfuerzo y dolor. Cuando llegaron por fin al abrigo de su improvisado campamento, un Nailer sin resuello se ovilló en el suelo, mareado. Sesenta metros más abajo, el casco níveo del clíper resultaba visible entre el follaje. El eco de unos gritos de alegría llegó volando hasta ellos; los vítores del grupo de Richard, que acababa de descubrir los restos del naufragio. Reían y jaleaban. Nailer intentó incorporarse para ver qué sucedía en la playa, pero se sentía cada vez peor. Los escalofríos recorrían su cuerpo en oleadas constantes, a pesar de que el sol caía sobre él a raudales.
—Necesito mantas —susurró. Aunque las muchachas lo arroparon, no soportaba los escalofríos que lo sacudían y la garra helada que lo atenazaba. Tiritaba de forma incontrolable. Se le metían gotas de sudor en los ojos. Le castañeteaban los dientes y la fiebre le recorría todo el cuerpo.
Abajo, su padre y sus compinches se encaramaban a los restos con la gracia salvaje de una manada de simios atigrados.
—Estamos jodidos —musitó Pima.
Los dientes de Nailer entrechocaban de tal manera que hablarle suponía un esfuerzo. Quería decirle a Pima que inspeccionara la otra punta de la isla para cerciorarse de que no los esperaba ninguna sorpresa desagradable; quería decirle a la ricachona de Nita Chaudhury que agachara la puñetera cabeza, que los adultos de allí abajo no eran unos genios pero sí desconfiados, y tarde o temprano echarían un vistazo a su alrededor. Cuando se aburrieran de celebrar a voz en grito el hallazgo de todas esas riquezas, tomarían medidas para asegurarse de no tener que compartirlas con nadie.
Lamentó no haberse largado antes de que subiese la marea. Obviar el hecho de que antes o después aparecería alguien más había sido una estupidez. El barco era demasiado grande como para pasar inadvertido. Los recuperadores de poca monta debían darse prisa y llevarse cuanto pudieran antes de que los pesos pesados se abalanzaran sobre los despojos para reclamar la parte del león. Y ellos permanecían escondidos, atentos y acorralados, mientras los leones registraban el cadáver de la nave entre risas y descorchaban las botellas de licor que acababan de encontrar en la cocina. Profiriendo chillidos de placer, arrojaban bandejas de plata a la cubierta y destrozaban contra las rocas delicados objetos de porcelana, porcelana que la noche anterior Pima y él habían calculado que valía más que la plata junto a la que se encontraba. Así y todo, si no se podía fundir, valía menos que un metro de cobre en una playa de desguace, de modo que tal vez hicieran bien en destruirlo todo, tal vez deberían incendiar la puñetera embarcación, ennegrecer de humo el cielo…
Nailer se estremeció. Estaba volviéndose loco. Tenía que guardar reposo. Estaba agotado. Necesitaba tumbarse y descansar.
—Hay que llevarte a los astilleros —susurró Pima.
Nailer sacudió la cabeza.
—No. Atraparían a Lucky Girl.
—Me da igual. Que se esconda si no quiere que la encuentren. Necesitas medicamentos, y cuanto antes.
Aunque Nailer apenas si era capaz de deslizar una sola palabra entre el castañeteo de sus dientes, se las apañó para fulminar a Pima con la mirada, empeñado en conseguir que entrara en razón.
—Pertenece a nuestra cuadrilla, ¿vale? Lleva tu marca de sangre, y la mía.
Pima apartó la mirada. Nailer sabía lo que estaba pensando. Había cuadrillas forjadas a lo largo de años de desguazar restos de barcos juntos, de compartir los beneficios y el riesgo de que se produjera algún robo, de aplicar aloe a las marcas de los correazos tras una mala noche con Richard López, de competir por ingresar en una cuadrilla ligera y de sudar para no dejar de cumplir con ningún cupo…
Y había cuadrillas de menos de veinticuatro horas de antigüedad.
—Pima. —Se agarró a ella—. Si crees que tengo la mirada febril, más te vale creer también que es preciso mantener a salvo a nuestra Lucky Girl, aunque sea una compradora de sangre. La necesitamos.
Pima no respondió.
Nita se acuclilló junto a él y lo observó con expresión preocupada.
—Tiene que verlo un médico.
—No me digas qué es lo que tiene que hacer o dejar de hacer —le espetó Pima—. Lo sé perfectamente. —Entre las hojas de helecho, espió a las figuras que se movían a sus pies—. Es imposible que crucemos la llanura cargando con él sin que nos vean, y cuando lo hagan querrán averiguar qué hemos encontrado. —Meneó la cabeza—. Estamos atrapados.
