—¡Sangre y óxido! —Nailer retrocedió de un salto—. ¡No es un fiambre! ¡Está viva!
—¡¿Cómo?! —Pima se apartó de la muchacha sin perder tiempo.
—¡Ha movido los ojos! ¡Los he visto! —El corazón de Nailer le martilleaba en el pecho. Reprimió el impulso de salir corriendo del camarote. Aunque la joven yacía inmóvil, él aún tenía la piel de gallina—. Le he clavado el cuchillo y se ha movido.
—No he visto… —La frase de Pima se quedó flotando en el aire.
Los ojos oscuros de la muchacha ahogada convergieron en ella. Saltaron de Pima a Nailer, y otra vez a Pima.
—Parcas —susurró Nailer.
Unos dedos helados le acariciaron la columna vertebral, poniéndole el vello de punta. Era como si sus cuchillos hubieran devuelto al fantasma a su cuerpo. Los labios del cadáver empezaron a moverse. No escapó ninguna palabra de ellos. Tan solo un siseo apenas audible.
—Esto sí que es para cagarse de miedo —murmuró Pima.
La muchacha continuó susurrando, un caudal ininterrumpido de sonidos sibilantes, un salmo, una súplica, todo ello en voz tan baja que apenas si lograban distinguir las palabras. En contra de lo que le dictaba el sentido común, Nailer avanzó muy despacio, impulsado por sus ojos y por la desesperación. Los dedos ensortijados de oro de la muchacha temblaron, tantearon en busca de él.
Pima imitó su ejemplo. La muchacha estiró los brazos en dirección a ellos, pero ambos se mantuvieron lejos de su alcance. Más palabras susurradas: sonidos de plegarias, implorantes, una exhalación cargada de tormenta y pavor salobre. Sus ojos registraron el camarote, muy abiertos por el espanto, aterrados por algo que solo ella veía. Su mirada volvió a posarse en Nailer, desesperada, suplicante. No dejaba de susurrar. Nailer se acercó un poco más, se esforzó por descifrar lo que decía. Las manos de la joven aletearon sin fuerza contra sus brazos, se elevaron para tocarle la cara, un movimiento etéreo como el vuelo de una mariposa con el que pretendía atraerlo hacia ella. Nailer se agachó más aún, permitió que los dedos de la chica ahogada lo asieran.
Aquellos labios susurrantes le rozaron el oído.
Estaba rezando. Suaves plegarias dirigidas a Ghanesa y a Buda, a Kali-María Misericordiosa y al dios de los cristianos; estaba rezándoles a todos, implorando a las Parcas para que le permitieran alejarse de la sombra de la muerte. Las súplicas se derramaban de sus labios con un goteo desesperado. Estaba rota, no tardaría en perecer, pero eso no impedía que sus palabras se desgranaran en un susurro incesante…
—Tum karuna ke saagar Tum palankarta ave María llena eres de gracia Ajahn Chan Bodhisattva, líbrame de esta agonía…
Nailer se apartó. Los dedos de la muchacha resbalaron de su mejilla como pétalos de orquídea marchitos.
—Se muere —dijo Pima.
Los ojos de la muchacha se habían tornado vidriosos. Sus labios seguían moviéndose, pero ahora parecía que estuviera quedándose sin energía, perdiendo la voluntad de rezar. Sus palabras puntuaban con delicadeza el sonido más inmediato del océano y de la costa en el exterior: los chillidos de las gaviotas, el oleaje, los crujidos y los chirridos de la nave siniestrada.
De forma paulatina, las palabras cesaron. La inmovilidad se apoderó de su cuerpo.
Pima y Nailer cruzaron las miradas.
El oro rutilaba en los dedos de la muchacha.
Pima levantó el cuchillo.
—Por las Parcas, qué susto. Cojamos el oro y salgamos de aquí cagando leches.
—¿Vas a cortarle los dedos cuando todavía está respirando?
