10

En honor a la verdad, Nailer debía admitir que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Improvisaba sobre la marcha, imaginándose una versión renovada de su futuro; lo único que sabía con seguridad era que aquella extraña niña rica debía formar parte de él. Aquella niña con su diamante en la nariz, sus anillos de oro y todos sus dedos intactos, con sus brillantes ojos negros llenos de vida en vez de muertos.

Nailer se había sentado al otro lado de la fogata encendida con fragmentos de muebles, abrazándose las rodillas contra el pecho, mientras Pima le daba el resto de la naranja a la muchacha. Dos chicas, dos vidas distintas. Pima era morena, fuerte, y estaba cubierta de cicatrices, símbolos de la suerte y tatuajes que contenían información sobre las cuadrillas ligeras en las que había trabajado; llevaba el pelo muy corto, era musculosa y rebosaba vitalidad. La otra también tenía la piel bronceada, pero no por el sol; su cabello moreno era largo y sedoso, demasiado suaves y fluidos sus movimientos, pulidos y precisos; ni su rostro ni sus brazos presentaban la menor marca de abuso, ni cortes de alambres, ni quemaduras químicas.

Dos chicas, dos vidas distintas, dos caras de la fortuna.

Nailer tironeó de sus gruesos pendientes. Pima y él compartían un montón de marcas, desde los tatuajes que les permitían trabajar en las cuadrillas hasta las cicatrices meticulosamente repasadas con tinta que honraban los favores concedidos por el Óxido Santo y las Parcas. Pero aquella chica no tenía ninguna. Ni tatuajes decorativos, ni marcas de trabajo, ni tatuajes de cuadrilla ligera. Nada. Era un lienzo en blanco. Nailer era algo más bajo que ella, pero sabía que podría matarla si era preciso. Él jamás derrotaría a Pima en una pelea, pero la otra era una blandengue.

—¿Por qué no me matasteis?

Nailer se sobresaltó. La muchacha tenía los ojos abiertos y lo observaban desde detrás de la fogata, reflejando las llamas que consumían los fragmentos del mobiliario y los marcos de cuadros.

—¿Por qué no me matasteis cuando tuvisteis ocasión? —susurró.

Hablaba con propiedad, sus palabras resonaban exquisitas en su boca, sucintas y concisas. Como si se tratara de un capataz que hubiera bajado a la playa a observar la faena, dispuesto a pagar una bonificación por los restos mejor conservados. Palabras perfectamente formadas, sin fisuras, sin cantos. Aceptó los últimos gajos de naranja de Pima y se los comió, tomándose su tiempo para saborearlos. Muy despacio, volvió a sentarse con la espalda recta.

Miró alternativamente a Nailer y a Pima.

—Podríais haberme dejado morir. —Se limpió la comisura de los labios con la palma de la mano y con la lengua retiró un resto de zumo de naranja—. No podía escapar. Mi oro os habría hecho ricos. ¿Por qué?

—Pregúntaselo a Lucky Boy —respondió Pima, con fastidio—. No fue idea mía.

La muchacha lo miró.

—¿Lucky Boy es tu nombre?

Nailer no sabía si se trataba de una pregunta sincera o si estaba tomándole el pelo. Se revolvió, inquieto.

—¿Acaso no encontré las ruinas de tu barco?

Una sonrisa aleteó en los labios de la muchacha.

—Supongo que eso me convierte en una chica con suerte… o «Lucky Girl», ¿no? —Le brillaban los ojos.

Pima se carcajeó. Se acuclilló junto a ella.

—Claro que sí. Cómo no. Lucky Girl. Una chica con suerte. —Por un momento sus ojos se demoraron con avidez en las manos de Lucky Girl, en el oro que rutilaba contra su piel bronceada—. Con muchísima suerte.

—¿Por qué no cogisteis el oro y os fuisteis? —La muchacha levantó la mano lacerada por las afiladas hojas de sus cuchillos—. Podrías haber convertido mis dedos en amuletos de las Parcas, ¿verdad? Podríais haberos quedado también con el oro y los huesos.

Sus delicadas facciones se habían endurecido. Era lista, pensó Nailer. Blanda, pero no estúpida. Nailer no pudo por menos de pensar que había cometido un error permitiendo que viviera. Era difícil saber cuándo estabas actuando con inteligencia, y cuándo te estabas pasando de listo. Y esa chica… era como si estuviera apoderándose del espacio alrededor del fuego. Poseyéndolo. Haciendo las preguntas, en vez de respondiéndolas.