—Podría bajar yo —sugirió Nita—. Para distraerlos.
Nailer rechazó la idea con violentas sacudidas de cabeza. Pima estudió a la muchacha en silencio. Miró de nuevo a los intrusos e hizo una mueca.
—Si supieras realmente qué nos estás ofreciendo, te dejaría intentarlo. —Descartó la propuesta con un cabeceo—. Ni hablar. —Miró a Nailer de reojo—. Además, perteneces a la cuadrilla. —Por el modo en que lo dijo, parecía incluso que lo sentía.
—Vaya, vaya —los interrumpió una voz conocida—. ¿Qué tenemos aquí?
El rostro quemado por el sol del padre de Nailer asomó risueño, entre las enredaderas de kudzu.
—Ya decía yo que había visto moverse algo… —Abrió mucho los ojos, atónito—. ¿Nailer? —Su mirada saltó de un lado a otro como una piedra que rebota en el agua, veloz y febril, posándose en cada uno de ellos—. ¿Qué estáis tramando, chavales? ¿Queríais arrebatarnos los restos?
Reparó en Lucky Girl.
—¿Y quién es esta cosita tan linda? —La observó con los ojos abiertos como platos, fascinado, antes de recuperar la sonrisa—. Una niñita tan mona como tú solo puede haber salido del barco de un pez gordo. —Se volvió hacia Nailer—. No sabía que te codearas con los ricachones, muchacho. —Su desorbitada mirada azul se deslizó por el cuerpo de Nita, recreándose—. Qué guapa.
—Pertenece a nuestra cuadrilla —dijo Nailer, combatiendo los escalofríos que lo atenazaban.
—¿Sí? —Un cuchillo centelleó en la mano de Richard—. Pues abajo, vamos. Todos juntitos. Echemos un vistazo a lo que ha descubierto la cuadrilla ligera. —Se dio la vuelta y exclamó—: ¡Aquí arriba!
Instantes después, Ojos Azules, Tool el medio hombre y un par más los rodearon y los sacaron a empujones del campamento. Descendieron con torpeza por la ladera, dejando un rastro de maleza y helechos aplastados, mientras los amigos del padre de Nailer amenizaban la marcha con sus comentarios soeces. Pima y Nita fueron objeto de silbidos, palmaditas y pellizcos. Cuando Pima intentó defenderse, se desternillaron de risa.
Una vez en los bajíos, a bordo del clíper, los hombres y mujeres rodearon a los tres muchachos.
—¿Tienes algo para nosotros? —preguntó el gigantesco medio hombre.
Levantó a Nita en vilo como si fuera una pluma y acercó el rostro de la muchacha a sus achatadas facciones caninas. Sus ojos amarillos estudiaron el pirsin de la nariz.
—Es un diamante —anunció. Todos se rieron. Un dedo inmenso tocó la gema—. ¿Quieres dármelo? ¿O prefieres que te lo arranque de tu cara bonita?
Nita abrió los ojos de par en par. Levantó las manos y desabrochó el pirsin.
—Me cago en la leche —masculló Richard—. Fijaos en todo ese oro.
Mientras el medio hombre sostenía a Nita, le arrebató todos los anillos de los dedos con la ayuda de Ojos Azules. La muchacha empezó a gritar, pero se quedó muda cuando el padre de Nailer le apoyó el cuchillo en la garganta; Ojos Azules terminó de quitarle todo el oro, veteado ahora de sangre. Uno solo de esos anillos suponía más de un año de beneficios; el valor de todos ellos era incalculable. Los adultos se habían vuelto ricos, y la sensación era embriagadora.
Nailer se acuclilló en la cubierta, tiritando, observando impotente cómo le arrebataban las alhajas a Nita. Aunque el sol caía a plomo sobre él, estaba helado. Y ahora, además, lo poseía una sed incontrolable. Los últimos restos de la lluvia y la tormenta se habían evaporado, y aunque quedara algo de agua potable en las entrañas de la nave, no podía ponerse en pie para ir a por ella, y no pensaba perder el tiempo implorando a los compinches de su padre para que soltaran a Pima y a Nita y fueran a buscarla. Todos los adultos estaban encorvados a bordo de la embarcación, enfrascados en sus cálculos, urdiendo planes que les garantizaran la reclamación del barco.
—Habrá que cederle una parte a Lucky Strike —anunció su padre, al rato—. Perderemos la mitad, pero al menos así nos ahorraremos derramamientos de sangre. Además, él puede transportar los restos en tren.
