El barco yacía de costado, varado y roto, con el casco destrozado. Aun en ruinas, era precioso, completamente distinto de las herrumbrosas moles de hierro y acero que desmantelaban a diario.
El clíper era enorme, una nave empleada para el transporte rápido de mercancías y personas por la Ruta del Polo, en la cima del mundo hasta Rusia y Nipón. O a través del inhóspito Atlántico hasta África y Europa. A pesar de que tenía las hidroalas retráctiles plegadas, el maltrecho casco de fibra de carbono permitía que Nailer se asomara a sus entrañas: los gigantescos engranajes que desplegaban las alas, los complejos sistemas hidráulicos y electrónicos de precisión.
La cubierta del barco, escorada en su dirección, contenía un cañón de Buckell y los molinetes ultrarrápidos de las velas parapentes. En cierta ocasión, un Bapi que se encontraba de buen humor le había contado a Nailer que el enorme cañón podía lanzar una vela cientos de metros por los aires para capturar vientos que a continuación elevarían el clíper sobre las hidroalas y lo impulsarían a través de las olas a velocidades superiores a los cincuenta nudos.
Tras detenerse en seco, Nailer y Pima se quedaron contemplando fijamente la montaña de restos.
—Por las Parcas, es una preciosidad —exhaló la muchacha.
Incluso inerte parecía un halcón majestuoso, resquebrajado y astillado, pero dotado de una belleza inherente gracias a la elegancia salvaje de sus líneas. Poseía el estilizado diseño aerodinámico de un depredador; hasta el último de sus ángulos estaba diseñado para reducir la fricción al mínimo. Nailer paseó la mirada por las destrozadas cubiertas superiores del clíper, por los pontones, los estabilizadores y los maltrechos vestigios de las velas fijas, todo ello de color blanco, casi cegadoramente níveo bajo el sol. No se apreciaba por ninguna parte el menor rastro de óxido u hollín; ni una sola gota de combustible derramado, pese a la fractura del casco.
Los viejos petroleros y cargueros que languidecían en la playa de desguace no eran nada en comparación, meros dinosaurios devorados por la herrumbre. Inútiles sin el preciado crudo que los había propulsado en su día. Habían quedado reducidos a grandes bestias pesadas que debían conformarse con verter mugre y toxinas en el agua que los rodeaba. Pestilentes y nocivos cuando los crearon, en la Edad de la Aceleración, conservaban su carácter destructivo incluso después de haberse extinguido.
El clíper era completamente distinto, una máquina construida por los ángeles. Aunque el nombre escrito en la proa resultaba ininteligible para ambos, Pima reconoció una de las palabras que había debajo.
—Es de Boston —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Nailer.
—Una de mis cuadrillas ligeras trabajó en un buque de la marina mercante de Boston, y llevaba la misma palabra escrita en el casco. La vi en todas las puertas del puñetero despojo mientras lo desmantelábamos.
—No lo recuerdo.
—Fue antes de que te unieras a la cuadrilla. —Pima hizo una pausa—. La primera letra es una B, y esa de ahí es una S… la que parece una serpiente… así que se trata de la misma palabra.
—Me pregunto qué habrá pasado.
—Seguro que fue la tormenta.
—Pero deberían estar prevenidos. Estos barcos cuentan con transmisores vía satélite. Ojos enormes que espían entre las nubes. Tendrían que haber sido capaces de eludir el temporal.
Ahora fue Pima la que miró a Nailer con extrañeza.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—¿Te acuerdas del Viejo Miles?
—¿No había fallecido?
—Sí. Pilló no sé qué infección en los pulmones. Sin embargo, antes de que lo expulsaran trabajaba en la cocina a bordo de un clíper. Sabía todo tipo de cosas sobre su funcionamiento. Me explicó que los cascos están hechos de una fibra especial, para que se deslicen por el agua como si fuera aceite, y emplean ordenadores. Miden la velocidad del agua y el viento. Recuerdo perfectamente que me contó que hablan con los satélites meteorológicos, como hacen Lawson & Carlson cuando se avecina una tormenta.
—A lo mejor pensaron que podrían ser más rápidos que el vendaval —aventuró Pima.