—Pronto dejará de hacerlo. —Pima señaló la cama, los baúles y los escombros apilados encima de ella—. Está más muerta que viva. Si le cortara el pescuezo, le haría un favor. —Avanzó a gatas y dio unos golpecitos en la mano de la muchacha. La chica ahogada no reaccionó—. De todas formas, se ha muerto ya. —Pima volvió a apoyar el cuchillo en el dedo de la muchacha.
Los ojos de la joven se abrieron de golpe.
—Por favor —susurró.
Pima apretó los labios e hizo oídos sordos a sus palabras. La mano libre de la muchacha rozó el rostro de Pima, que la apartó de un revés. Pima cargó el peso del cuerpo sobre el cuchillo y la sangre comenzó a manar. La muchacha no reaccionó. No se apartó, sino que se limitó a quedarse mirando, implorantes sus ojos negros mientras el cuchillo rasgaba la piel bronceada.
—Por favor —volvió a decir.
Un hormigueo recorrió la piel de Nailer.
—No lo hagas, Pima.
Su compañera lo observó de soslayo.
—¿Te vas a poner sentimental ahora? ¿Crees que puedes salvarla? ¿Serás su caballero de radiante armadura, como en los cuentos de hadas de mamá? Eres una rata de playa y ella, una ricachona. Como salga de aquí, lo perderemos todo; este barco es suyo.
—Eso no lo sabemos.
—No seas imbécil. Esto no es más que una montaña de restos, siempre y cuando ella no se plante encima de ella y diga que le pertenece. ¿Toda la plata que hemos encontrado? ¿Todo el oro que lleva en los dedos? Esta embarcación es suya y tú lo sabes. Lo sabes. Fíjate en esta habitación. —Pima agitó una mano para abarcar los objetos que los rodeaban—. No es ninguna criada, eso está claro. Es una cochina ricachona. Si la sacamos de aquí, nos quedaremos sin nada.
Miró a la muchacha.
—Lo siento, ricachona. Vales más muerta que viva. —Echó un vistazo de reojo a Nailer—. La remataré primero, si así te sientes mejor. —Trasladó el cuchillo a la tersa garganta morena de la joven.
Los ojos de la muchacha apelaron a Nailer, hambrientos de salvación, pero no volvió a despegar los labios. Se limitó a observarlo fijamente.
—No la rajes —dijo Nailer—. No podemos hacer un Lucky Strike de esta forma… Estaríamos repitiendo lo que me pasó con Sloth.
—No tiene absolutamente nada que ver. Sloth pertenecía a la cuadrilla. Compartía un juramento de sangre contigo. Demostró que no tiene escrúpulos. ¿Pero esta ricachona? —Pima dio unos golpecitos a la chica con el cuchillo—. No es de nuestra cuadrilla. No es más que una mandona con un montón de oro. —Arrugó la nariz—. Si nos la ventilamos, seremos ricos. Se acabaron los trabajos de cuadrilla, ¿vale?, para siempre.
El oro resplandecía en los dedos de la muchacha. Los sentimientos encontrados de Nailer batallaban en su interior. Allí había más dinero del que había visto en toda su vida. Más riqueza de la que la mayoría de las cuadrillas acumulaban tras años de desguazar buques, y sin embargo decoraba los dedos de esa muchacha con la misma indiferencia con que Moon Girl se perforaba la piel con acero.
—Estas oportunidades solo se presentan una vez en la vida, Nailer —insistió Pima—. O hacemos las cosas bien, o estaremos jodidos de por vida. —Estaba temblando y le brillaban los ojos, a punto de llorar—. A mí tampoco me gusta. —Miró a la muchacha—. No se trata de algo personal. Es ella o nosotros, nada más.
—Puede que nos dé una recompensa por rescatarla.
—Los dos sabemos que las cosas no funcionan así. —Pima lo observó con tristeza—. Eso es para los cuentos de hadas y las historias de la madre de Pearly sobre el rajá que se enamora de su criada. O nos enriquecemos, o moriremos en una cuadrilla pesada… con suerte. Tal vez terminemos desguazando petroleros hasta que las piernas se nos llenen de llagas y tu padre te parta la cabeza. ¿Qué más? ¿Los Cosechadores? ¿Los prostíbulos? Siempre podemos trapichear con rasgarrojos y toboganes de cristal en los desguaces hasta que Lawson & Carlson nos cacen. Ese es el destino que nos aguarda. ¿Y esta ricachona? Regresará tan campante a su vida de niña rica.