Los integrantes de su cuadrilla asintieron. Ojos Azules miró de soslayo a los tres jóvenes.
—¿Y qué pasa con la ricachona?
—¿Con nuestra niña bonita? —El padre de Nailer miró a Nita—. ¿Nos vas a disputar los restos, encanto?
—No. —Nita sacudió la cabeza—. Podéis quedaros con todo.
Richard López se carcajeó.
—Eso lo dices ahora, pero a lo mejor luego cambias de opinión.
El cuchillo centelleó en su mano. Se acercó y se acuclilló junto a ella, con la enorme hoja rutilando sobre sus nudillos, lista para abrirla en canal como si de un pescado se tratara. Esparcir sus intestinos por la cubierta sería coser y cantar. Una medida para garantizar su sustento. Nada personal.
—No os detendré —susurró Nita, con los ojos desorbitados por el terror.
—Claro que no. —El padre de Nailer sacudió la cabeza—. En eso te doy la razón. Porque tus entrañas van a terminar alimentando a los tiburones, tanto si te gusta como si no. En tu mansión de ricachona es posible que haya alguien a quien le importe lo que te suceda. —Encogió los hombros—. Aquí eres un cero a la izquierda.
Aun al borde del delirio, Nailer presentía que su padre estaba amasando la fuerza de voluntad necesaria para acometer un acto violento. Reconocía las mismas señales que antecedían a las palizas que solía pegarle, veloz como una cobra cuando le propinaba un pescozón o tiraba de él con violencia para incrustarle el puño en el estómago.
El sol, en su cenit, arrancaba destellos al cuchillo para destripar el pescado. Sin miramientos, Richard atrajo a Nita hacia sí. Nailer intentó decir algo, interceder para salvarla, pero no consiguió que le salieran las palabras. Los escalofríos que lo estremecían de arriba abajo se sucedían a una velocidad de vértigo.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Pima se abalanzó sobre Richard con el cuchillo en la mano.
Nailer intentó avisarla con un grito; su padre se le adelantó y repelió a Pima de un manotazo que la dejó despatarrada en la cubierta. El cuchillo resbaló por la superficie de fibra de carbono hasta caer por la borda. Aunque Pima superaba en corpulencia a la mayoría de los integrantes de su cuadrilla ligera, no era rival para la velocidad de Richard, potenciada por el tobogán de cristal. El breve forcejeo culminó con la muchacha inmovilizada en una presa asfixiante. La cuadrilla de Richard acudió en ayuda de su líder en estampida, vociferando. Tool, el primero en llegar a la altura de Pima, tiró de ella hasta levantarla en vilo de la cubierta. Tras apresarle los brazos a la espalda, la sujetó mientras pataleaba y se debatía sin la menor posibilidad de liberarse.
En el cuello de Richard, una sarta de cuentas de sangre relucía como una gargantilla de rubíes.
—Maldita niñata, me has cortado. —Deslizó los dedos por la herida con una sonrisa. Cuando retiró la mano, esta estaba teñida de rojo. Nailer se maravilló ante el hecho de que Pima hubiera conseguido acercarse tanto. Había sido rapidísima. Su padre inspeccionó los dedos manchados de sangre antes de sostenerlos frente a ella—. Ha estado cerca. —Se rio—. Deberías luchar en el ring, guapa.
Pima se rebeló contra las manos que la atenazaban. El padre de Nailer se acercó aún más a ella, como una serpiente.
—Te ha fallado la suerte por poco, mocosa. —Sus dedos ensangrentados se cerraron en torno a las facciones de la muchacha—. Ha estado cerca de narices. —Levantó el cuchillo a un palmo de los ojos de Pima—. Pero ahora es mi turno, ¿verdad?
—Rájala —susurró uno de los componentes de su cuadrilla.
—Ábrela en canal —lo apremió Ojos Azules—. Obtendremos una ofrenda a cambio de su sangre.
Oprimida entre los brazos de Tool, Pima no pudo contener un estremecimiento. No movió ni un solo músculo, sin embargo, cuando Richard le acarició la mejilla con el cuchillo. Nailer pensó que debía de haberse resignado ya a su destino. Sabía que la muerte se cernía sobre ella. Su pasividad denotaba que había aceptado la voluntad de las Parcas.
—Papá —carraspeó Nailer—, es la hija de Sadna. Ella te salvó de la tormenta.
Richard titubeó, con el cuchillo apoyado en la cara de Pima. Su filo trazó el contorno del mentón de la muchacha.