Los dos se quedaron mirando los restos, sin pestañear.
—Ahí hay un montón de chatarra —observó Nailer.
—Pues sí. —Tras una pausa, Pima añadió—: ¿Recuerdas lo que dije hace un par de noches? ¿Acerca de la necesidad de tener suerte además de luces?
—Sí.
—¿Hasta cuándo crees que podemos mantener esto en secreto? —La muchacha inclinó la cabeza hacia la playa y los astilleros del desguace—. Sin que se entere nadie.
—Uno o dos días, tal vez —estimó Nailer—. Con muchísima fortuna. Tarde o temprano saldrá alguien, algún pesquero o uno de los comerciantes, y lo divisarán, si las ratas de playa no lo han encontrado antes.
Pima apretó los labios.
—Tenemos que reclamarlo para nosotros.
—Ni lo sueñes. —Nailer estudió la embarcación siniestrada—. No podremos defender una reclamación así, de ninguna manera. Habrán salido patrullas en su busca. Esbirros de las grandes empresas. Lawson & Carlson querrán sacar tajada, si se trata de un siniestro total…
—Claro que se trata de un siniestro —lo interrumpió Pima—. Fíjate bien. No volverá a moverse en la vida.
Nailer sacudió la cabeza, obstinado.
—Sigo sin ver nada claro que podamos quedarnos con todo.
—Mi madre —sugirió Pima—. Ella podría ayudarnos.
—Está empleada en una cuadrilla pesada. Si se ausenta para venir a trabajar aquí, la gente se dará cuenta. —Nailer miró de reojo en dirección a la playa—. También empezarán a preguntarse dónde estamos nosotros como no nos reincorporemos a la cuadrilla ligera mañana. —Se masajeó el hombro dolorido—. Necesitaremos gorilas. Y aunque encontremos la mano de obra necesaria, en cuanto sepan de la existencia del barco, querrán quedarse con él.
Pima se mordió el labio, contemplativa.
—Ni siquiera sé qué hay que hacer para reclamar unos restos.
—Créeme, nadie va a permitir que registremos algo así a nuestro nombre.
—¿Qué hay de Lucky Strike? Tiene contactos entre los jefes. A lo mejor él podría encargarse. Evitar que los de Lawson & Carlson se nos echen encima.
—También él intentaría arrebatárnoslo. Igual que todos los demás.
—En estos momentos está repartiendo alimentos —apuntó Pima—. Nadie más ha intentado hacer nada parecido. Quien pueda presentar dos amigos que den fe de su buena voluntad cuando el trabajo remonte de nuevo solo obtendrá ventajas.
—Para él somos simples raqueros. No necesita las migajas oxidadas que pudiéramos proporcionarle. La comida es una cosa… —Nailer observó fijamente los restos, con cara de frustración. Tanta riqueza al alcance de la mano, y no sabían cómo asegurarla—. Esto es ridículo. Nos estamos limitando a sopesar hilo de cobre en los conductos. No tenemos la menor idea de lo que hay a bordo. Subamos y veamos qué tenemos entre manos.
—Eso. —Pima sacudió la cabeza—. Tienes razón. A lo mejor hay algo ligero que valga la pena y sea fácil de ocultar. Lo demás podríamos decidirlo más adelante.
—Precisamente. Quizá obtengamos una recompensa por la nave, si damos parte.
—¿Una recompensa?
Nailer encogió los hombros.
—Lo escuché una vez en un serial radiofónico, en el puesto de fideos de Chen. Ayudar a la gente conlleva una gratificación.
—¿Y por qué no lo llamas «gratificación» y ya está?
Nailer hizo una mueca.
—Porque en la radio hablaban de recompensas. —Escupió—. Venga. Echemos un vistazo.