Pima hizo una pausa.
—A menos que escapemos. Con este dinero, podríamos escapar de por vida.
Nailer contempló fijamente a la muchacha. Hacía apenas un par de días, la habría rajado. Se habría disculpado ante esos ojos desesperados y la habría degollado. Lo habría hecho rápido para que no sufriera (no querría hacerle daño; era a su padre a quien le gustaba lastimar a los demás), pero aun así la habría rajado hasta quitarle la vida, y después habría cogido el oro de su cadáver empapado de agua y se habría marchado sin mirar atrás. Sentiría remordimientos, sin duda; dejaría incluso una ofrenda en la balanza del Dios de la Chatarra para ayudarla en cualquiera que fuese el más allá en el que creyese. Pero ella estaría muerta y él se consideraría afortunado.
Ahora, sin embargo, el siniestro hedor del compartimiento lleno de petróleo le venía al pensamiento: el recuerdo de estar sumergido hasta el cuello en una muerte tibia, mirando fijamente a Sloth en lo alto sobre su cabeza, iluminada por el diminuto resplandor de su pintura led; su salvación pendiente de que fuera capaz de convencerla, de pulsar la tecla adecuada y despertar esa parte de ella a la que le importaba algo más que su propio provecho, con la certeza de que esa tecla lo esperaba dentro de ella en alguna parte y él solo tenía que acariciarla para que ella fuese a buscar ayuda, lo rescatara, y las aguas volviesen a su cauce.
Con qué desesperación había deseado que Sloth mostrara el menor atisbo de interés.
Pero no había logrado dar con la tecla adecuada. O puede que esta ni siquiera existiera, después de todo. Algunas personas sencillamente no eran capaces de ver más allá de sí mismas. Personas como Sloth.
Personas como su padre.
Richard López no vacilaría. Degollaría a la niña rica, cogería los anillos y los sacudiría para quitarles la sangre sin dejar de reír. Hacía una semana, Nailer estaba seguro de que él podría haber hecho lo mismo. Esa ricachona no formaba parte de su cuadrilla. No le debía nada. Pero ahora, tras su estancia en el compartimiento lleno de petróleo, no podía dejar de pensar en cuánto había deseado que Sloth considerara que su vida era igual de importante que la de ella.
El oro que ceñía los dedos de la chica ahogada emitió un destello.
¿Qué demonios le ocurría? Nailer sintió deseos de aporrear la pared. ¿Por qué no podía tomar la decisión más inteligente y punto? ¿Por qué no podía echarle valor, rajar a la muchacha y coger el botín? Nailer prácticamente podía oír a su padre riéndose de él. Mofándose de su estupidez. Pero cuando se asomó a los ojos implorantes de la chica ahogada, pensó que no se diferenciaban en nada de los suyos.
—Lo siento, Pima —dijo—. No puedo hacerlo. Tenemos que ayudarla.
Pima encorvó los hombros.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Diablos. —Pima se restregó los ojos con el dorso de la mano—. Debería rajarla de todas formas. Me lo agradecerías más tarde.
—No lo hagas. Por favor. Ambos sabemos que no estaría bien.
—¿Bien? ¿Que no estaría bien? Fíjate en todo este oro.
—No le cortes el cuello.
Pima hizo una mueca, pero retiró el cuchillo.
—A lo mejor deja que nos quedemos con la plata.
—Eso. A lo mejor.
Ya empezaba a lamentar su decisión; veía cómo sus esperanzas de cambiar el futuro se hacían pedazos. Al día siguiente, Pima y él regresarían al desguace, y aquella muchacha sobreviviría y desaparecería de su vida, o alertaría de la existencia de los restos del clíper al resto de las cuadrillas de Bright Sands; pasara lo que pasase, se le había acabado la suerte. La fortuna le había sonreído, y él le había vuelto la espalda.