—Ha intentado asesinarme.
Nailer no se dio por vencido.
—Eso significa que Sadna y tú estáis en paz. Una vida a cambio de otra. La balanza ha encontrado el equilibrio.
Richard López arrugó el entrecejo.
—Siempre has sido un sabiondo, ¿verdad? Venga a decirle a tu padre lo que tiene que hacer. Engreído insufrible. —Dejó que el cuchillo resbalara entre los pechos de Pima hasta su estómago. Dirigió la mirada hacia Nailer—. ¿También ahora me vas a decir lo que tengo que hacer? ¿Insinúas que no puedo desparramar sus intestinos por el suelo? ¿Que no puedo sacarle las tripas cuando me dé la gana?
Nailer se apresuró a negar todas las acusaciones sacudiendo la cabeza.
—Si quieres abrirla en canal —dijo—, estás en tu derecho. Ha d-derramado s-s-sangre. —Le castañeteaban los dientes y debía esforzarse para no perder el conocimiento. Pima y Nita lo observaban sin pestañear. Nailer continuó—: S-s-si quieres su s-sangre, es tuya. Estás en tu d-d-d-derecho. —Se sentía peor, cada vez más mareado. Respiró hondo. Le costaba incluso recordar qué era lo quería decir. Se obligó a pronunciar con cuidado cada una de las palabras—. La madre de Pima me ayudó a sacarte de la choza cuando se desató la tormenta. Nadie más habría hecho lo mismo. Nadie más lo habría conseguido. —Hundió los hombros en señal de impotencia—. Estamos en deuda con Sadna.
—Me cago en la leche, mocoso. —Richard ladeó la cabeza—. Sigues hablando como si intentaras darme órdenes.
—Quizá la chica merezca una lección —retumbó la voz de Tool—, en vez de la muerte. Aprender cosas nuevas siempre es un regalo para los jóvenes.
Sorprendido, Nailer elevó la mirada hacia el medio hombre y decidió aprovechar la inesperada oportunidad que le brindaba su intervención.
—Lo único que digo es que le debemos un cupo de sangre a su madre, y todo el mundo lo sabe. Que la gente piense que no pagamos nuestras deudas solo puede acarrearnos mal karma.
—«Mal karma» —resopló el padre de Nailer—. ¿Te crees que eso va a quitarme el sueño?
—Saldar las deudas de sangre contraídas no es ningún signo de debilidad —sentenció Tool con su atronador vozarrón.
Los ojos de Richard López saltaron de Nailer al medio hombre.
—Vaya, lo que hay que oír. Resulta que todo el mundo quiere que esta niñata siga con vida. —Sonrió con desdén y a continuación levantó el cuchillo y lo empujó contra el vientre de Pima.
La muchacha gritó, pero Richard se detuvo antes de que brotara la sangre. Sonrió de oreja a oreja mientras extraía la punta del arma de la piel apenas mellada.
—Parece que por esta vez te vas a librar, mocosa.
Tomó una mano de Pima entre las suyas y se asomó a sus ojos.
—Esto es para equilibrar la balanza —dijo—, por tu madre. Pero como se te ocurra volver a agredirme con un cuchillo, te saco las tripas y te estrangulo con ellas. ¿Entendido?
Pima asintió muy despacio, sin parpadear, sosteniéndole la mirada.
—Entendido.
—Bien. —Sin perder la sonrisa, Richard le estiró los dedos.
A Pima se le escapó un hipido al notar una presión repentina, seguida del chasquido de los huesos de su meñique. El sonido provocó que Nailer diera un respingo. El alarido de dolor de Pima se atascó en su garganta. Richard agarró el anular de la sollozante muchacha, que respiraba con dificultad. Richard sonrió y agachó la cabeza hasta colocar los ojos a la altura de los de Pima.
—Podemos dar la lección por aprendida, ¿a que sí?
La joven asintió como si le fuera la vida en ello, pero Richard no le soltó el dedo. El crujido de otro hueso antecedió a un nuevo alarido de Pima.
—¿Seguro que la has aprendido?
Pese a los violentos temblores que la sacudían de la cabeza a los pies, Pima se las compuso para asentir.
La sonrisa del padre de Nailer dejaba al descubierto sus dientes amarillentos.
—Me alegra saber que no la olvidarás fácilmente. —Inspeccionó los dedos mutilados y volvió a plantarse a escasos centímetros del rostro de Pima. Bajó la voz, cargada de amenaza—. He sido generoso contigo. Nadie rechistaría aunque te arrancara todos los dedos de la mano, con deuda de sangre de por medio o sin ella. —Sus ojos eran dos abismos helados—. Recuerda que podría haberme cobrado mucho más.