Dejaron atrás las últimas rocas que se interponían entre ellos y el barco. Con la marea baja, el agua que rodeaba el casco les llegaba a la altura de los tobillos. Había unos cuantos peces en los charcos, otros yacían atrapados en la arena, pudriéndose entre ristras de algas. El tamaño de la embarcación aumentaba conforme se aproximaban. Aunque distaba de igualar las dimensiones de los monolitos oxidados de la Edad de la Aceleración, seguía cerniéndose amenazador sobre ellos. Pima trepó por el costado fracturado del clíper y se deslizó en su interior, con movimientos ágiles y diestros tras tantos años de trabajo en las cuadrillas. Nailer la siguió más despacio, encaramándose a bordo con la mano sana.
Puesto que el barco yacía de costado, gatear por sus pasillos se parecía a recorrer los conductos, un detalle inesperadamente familiar en unas circunstancias que deberían haber sido extrañas por completo. Nailer echó un vistazo a los restos. Destellos de metal, jirones de ropa desperdigados por doquier, todo tipo de basura, el hedor del pescado podrido.
—Qué despilfarro —dijo. Acarició un camisón que parecía de seda—. Fíjate en estas prendas.
Pima compuso un gesto de desdén.
—¿Quién necesita ropa como esa? —Escaló el boquete y subió a la pendiente de la cubierta superior, por la que deambuló hasta que encontró una escotilla. Instantes después, anunció—: ¡He visto la cocina! —Soltó un silbido—. ¡Mira todo esto!
Nailer llegó a su lado con esfuerzo. La cocina era un caos, no había nada en su sitio, pero muchos de los envases de comida seguían estando guardados en sus cajones: arroz y harina en recipientes herméticos. Pima empezó a abrir los armarios, provocando una lluvia de botellas rotas y nubes de especias. Arrugó la nariz y tosió.
Nailer estornudó.
—Frena, cuadrillera.
—Perdona.
La muchacha tosió de nuevo mientras abría una taquilla de la que cayó un montón de carne, estropeada debido al calor; filetes grandes y tiernos, más suculentos que todo lo que pudieran conseguir en las playas. Ambos se taparon la boca con la mano, respirando entrecortadamente, mientras el hedor los envolvía.
—Creo que debían de tener algún sistema eléctrico de refrigeración —dijo Nailer—. Es la única forma de conservar tanta carne.
—La leche. Cómo se lo montaban, ¿eh?
—Y tanto. No me extraña que al Viejo Miles le apenara tanto que le hubiesen dado la patada.
—¿Qué hizo?
—Me contó que lo pillaron borracho, pero sospecho que estaba vendiendo rasgarrojos.
Pima se asomó al interior de la taquilla, con la esperanza de encontrar algo que mereciera la pena salvar. Sacó la cabeza entre arcadas. El hedor de la carne podrida era demasiado fuerte. Reanudaron su paseo por la nave.
Descubrieron el primer cadáver en uno de los camarotes, un hombre sin camisa, con los ojos aún abiertos y las tripas infestadas de cangrejos. Pima giró en redondo, conteniendo las náuseas ante el olor de la muerte condensado en la pequeña estancia; cuando volvió a mirar, vio peces boqueando en un charco poco profundo junto a la cabeza del hombre. Tanto si el tipo se había ahogado como si era el feo corte que presentaba en la frente lo que había acabado con él, el caso es que estaba muerto.
—Bueno, no le importará que nos llevemos lo que podamos —musitó Pima.
—¿Vas a registrarlo? —preguntó Nailer.
—Tiene bolsillos.
Nailer meneó la cabeza.
—No pienso tocarlo.
—No seas raquero.
Pima respiró hondo y se acercó muy despacio al cadáver. En el sofocante compartimiento, la nube de moscas explotó con un zumbido ensordecedor. Pima tiró de los pantalones del hombre e introdujo los dedos en los bolsillos. Aunque estaba haciéndose la dura, Nailer se daba cuenta de que estaba nerviosa. Ambos habían escuchado historias sobre rescates recientes. Los cadáveres eran un gaje del oficio, pero seguía siendo sobrecogedor mirar a un difunto a los ojos y pensar que no hacía tanto tiempo que había caminado por aquellas mismas cubiertas, antes de que la tormenta se lo arrebatara todo para dárselo a un par de chiquillos en la costa.
Nailer examinó el resto del camarote. Era espacioso. Una fotografía resquebrajada en el suelo mostraba al hombre vestido con una chaqueta blanca con galones en las mangas. Cogió el retrato y lo observó con detenimiento.