Lucky Strike afirmaba que entre la inteligencia y la estupidez mediaba una fina línea, y se partía de risa cada vez que lo decía. Mientras observaba cómo aquella muchacha lo provocaba y jugaba con él desde el otro lado de la fogata, Nailer experimentó la repentina sensación de que por fin lo entendía.

—Creo que uno de mis dedos habría sido un amuleto de primera para ti —continuó la chica, dirigiéndose a él—. Te hubiera vuelto extraordinariamente afortunado.

Pima volvió a reírse. Nailer frunció el ceño. Docenas de futuros se extendían ante él, pendientes de su suerte y de la voluntad de las Parcas… y de la variable que representaba esa muchacha. Podía ver cómo esos caminos se alejaban de él en todas direcciones. Estaba de pie en la encrucijada, contemplándolos uno a uno, pero solo alcanzaba a ver poca distancia, uno o dos pasos frente a él a lo sumo.

Y ahora, con la mirada fija en los ojos penetrantes de aquella ricachona perfectamente inmaculada, comprendió que había pasado por alto un factor. No sabía nada acerca de ella, pero sí estaba familiarizado con el oro. El oro garantizaba seguridad, el adiós a los buques, los desguaces y las cuadrillas ligeras. Lucky Strike había tomado ese camino. Nailer hubiera demostrado más sensatez dejando que Pima rajara a la muchacha y zanjara la cuestión.

Pero ¿y si había otros caminos? ¿Y si alguien ofrecía una recompensa por aquella niña rica? ¿Y si demostraba ser útil de cualquier otra manera?

—¿Hay alguna cuadrilla que vaya a venir a buscarte? —preguntó Nailer.

—¿Cuadrilla?

—¿Alguien espera que regreses a casa?

Los ojos de la muchacha no se apartaron de los de Nailer en ningún momento.

—Desde luego —contestó—. Mi padre debe de estar siguiéndome la pista.

—¿Tiene dinero? —quiso saber Pima—. ¿Es un ricachón como tú?

Nailer le lanzó una mirada de exasperación. A Lucky Girl se le escapó con una sonrisa:

—Pagará, si te refieres a eso. —Levantó los dedos—. Más de lo que puedan valer mis joyas. —Se sacó un anillo y se lo lanzó a Pima, que lo atrapó al vuelo a pesar de su sorpresa—. Más que eso. Más que todas las riquezas que hay a bordo del barco. —Los miró con expresión seria—. Viva, valgo más que el oro.

Nailer cruzó la mirada con Pima. Esa chica sabía lo que querían, los conocía de la cabeza a los pies. Era como si fuese una de las brujas de la playa, capaz de tirar las tabas y asomarse directamente a su alma para desenterrar todos sus apetitos y anhelos. A Nailer le reventaba que Pima y él fueran tan obvios. Hacía que se sintiera como un niño pequeño, estúpido y evidente, el mismo aspecto que ofrecían los raqueros que se reunían detrás del puesto de comida de Chen con la esperanza de que este tirara a la basura algún hueso para que ellos pudieran roerlo. Los conocía.

—¿Cómo sabemos que no nos estás engañando? —preguntó Pima—. A lo mejor no tienes nada más que ofrecer. A lo mejor es mera palabrería.

La muchacha se encogió de hombros con indiferencia. Acarició los anillos restantes.

—Poseo casas en las que cincuenta criados aguardan a que toque una campanilla para traerme todo lo que se me antoje. Tengo dos clíperes y un dirigible. Mis criados se visten con uniformes de plata y jade, y los obsequio con oro y diamantes. Vosotros recibiréis el mismo trato… si me ayudáis a reunirme con mi padre.

—Es posible —dijo Nailer—. Pero también es posible que no poseas más que unos pocos anillos de oro y que valgas más muerta.

La muchacha se inclinó hacia delante, y el fuego iluminó su semblante: sus rasgos eran glaciales.

—Como me hagáis daño, mi padre vendrá y os barrerá de la faz de la tierra, a vosotros y a vuestros seres queridos, y echará vuestras tripas a los perros. —Enderezó la espalda de nuevo—. Está en vuestras manos: enriqueceos ayudándome, o morid en la pobreza.

—A la mierda —replicó Pima—. Ahoguémosla y terminemos con esto de una vez por todas.