—Lo siento —repitió, aunque no sabía bien si lo sentía por Pima, o por él, o por la muchacha que lo observaba pestañeando con esos grandes ojos negros y que probablemente, si la suerte volvía a sonreírle, no llegaría a ver otro día—. Lo siento.
—Está subiendo la marea —dijo Pima—. Si quieres hacerte el héroe rescatador, más vale que te des prisa.
La muchacha estaba atrapada bajo todo tipo de basura, un montón de baúles y la gran cama de columnas. Tardaron casi una hora en retirarlo todo. La chica no volvió a abrir la boca mientras ellos trabajaban. Se le escapó un jadeo una vez, cuando levantaron uno de los baúles que la aprisionaban, y Nailer se temió que el desplazamiento de los restos la hubiera aplastado; cuando liberaron su cuerpo por fin, no obstante, aun empapada y temblorosa como estaba a la luz menguante, parecía ilesa. Tenía la piel cubierta de sangre y la ropa desgarrada y calada de agua, pero respiraba.
Pima inspeccionó su cuerpo.
—Me cago en la leche, Nailer, tiene casi tanta suerte como tú. —Y arrugó la nariz al caer en la cuenta de que, como Nailer llevaba el brazo en cabestrillo, acabaría por ser ella la rescatadora—. No te dará ningún besito de agradecimiento como no le eches narices —se mofó.
—Cierra el pico —masculló Nailer, aunque no podía apartar la mirada de la esbelta figura de la muchacha bajo la ropa empapada, de los contornos de su cuerpo, del muslo y la garganta que se insinuaban entre la tela desgarrada de su falda y de su blusa.
Pima soltó una carcajada. Sacó a la chica ahogada del camarote y la condujo por los pasillos inclinados de la nave hasta atravesar la brecha del casco. La muchacha era un peso muerto, apenas capaz de caminar o ayudar de alguna manera. Parecía un cadáver, observó Pima mientras tiraba de ella entre gruñidos a causa del esfuerzo. Tuvieron que aunar fuerzas para bajarla por el costado hasta las ondulantes aguas de la marea; Nailer la sostuvo como pudo y la dejó caer en los brazos que le tendía Pima. Una vez en el agua, la intensa resaca provocó que trastabillaran y se tambalearan.
—Coge la puñetera plata —refunfuñó Pima—. Ve a buscar ese saco, por lo menos. Si alguien más encuentra el barco, nos convendría que estuviera escondido.
Nailer se encaramó de nuevo al costado de la embarcación y recorrió su interior, recogiendo cuanto cabía en la bolsa. Cuando volvió al filo del boquete irregular abierto en el casco, Pima estaba sola en el agua, con los muslos rodeados de espuma. Por un momento pensó que había ahogado a la muchacha, hasta que vislumbró un destello de ropa blanca en las rocas al pie de la isla.
Pima sonrió.
—Creías que me la había cargado, ¿a que sí?
—No.
Pima soltó una carcajada. Las olas chapoteaban a su alrededor, salpicándole las piernas morenas y empapándole los pantalones cortos. La embarcación crujía al compás de las olas.
—La marea sigue subiendo —dijo Pima—. En marcha.
Nailer dirigió la mirada al otro lado del golfo, donde los astilleros del desguace resplandecían bajo el sol del atardecer.
—Jamás lograremos llegar a tiempo a la arena cargando con ella.
—¿Quieres que vaya corriendo en busca de una barca?
—No. Estoy molido. Pasemos la noche aquí, en la isla, y cruzaremos por la mañana. A lo mejor mientras tanto se nos ocurre la manera de encargarnos del resto de las cosas.
Pima miró de reojo a la muchacha, que yacía en el suelo tiritando, hecha un ovillo.
—Bueno, vale. A ella le dará lo mismo. —Señaló la embarcación—. Pero si nos quedamos, saquemos todo lo que podamos de aquí. Hay comida, y un montón de cosas más. Acamparemos en la isla y la trasladaremos mañana.
Nailer sonrió y respondió con un saludo marcial.
