7

La tormenta se prolongó durante dos noches, azotando la costa, llevándose todo aquello que no estuviera sujeto con cabos. Pima y Nailer la capearon encogidos, asistiendo a los rugidos y el diluvio, abrazados con fuerza mientras sus labios se volvían azules y la piel, de gallina, a causa del frío.

Al tercer día, por la mañana, el cielo se despejó de repente. Nailer y Pima se obligaron a mover las extremidades agarrotadas y bajaron tambaleándose a la playa; por el camino se unieron a una harapienta columna de supervivientes que dirigía sus pasos hacia la arena.

Al dejar atrás la última línea de árboles, Nailer se detuvo en seco, patidifuso.

La playa se encontraba desierta. Nada indicaba que alguna vez hubiera estado habitada. Las sombras de los petroleros se cernían aún sobre las olas azules, desperdigadas al azar como juguetes, pero no quedaba nada más. Ni rastro del hollín, ni de las manchas irisadas del agua; aquella mañana, todo resplandecía bajo la luminosidad cegadora del sol tropical.

—Qué azul es —murmuró Pima—. Creo que nunca había visto un agua tan azul.

Nailer se había quedado sin habla. Jamás había visto una playa tan limpia.

—Así que estáis vivos, ¿eh?

Moon Girl, sonriéndoles. Cubierta de barro tras salir de la madriguera en la que se hubiese metido, pero con vida al fin y al cabo. A su espalda, Pearly y sus padres acababan de llegar a la playa; la consternación se reflejaba en sus rostros mientras intentaban asimilar los cambios.

—Y de una pieza. —Pima paseó la mirada por la playa—. ¿Has visto a mi madre?

El sol arrancó destellos a los pírsines de Moon Girl cuando esta sacudió la cabeza.

—Podría andar por ahí. —Agitó una mano de forma imprecisa en dirección al parque de trenes—. Lucky Strike está repartiendo alimentos entre todos los que los necesiten. Todo el mundo gozará de crédito hasta que se reanude el desguace.

—¿Ha salvado la comida?

—Un par de vagones llenos.

Pima tiró de Nailer.

—Vamos.

En torno al vagón de recuperación se había congregado una multitud de personas que aguardaban a que Lucky Strike distribuyera sus suministros. Pima y Nailer echaron un rápido vistazo a los rostros, pero no había ni rastro de Sadna.

—¡No hay por qué preocuparse! —estaba diciendo Lucky Strike, entre risas—. ¡Tenemos suficiente para todos! Nadie pasará hambre mientras esperamos a que los tipos de Lawson & Carlson regresen de MissMet. Puede que los compradores de chatarra se escondan de los huracanes, pero Lucky Strike velará por todos vosotros.

Lucky Strike sonreía, con sus largas y gruesas trenzas negras anudadas en la nuca, pero Nailer sabía que también estaba informando a la gente de que no pensaba tolerar que se produjera ningún alboroto por culpa de la comida. Y si había alguien a quien la gente escuchara, ese era Lucky.

Lucky Strike llevaba acumulando verdadero poder desde que aquel primer golpe de suerte lo liberó de las labores de la cuadrilla pesada. Ahora era el proveedor oficial de productos de contrabando de la playa de Bright Sands, desde antibióticos hasta portaobjetos de cristal. Los acuerdos a los que había llegado con los líderes de las cuadrillas le permitían actuar a su antojo. Estaba metido en el mundo de las apuestas, la prostitución y otra docena de negocios, y le llovía el dinero, convirtiéndose en pepitas de oro que remataban, rutilantes, las puntas de sus trenzas, o en gruesos aros con los que se perforaba las orejas. Toda su figura rezumaba riqueza.

—¡Atrás! —exclamó Lucky Strike—. ¡No os apelotonéis! —Pese a su sonrisa y su expresión confiada, no había prescindido de la escolta de matones de alquiler que respaldaban su autoridad.

Nailer echó un vistazo por encima a los gorilas y reconoció a algunos de los asesinos con los que se codeaba su padre. Parecía que Lucky Strike había elegido lo mejor de lo peor para protegerse. Incluso el medio hombre estaba presente. La enorme y musculosa figura del monstruo destacaba sobre los demás matones, intimidando al famélico gentío con su babeante hocico canino cuajado de dientes.

Pima reparó en la dirección de la mirada de Nailer.

—Ese es el que usaba la cuadrilla pesada de mi madre para acarrear las planchas de hierro. Dicen que podía levantar cuatro veces más que una persona.

—¿Qué hace ahí arriba?

—Se habrá dado cuenta de que trabajar de guardaespaldas para Lucky Strike reporta más beneficios que deslomarse en una cuadrilla pesada.

El medio hombre enseñó los colmillos de nuevo y soltó un gruñido de advertencia. Las personas que habían empezado a acercarse a los vagones retrocedieron.

Lucky Strike se rio.