—Me parece que este era su barco.
—¿Sí?
Nailer examinó las paredes. Vio un catalejo anticuado sujeto con abrazaderas. Hojas de papel con todo tipo de garabatos en ellas, lacres y sellos de aspecto oficial. Y una imagen del hombre con el galón en el hombro en pie delante de un clíper, sonriendo. Nailer no sabía si se trataba de la misma nave siniestrada o de otra distinta, pero saltaba a la vista que el tipo no cabía en sí de orgullo. Echó un vistazo de reojo al cadáver hinchado y despanzurrado y soltó el aire despacio, caviloso.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Pima dejó lo que estaba haciendo y levantó la cabeza.
—Se trata de suerte, Nailer, solo eso. La suerte y las Parcas. Es lo único que tenemos. —Le lanzó un puñado de monedas recuperadas para subrayar sus palabras. Allí había dinero suficiente para darles de comer durante una semana entera. Monedas de cobre y un fajo húmedo de billetes rojos chinos—. Hoy nos sonríe la fortuna.
—Ya. —Nailer asintió con la cabeza—. Mañana puede que no.
La fortuna no había sonreído al capitán. Y ahora Nailer y Pima nadaban en la abundancia gracias a ello. Si uno se detenía a reflexionar al respecto, era extraño. El capitán era un amasijo de carne hinchada, con el semblante abotargado y amoratado, con la piel tostada y estropeada por el sol. Las moscas revoloteaban ociosas alrededor de sus rostro, por los labios y los ojos, por la sangre de la herida de la cabeza, por el boquete que tenía en el estómago. Un verdadero enjambre volvió a posarse encima de él en cuanto Pima se alejó.
Nailer volvió a estudiar el camarote, pensativo. Había bronce en las paredes, todo tipo de restos. Se trataba de una embarcación de lujo, sin la menor duda. La cabina del capitán era opulenta, y aunque la nave tenía el tamaño de un carguero, su aspecto no era el de un buque de faena. Todos los objetos parecían demasiado delicados, todo era sedas, pasillos enmoquetados, bronce, cobre y lamparitas de cristal. Pima y él continuaron registrando los camarotes. Encontraron muebles labrados, salas de estar, salones, un bar repleto de botellas de licor reducidas a añicos, salas de reuniones, cuadros mutilados y destrozados en las paredes, óleos esparcidos por el suelo, desgarrados.
Abajo, en la sala de máquinas, donde los sistemas mecánicos controlaban la nave, descubrieron más cadáveres.
—Medio hombres —susurró Pima.
Tres de ellos, ahogados e hinchados. Sus rostros bestiales ofrecían un aspecto curiosamente voraz, con sus largas lenguas colgando fuera de sus fauces erizadas de dientes afilados. Sus amarillentos ojos caninos miraban fijamente sin ver a Nailer y a Pima, refulgiendo bajo los rayos del sol tropical que penetraban en la sala devastada.
—Estos tipos debían de nadar en la puñetera abundancia si podían permitirse tantos medio hombres.
—Ese se parece a ti —comentó Nailer—. ¿Seguro que no te ha dado por vender ningún óvulo?
Pima soltó una risotada y le propinó un codazo en las costillas, pero ni siquiera ella sugirió que los registraran. Aquellos engendros del diseño genético resultaban demasiado espeluznantes como para contemplar siquiera la idea de acercarse a ellos.
Nailer y Pima se dividieron y continuaron explorando la nave. Pima encontró otro medio hombre muerto en las cubiertas superiores, amarrado al timón y ahogado. «Cuántas muertes», pensó Nailer. Aquellos tipos debían de haber sido unos completos estúpidos para dejarse atrapar por una devastadora de ciudades. Abrió otra puerta de un empujón y se le escapó un débil silbido de sorpresa.
Una mesa de madera, tumbada de costado, encajonada contra la pared, de un negro tan intenso como la noche. Cristales rotos por todas partes, copas derribadas…
—¡Pima! ¡Ven a ver esto!