Una sombra de incertidumbre empañó la expresión de la muchacha, tan fugaz que Nailer la habría pasado por alto si no hubiera estado observándola con atención, pero detectó el modo en que sus ojos se agrandaron ligeramente.

—Te aconsejo que te andes con cuidado —dijo—. Estás sola. Nadie sabe cuál es tu paradero ni qué te ha ocurrido. Podrías haberte ahogado en el océano, por lo que a todos respecta. Tal vez hayas desaparecido sin dejar ni rastro, y ahora ni siquiera el viento ni las olas recuerdan que alguna vez exististe. —Sonrió con malicia—. Tus criados están muy lejos, ricachona.

—No. —La muchacha se arrebujó en sus mantas, como si fueran una capa, y dejó que su mirada vagara por el océano iluminado por la luna y las olas lejanas—. El GPS y los sistemas de alarma de a bordo les indicarán dónde buscar. Solo es cuestión de tiempo. —Sonrió—. Mi «cuadrilla» no tardará en llegar.

—Pero ahora mismo, solo nos tienes a Pima y a mí —repuso Nailer—. Y está claro que no perteneces a nuestra cuadrilla. —Se inclinó hacia delante—. Es posible que tu gente pueda lastimarnos de veras… arrancarnos las entrañas, cortarnos los dedos… pero eso no nos asusta, Lucky Girl. —Alargó las sílabas del sobrenombre, con sorna. Hizo un ademán en dirección a los astilleros del desguace—. Aquí morimos todos los días. A todas horas. Tal vez muera mañana. Tal vez morí hace dos días. —Escupió—. Mi vida vale menos que un metro de cobre. —La miró—. Así que tu vida valdrá más que el oro que llevas en los dedos solo si nos sacas de aquí. De lo contrario, puedes darte por muerta.

En cuanto las palabras abandonaron sus labios, supo que aquello era verdad. Estaba en el infierno. Los astilleros del desguace eran el infierno. Y cualquiera que fuese el origen de esa muchacha, cualquiera que fuese su identidad, tenía por seguro que debía de ser mejor que todo lo que él conocía. Incluso Lucky Strike, quien a decir de todos vivía a cuerpo de rey, no era nadie en comparación con esa delgaducha malcriada. Cincuenta personas respondían ante ella. Lucky Strike podía reunir a Raymond, a Ojos Azules y a Sammy Hu, y eso bastaba para la mayoría de sus operaciones de intimidación, pero en el exterior no significaba nada. E incluso Lucky Strike sonreía zalamero cuando los peces gordos de Lawson & Carlson llegaban en su tren especial para inspeccionar el desguace, antes de regresar adondequiera que viviesen los ricachones. Esa muchacha pertenecía a otro planeta.

Y pensaba volver a él.

—Si quieres seguir con vida —dijo—, llévanos contigo cuando te vayas.

La muchacha asintió con la cabeza, despacio.

—Me parece justo.

—Miente —protestó Pima—. Está ganando tiempo, eso es todo. No es de nuestra cuadrilla. En cuanto aparezca su gente, se largará y nosotros regresaremos a los astilleros. —Dirigió la mirada a las moles invisibles de los buques siniestrados desperdigados frente a la costa—. Con suerte.

—¿Es eso cierto? —Nailer estudió con cuidado a la ricachona, intentando adivinar si era una embustera—. ¿Vas a traicionarnos? ¿Nos dejarás tirados con el resto de los desguazadores mientras regresas a tu vida de niña rica?

—No soy ninguna mentirosa —replicó la muchacha, sin rehuir su mirada. Se la sostuvo desafiante, dura como la obsidiana.

Nailer desenfundó el cuchillo.

—Vamos a comprobarlo.

Rodeó la fogata para situarse a su lado. La muchacha dio un respingo, pero Nailer le sujetó la muñeca, y aunque forcejeó, él era más fuerte. Sostuvo el cuchillo frente a sus ojos. Pima la agarró por los hombros, inmovilizándola.

—Solo será un poquito de sangre, Lucky Girl. Solo un poquito —dijo—. Tan solo para cerciorarnos, ¿vale? —La muchacha no tenía ninguna oportunidad de liberarse de la tenaza de Pima.

Nailer atrajo su mano hacia él. La muchacha no dejó de resistirse, tirando y retorciéndose, pero sus denuedos eran en vano, y Nailer no tardó en tener su mano extendida ante él. Apoyó la hoja en su palma y la miró, sonriendo.