—Buena idea.
Regresó a la despensa en busca de algo comestible. Encontró magdalenas empapadas de agua salobre. Mangos, plátanos y pomelos despachurrados, esparcidos por toda la cocina. Carne en salazón que aún estaba en buen estado y parecía encontrarse prácticamente intacta. Un jamón curado. Le costaba creer que hubiera tanta carne. Sin poder evitarlo, había empezado a salivar.
Lo arrastró todo hasta la brecha del casco. Descendió con cuidado, con su mercancía dentro de una bolsa de malla que había encontrado en la cocina. Las aguas eran cada vez más profundas, no cabía la menor duda. Lo zarandeaban de un lado a otro mientras vadeaba entre las olas, con los alimentos en alto. Tras sacar cuanto le fue posible del barco, reparó en los escalofríos que sufría la muchacha rescatada y regresó a la nave, en cuyo interior la oscuridad era ya casi absoluta. Encontró mantas de lana mullida, húmedas pero recias aún, y las sumó al resto del botín.
Se encaminó hacia la playa con el agua por la cintura, zarandeado por el oleaje, sosteniendo las mantas por encima de la cabeza. Agotado, dejó caer el cargamento de mantas en la orilla. Echó una mirada de soslayo al lugar donde la chica continuaba tiritando.
—Todavía no la has matado, ¿eh?
—Te dije que no lo haría. —Pima inclinó la cabeza en dirección a la muchacha aterida—. ¿Has traído algo para encender una fogata?
Nailer encogió los hombros.
—Pues no.
—¡Pero bueno, Nailer! —Pima compuso un gesto de exasperación—. ¿Cómo quieres que sobreviva si no entra en calor? —Se dirigió al barco naufragado, vadeando con dificultad entre las briosas olas oscuras.
—¡A ver si encuentras también agua potable! —exclamó Nailer a su espalda.
Recogió el cargamento de mantas y se encaminó con ellas al terreno elevado, en busca de algo siquiera remotamente parecido a un sitio llano en la ladera. Al cabo, encontró una zona que no estaba tan mal junto a las raíces de un ciprés. Se dispuso a despejar el espacio entre las rocas y las enredaderas de kudzu.
Cuando regresó a la orilla, Pima había vuelto con una brazada de leña obtenida de los muebles destrozados del clíper. También había encontrado un depósito de queroseno y un encendedor en medio del caos de la cocina. Tras unos cuantos viajes más para proveerse de comida y combustible, cargaron con la chica ahogada hasta el campamento. El hombro derecho y la parte superior de la espalda de Nailer protestaban a causa de tanta actividad, y se alegró de no haber tenido que trabajar con la cuadrilla ligera ese día. Bastante tenía con el esfuerzo que había realizado ya.
Pronto consiguieron que los restos del mobiliario ardieran con ganas, y se deleitaron masticando las lonchas de jamón que había cortado Nailer.
—Vaya festín, ¿eh? —comentó cuando Pima le tendió la mano en busca de más.
—Sí. Los ricachones viven a cuerpo de rey.
—A nosotros tampoco nos va nada mal —señaló Nailer. Con un ademán, abarcó los restos del pillaje que los rodeaban—. Esta noche cenaremos mejor que Lucky Strike.
No había terminado de hablar cuando se le ocurrió que sus palabras podrían resultar proféticas. Las llamas que danzaban ante sus ojos iluminaban no solo a Pima y a la chica ahogada, sino también las bolsas de comida, el saco repleto de plata y cubiertos, las recias mantas de lana del norte, y el oro que resplandecía en los dedos de la chica ahogada, rutilando como estrellas al compás del crepitar de la fogata. Era más de lo que poseía nadie en todo el desguace, pero para la chica ahogada no eran más que los restos de un naufragio. Su riqueza era incalculable. Un barco cargado de alimentos y lujos; oro y joyas en torno al cuello, los dedos y las muñecas; y el rostro más bello que Nailer hubiera visto en su vida. Ni siquiera las chicas de las revistas de Bapi eran tan bonitas.