Dio un paso atrás e hizo una seña al medio hombre.
—Suéltala, Tool.
Pima cayó al suelo lloriqueando, con la mano herida acunada en la sana. Pese a lo mucho que deseaba consolarla, Nailer se obligó a no acudir corriendo a su lado. Lo que más le gustaría era poder tumbarse encima de la cubierta abrasadora, hacerse un ovillo y cerrar los ojos, pero no podía; aún no había terminado.
—¿V-v-vas a destripar a la ricachona? —No podía controlar los temblores.
Su padre miró de soslayo a la chica maniatada.
—¿También tienes algo que opinar al respecto?
—Está f-f-forrada —tartamudeó Nailer—. Debe de valer algo para que haya gente buscándola. —Le sobrevino una oleada de escalofríos—. T-t-tal vez muchísimo. Quizá más incluso que el b-b-barco.
Su padre se quedó pensativo, observando a la muchacha.
—¿Alguien estaría dispuesto a pagar un rescate por ti? —preguntó, al cabo.
Nita asintió con la cabeza.
—Seguro que mi padre me echa de menos. Recompensará bien a quien me devuelva a su lado sana y salva.
—¿Es cierto eso? ¿Cómo de bien?
—Este era mi clíper particular. ¿Tú qué crees?
—Lo que creo es que tienes carácter. —El padre de Nailer esbozó una sonrisa feroz, complacido—. Pero acabas de comprar tus tripas, niñata. —Le enseñó el cuchillo—. Sin embargo, como tu padre resulte ser un tacaño, te abriremos en canal mientras chillas como una cerda.
Se volvió hacia su cuadrilla.
—Bueno, niños y niñas, se acabó el espectáculo. Saquemos estos restos de aquí. No me apetece compartir más de lo necesario con Lucky Strike. Todo lo que pese poco y tenga algún valor, fuera del barco.
Dio media vuelta y dejó que su mirada vagara sobre las olas.
—Y daos prisa. Ni las mareas ni el Dios de la Chatarra esperan a nadie —concluyó con una carcajada.
Nailer se tendió de espaldas en la cubierta. El sol caía a plomo sobre él, abrasador, pero seguía estando helado de frío. Su padre se acuclilló a su lado y le dio un golpecito en el hombro. Contra su voluntad, Nailer soltó un grito. Richard sacudió la cabeza.
—No me fastidies, Lucky Boy, al final necesitarás medicamentos y todo. —Dirigió la mirada al otro lado del golfo, hacia los astilleros del desguace—. En cuanto hayamos aligerado un poco esta chatarra, iremos a ofrecerle un trato a Lucky Strike. Debe de tener algo de penicilina. Tal vez incluso un cóctel supresor.
—Lo n-n-n-eecesitaré p-p-pronto —susurró Nailer.
—Lo sé, hijo —asintió Richard—. Lo sé. Pero cuando aparezcamos, tendremos que explicar cómo pensamos pagar el tratamiento, y todos se preguntarán de dónde ha sacado tanto oro y tanta plata tu viejo. —Uno de los anillos de Nita destelló en su mano—. Fíjate en esto. —Lo sostuvo a la luz—. Diamantes. O rubíes, lo más probable. Te has topado con una auténtica ricachona, no cabe duda. —Guardó la sortija en uno de sus bolsillos—. Pero no podremos vender nada hasta que hayamos designado vigilantes y guardaespaldas. De lo contrario, intentarán quitárnoslo todo.
Miró a Nailer con expresión seria.
—Ha sido un hallazgo afortunado, muchacho. Pero tenemos que obrar con cautela, o nos quedaremos sin nada.
—Ya —respondió Nailer, aunque cada vez le costaba más seguir la conversación. Estaba agotado. Agotado y aterido. Lo sacudió una nueva oleada de escalofríos. A voz en grito, su padre ordenó a sus hombres que le trajeran más mantas.
—Volveré —prometió Richard—. En cuanto el botín esté a buen recaudo, te conseguiremos todos los medicamentos que necesites. —Acarició la mejilla de Nailer.
Un resplandor demencial anidaba en aquellos ojos azules; Nailer pensó que los suyos no debían de tener mejor aspecto.
—No te dejaré morir, hijo. Descuida. Cuidaremos de ti. Eres sangre de mi sangre y me encargaré de que no te suceda nada.
Tras pronunciar esa promesa se levantó y se fue. Nailer se abandonó a la fiebre.