—¿Sigues dispuesta a jurarlo? —preguntó, mirándola a los ojos—. ¿Te acompañaremos cuando te vayas?

La muchacha respiraba entrecortadamente, atemorizada y al borde del pánico; sus ojos saltaron de la hoja a él, y de nuevo al cuchillo.

—Lo juro —susurró—. Lo juro.

Nailer continuó escudriñando su rostro en busca de cualquier indicio que sugiriera que pensaba traicionarlos, que imitaría a Sloth y los apuñalaría por la espalda. Miró de soslayo a Pima, que mostró su conformidad con un cabeceo.

—Supongo que es lo que quiere.

—Supongo que sí.

Nailer le hizo un corte en la palma. Al manar la sangre, la mano de la muchacha sufrió un espasmo; sus dedos se cerraron trémulos sobre la herida. A Nailer le sorprendió que no gritara. Él se hizo también un corte en la mano y formó un puño con la de ella.

—Ahora somos cuadrilla, Lucky Girl —anunció—. Yo te guardo las espaldas, y tú me las guardas a mí. —Le sostuvo la mirada con firmeza.

Pima zarandeó a la muchacha.

—Dilo.

Lucky Girl tartamudeó, pero repitió el juramento:

—Yo te guardo las espaldas, y tú me las guardas a mí.

Nailer asintió con la cabeza, satisfecho.

—Bien.

Le abrió la mano ensangrentada y apoyó el pulgar en el tajo. La muchacha gimió ante aquella inesperada punzada de dolor, mientras Nailer apretaba el pulgar contra su frente. La chica se encogió cuando Nailer aplicó el tatuaje carmesí entre sus cejas, un tercer ojo que simbolizaba el destino que compartían. Con un estremecimiento, Lucky Girl apretó los párpados con fuerza y dejó que Nailer la marcara.

—Ahora tú a él —dijo Pima—. Sangre con sangre, Lucky Girl. Así es como se hace. Sangre con sangre.

Lucky Girl hizo lo que le indicaban: con una expresión glacial, mojó el pulgar en la palma de Nailer y lo marcó a su vez.

—Bien. —Pima se inclinó sobre ella—. Ahora yo.

Bajaron a las aguas oscurecidas y se lavaron la sangre de las manos antes de volver a adentrarse en la espesura. El mar los rodeaba por completo, aislándolos bajo el firmamento nocturno mientras ascendían lentamente en dirección a la baliza que era su fogata. Nailer sentía el hombro dolorido e inflamado a causa de tanta actividad, lo que entorpecía su marcha. Lucky Girl caminaba a trompicones delante de ellos, tropezando con la vegetación, desacostumbrada al ejercicio, respirando entrecortadamente, con la ropa desgarrada. Nailer observaba sus piernas esbeltas y sus suaves curvas bajo la falda.

Pima le propinó un coscorrón.

—¿Qué? ¿Te crees que vas a liarte con ella después de rajarle la mano con un cuchillo?

Nailer sonrió y encogió los hombros, azorado.

—Es guapa de narices.

—Seguro que además está limpia —convino Pima; bajó la voz para añadir—: ¿Qué te parece? ¿Pertenece a la cuadrilla de verdad?

Nailer interrumpió la marcha para girar el hombro con cuidado; sintió la tirantez de la herida en la espalda.

—Pertenecer a la cuadrilla no le importó una escama de óxido a Sloth. Pertenecer a la cuadrilla no significa nada a menos que todos estemos sudando juntos en el mismo barco. —Encogió los hombros e hizo otra mueca de dolor—. Así y todo, la apuesta vale la pena, ¿no?

—¿Decías en serio lo de irnos de aquí?

Nailer asintió con la cabeza.

—Sí. Es la decisión más inteligente, ¿no crees? La única decisión inteligente. Aquí no tenemos nada. Necesitamos salir, o moriremos aquí como todos los demás. Hasta Lucky Strike recibió un buen varapalo con la tormenta. Ser el líder de una cuadrilla ligera tampoco le sirvió de nada a Bapi. Lo único que consiguió fue palmarla.

—Lucky Strike salió mucho mejor parado que nosotros.

—Ya. —Nailer escupió—. Lo mismo dice el cochino que queda en la pocilga cuando pasan a cuchillo a su hermano a la hora de cenar. —Encogió los hombros—. Pero sigue encerrado en la pocilga. Sigue siendo el próximo en morir.