—Es rica de narices —musitó—. Fíjate en todo lo que tiene. Ni siquiera en las revistas salen tantas cosas. —A decir verdad, empezaba a darse cuenta de que las fotografías de las revistas sencillamente aspiraban a igualar ese nivel de opulencia, y sin embargo no tenían ni idea de cómo conseguirlo—. ¿Crees que vivirá en su propia casa?
Pima hizo una mueca.
—Por supuesto que sí. Todos los ricos tienen casas de su propiedad.
—¿Crees que será tan grande como su barco?
Pima titubeó mientras contemplaba la idea.
—Supongo que sí.
Nailer se mordió el labio y pensó en la tosquedad de los refugios de la playa: chozas levantadas con ramas, planchas sacadas de buques siniestrados y hojas de palma que salían volando como si fueran basura cada vez que estallaba una tormenta.
Guardaron silencio durante largo rato mientras el fuego les hacía entrar en calor y les secaba la ropa, con la mirada fija en el crepitante mobiliario del clíper.
—Mira eso —dijo Pima de improviso.
Los ojos de la muchacha, cerrados desde hacía mucho, estaban abiertos ahora, fijos en las llamas. Pima y Nailer estudiaron a la chica, y la chica los estudió a ellos.
—Estás despierta, ¿eh? —dijo Nailer.
La muchacha no respondió. No los perdía de vista, silenciosa como una chiquilla, sin mover los labios. No estaba rezando; ni una sola palabra escapaba de sus labios. Parpadeó, clavó la mirada en él, pero se obstinó en mantener su silencio.
Pima se arrodilló junto a ella.
—¿Quieres un poco de agua? ¿Tienes sed?
Los ojos de la muchacha se posaron en ella, pero permaneció callada.
—¿Crees que se habrá vuelto loca? —preguntó Nailer.
Pima sacudió la cabeza.
—Qué sé yo. —Cogió una tacita de plata y la llenó de agua. La sostuvo frente a la muchacha, atenta—. ¿Tienes sed? ¿Eh? ¿Quieres agua?
Con un débil movimiento, la joven se estiró hacia la taza. Bebió torpemente cuando Pima le acercó el agua a los labios. Los ojos de la muchacha, ya más despiertos, los observaban a ambos. Pima intentó darle más agua, pero la chica apartó el rostro e intentó sentarse más erguida. Tras incorporarse por completo, replegó las piernas y las rodeó con los brazos. La luz de las llamas titilaba anaranjada y brillante sobre sus facciones. Pima le ofreció agua de nuevo, y esta vez la muchacha bebió con avidez, apuró la taza y lanzó una mirada anhelante a la jarra.
—Dale más —indicó Nailer, y la muchacha bebió de nuevo, esta vez sosteniendo la taza con una mano temblorosa. El líquido se derramó por su barbilla mientras engullía el agua con ansia.
—¡Oye! —Pima le arrebató la taza—. ¡Ten más cuidado! Es toda el agua que tenemos para pasar la noche.
Lanzó una mirada de fastidio a la muchacha, se volvió y rebuscó en el saco de fruta que había reunido Nailer. Extrajo una naranja, la desgajó y se la ofreció a la chica. Esta aceptó un trozo y, tras devorarlo, aceptó otro. Observaba con una fascinación casi salvaje cómo Pima dividía la naranja en gajos. Tras unos cuantos bocados, no obstante, se volvió a tumbar en el suelo, fundiéndose prácticamente con él, agotada.
Esbozó una débil sonrisa y murmuró:
—Gracias. —Acto seguido cerró los ojos y enmudeció de nuevo.
Pima frunció los labios. Se levantó y utilizó la manta para cubrir con esmero la figura inerte de la muchacha.
—Supongo que le has salvado la vida, Nailer.
—Eso parece. —No sabía si sentirse aliviado o apenado por la supervivencia de la muchacha, que ahora descansaba plácidamente con los ojos cerrados, acompasada la respiración, dormida en apariencia. Si hubiera muerto, o enloquecido, todo sería mucho más fácil.
—Espero que sepas lo que haces —masculló Pima.