La muchacha acudió corriendo. La estancia estaba atestada de plata: candelabros de plata, cubiertos de plata, bandejas de plata, fuentes de plata… un Golpe de Suerte, un Lucky Strike colosal, todo para ellos.
—Eso es un montón de chatarra —jadeó Pima, sin aliento.
—Suficiente para saldar todas nuestras deudas de trabajo. Con todo ese dinero podrías montar tu propio negocio de recuperación. Incluso comprar los derechos de la cuadrilla ligera de Bapi.
—¡Démonos prisa! —lo exhortó Pima—. Limpiémoslo todo antes de que aparezca alguien más. ¡Somos ricos, Lucky Boy! —Lo agarró y le plantó un beso en la mejilla derecha, otro en la izquierda y uno más en los labios, riéndose de su expresión de sorpresa—. ¡Ohhh, Lucky Boy! ¡Somos ricos! ¡Nos haremos más famosos que Lucky Strike!
Contagiado de su entusiasmo, Nailer también se puso a reír. Empezaron a acumular los objetos de plata a su alrededor, apilándolos, formando una verdadera montaña. Revolvían entre la porcelana hecha añicos, las tazas rotas y las copas partidas de refinada cristalería, desenterrando un sinfín de tesoros.
Pima fue en busca de algo donde guardarlo todo. Regresó con una bolsa de cáñamo que apenas minutos antes hubieran considerado un resto digno de recuperar, susceptible de venderse a cambio de un par de rollos de cobre; solo por él el día ya habría merecido la pena. Ahora no era más que un mero recipiente para el verdadero tesoro: toda esa plata. Bandejas, tenedores y cuchillos, todos fueron a parar al saco. Tenedores tan pequeños que desaparecían en la mano de Nailer, cucharas tan grandes y hondas que podrían haber servido de cucharones en el puesto de comida de Chen, donde atendía a cien comensales a la vez.
Nailer enderezó la espalda.
—Voy a ver qué más hay. A lo mejor encontramos algo parecido.
Un gruñido fue toda la respuesta de Pima. Nailer volvió a encaramarse al pasillo principal y cruzó una sala de estar repleta de cuadros desperdigados y esculturas destrozadas. Aun con una cuadrilla ligera al completo se tardaría varios días en despojar al clíper de todo el latón, el cobre y los cables que contenía. Cuando Pima y él se llevaran la primera remesa de la recuperación, deberían trazar un plan. Tenía que haber alguna manera de obtener el resto.
Suerte y luces. Eso era lo que necesitaban, suerte y luces.
El problema consistía en que ese Lucky Strike era casi demasiado grande para afrontarlo con la cabeza fría.
Encontró la puerta de otro camarote y la abrió de una patada. Se trataba de una habitación extraña, repleta de muñecas y osos de peluche empapados de agua. Relucientes trenecitos de madera imitando trenes de levitación magnética. Había un cuadro hecho trizas colgado en una pared: un clíper, tal vez incluso ese mismo, una perspectiva de la cubierta vista desde arriba. Abajo, todos los rostros estaban vueltos hacia lo alto. El artista era muy bueno, la imagen parecía casi una fotografía. Mientras la observaba, Nailer experimentó un leve escalofrío, como si estuviera a punto de caer dentro de la pintura y aterrizar en la cubierta de esa embarcación. Encima de todas aquellas personas con sus lujosos atuendos y esos ojos fríos que lo miraban sin pestañear. Era una sensación vertiginosa. Dio la espalda al cuadro y volvió a examinar el camarote. Había otra puerta al fondo de la estancia. Cruzó gateando la pared que ahora era el suelo, empujó la hoja de madera y la sostuvo.
Un dormitorio: colchas esparcidas por todas partes, y una cama inmensa derrumbada. También había una chica preciosa, muerta y tirada de cualquier manera, observándolo fijamente con sus grandes ojos negros.
Nailer contuvo la respiración.
Aun exánime y cubierta de moratones, atrapada bajo los restos de la cama y el peso de todas las cosas que la habían aplastado, era preciosa. El cabello negro le envolvía el rostro como una red mojada. Los ojos oscuros, abiertos, no se movían. Tenía la blusa, cuya tela era un complejo entramado de color y hebras plateadas, rota y empapada de agua. Era joven. No como el capitán y los medio hombres. Debía de tener la edad de Pima. Una niña rica, con la nariz perforada por un pirsin de diamante.
Le habría dado envidia si no estuviese muerta.
Avisó a Pima:
—¡He encontrado otro fiambre!
—¿Otro medio hombre? —quiso saber ella.
Nailer no respondió. No podía apartar la vista de la chica muerta. Un sonido reptante a su espalda precedió a la aparición de Pima.
—Me cago en la leche. Qué lástima.
—Es guapa, ¿eh?
Pima se rio.
—No sabía que te pusieran los cadáveres.
Nailer hizo una mueca de repugnancia.
—Si quisiera estar con una chica, hay muchas con vida, gracias.
—Ya —dijo Pima, con una sonrisa—, pero esta no te abofeteará como hizo Moon Girl cuando intentaste darle un beso. Aunque esos labios tienen pinta de estar helados. Bésala y te arrastrará a las básculas del Dios de la Chatarra, seguro.
—Uf. —Nailer arrugó la nariz. Pima pasaba demasiado tiempo con las cuadrillas pesadas, lo que imprimía un tono demasiado negro a su sentido del humor.
—Lleva oro encima —observó Pima.
Nailer se había quedado absorto contemplando los ojos negros de la muchacha, pero Pima tenía razón. Oro alrededor del esbelto cuello moreno, oro en los dedos. Si era auténtico, valdría una fortuna, más que todo lo que habían encontrado hasta entonces.
Al mismo tiempo, Pima y él gatearon por encima de los restos hasta el cuerpo aplastado. El cadáver de la muchacha estaba enterrado bajo una montaña de muebles. Ninguno de ellos había estado atornillado, como si los ostentosos ricachones creyeran que ninguna tormenta osaría recolocar su mobiliario. Como si fueran deidades y no solo predijeran el clima con sus instrumentos y sus satélites, sino que además pudieran dictar su conducta.
Nailer se estremeció al ver de cerca el cuerpo descoyuntado de la niña rica. Había lecciones que aprender allí, tan poderosas como las que impartía la madre de Pima cuando les explicaba lo que debían hacer para sobrevivir hasta la mayoría de edad. El orgullo y la muerte eran dos caras de la misma moneda, tanto si uno se llamaba Bapi y creía que dirigiría la cuadrilla ligera eternamente, como para esa chica destrozada con sus delicados juguetes, sus elegantes atuendos, su oro y sus joyas.
Se acuclillaron junto al cadáver.
—Por lo menos no hay cangrejos —musitó Pima. Agarró el collar de la muchacha y tiró. La cabeza se inclinó de golpe hacia atrás como si perteneciera a una muñeca y la cadena se rompió. El colgante de oro osciló frente a ellos como el péndulo rutilante de un hipnotizador en el puño de Pima. Un tirón brusco y de repente eran más ricos que nadie, salvo tal vez Lucky Strike. Ambos comenzaron a forcejear con los anillos de la chica muerta, forzándolos contra la piel helada, intentando quitárselos.
—Maldita sea —masculló Nailer mientras redoblaba sus esfuerzos—. Tiene los dedos completamente tiesos.
—¿Esos también se han atascado?
—Con lo gordos e hinchados por el agua que están, no hay manera de sacar los anillos.
Pima desenfundó el cuchillo de faena.
—Solucionado.
Nailer puso cara de repugnancia.
—¿Piensas cortarle los dedos así como así?
—No tiene más misterio que decapitar una gallina. Y por lo menos esta no va a ponerse a cacarear y aletear. —Pima apoyó el cuchillo en uno de los dedos de la muchacha—. ¿Me ayudas?
—¿Dónde quieres que corte?
—En la articulación —indicó Pima—. No se puede atravesar el hueso. De esta manera, se desprenden solos.
Nailer encogió los hombros y sacó su cuchillo. Lo apoyó en la articulación, donde penetraría con facilidad. Hundió la hoja en la piel de la muchacha. El corte se llenó de sangre.
Los ojos negros pestañearon.