—Bueno, por lo menos escucháis a mi perro asesino, ¿eh? Eso es. Atrás todo el mundo, si no queréis que mi amigo Tool, aquí presente, os dé una lección de modales. Hablo en serio, damas y caballeros, dejadnos algo de espacio. Tool se comerá crudo a quien le caiga mal.

La multitud emitió un murmullo de contrariedad, pero se apaciguó ante la atenta mirada de Tool.

—¡Pima!

El grito hizo que Nailer y Pima se dieran la vuelta. Sadna corría hacia ellos, con el padre de Nailer pisándole los talones. Sadna abrazó a su hija y la levantó en volandas al llegar a su altura.

El padre de Nailer se detuvo a un paso de distancia. Inclinó la cabeza.

—Supongo que me salvaste el culo, Lucky Boy.

Nailer asintió con desconfianza.

—Supongo que sí.

De improviso, su padre soltó una carcajada y lo agarró.

—¡Me cago en la leche, chaval! ¿No piensas darle un abrazo a tu viejo? —El gesto tensó los puntos de Nailer, que hizo una mueca de dolor inmovilizado en la tenaza de su padre, pero no intentó zafarse. Richard López continuó—: Desperté en medio de la puñetera tormenta, sin tener ni idea de qué diablos estaba pasando. Estuve a punto de matar a Sadna antes de que pudiera aclararme la situación.

Preocupado, Nailer echó una mirada de reojo a la madre de Pima, pero Sadna se limitó a encogerse de hombros.

—Terminamos entendiéndonos.

—Joder, ya lo creo. —Richard sonrió y se acarició la barbilla—. Golpea como un mazo.

Por un momento, Nailer se temió que su padre estuviera resentido, pero Richard no estaba colocado, para variar. Parecía relativamente racional. Tan limpio como la playa. Y ya estaba estirando el cuello para ver cómo se distribuía el alimento.

—¿Tienen a Tool ahí arriba? —Se rio y dio una palmada en el hombro a Nailer—. Si Lucky Strike está dispuesto a contratar a ese chucho, me apuesto las pelotas a que podrá ofrecerme trabajo también a mí. Esta noche comeremos hasta hartarnos. —Comenzó a abrirse paso a empujones entre la muchedumbre, en dirección a la escolta de Lucky Strike. En ningún momento volvió la vista atrás hacia Sadna, Nailer o Pima.

Nailer exhaló un suspiro de alivio. Nada de rencores.

En la playa y en los desguaces continuaban realizándose las labores de inventario. Se rumoreaba que no habían sufrido el impacto del corazón de la tormenta. Este había pasado al este de su posición, Paseo de Orleans arriba, atravesando las ruinas de la antigua ciudad antes de proseguir su arrolladora trayectoria hacia el norte y culminar en los restos cubiertos por el mar de Orleans II. Decían que había sembrado la destrucción hasta las mismas entrañas del lugar.

Lo que significaba que en Bright Sands habían tenido la suerte de no ser arrasados.

Aunque el impacto de la tormenta hubiera sido meramente tangencial, los daños que había provocado en la playa de Bright Sands no eran nada desdeñables. Se encontraban cadáveres por todas partes, ya fuera atrapados en las enredaderas de kudzu de la selva, empotrados en las copas de los árboles, o flotando entre las olas. Lucky Strike organizó grupos de recuperadores para ocuparse de los muertos, a los que incineraban o enterraban según sus respectivos rituales, para evitar enfermedades. Comenzó a elaborarse una lista de nombres.

Bapi había desaparecido, descuartizado por la tormenta o ahogado; en cualquier caso sin dejar el menor rastro. Nadie sabía si Sloth estaba viva o muerta. Encontraron a Tic-Toc y a toda su familia, sin heridas visibles pero muertos de todas formas.

Todos los compradores de chatarra que trabajaban con Lawson & Carlson se habían refugiado tierra adentro para esperar a que pasase la tormenta. Sin empresas como GE interesadas en los restos para sus operaciones de manufacturación, ni transportistas como Patel Global Transit esperando a comprar sus productos para revenderlos en ultramar, los desguaces se habían quedado paralizados. Los contables, los tasadores y los guardias de las corporaciones que pesaban y adquirían las materias primas que salían de los despojos de los barcos se habían marchado, y sin nadie en la zona que quisiera comprar sus productos, los desguazadores se pasaban el día talando árboles y reconstruyendo sus chozas, rastreando la selva y pescando en el océano. De momento, y hasta que se restableciera el orden, los habían abandonado a su suerte.

Pima y Nailer habían salido en busca de alimento, decididos a recoger todos los cocos verdes que encontraran desperdigados por el suelo antes de regresar a los charcos formados por la acción de la marea. A lo lejos, divisaron el promontorio de una isla.

—En esa dirección hay cangrejos —dijo Pima.

—¿Sí? ¿Será prudente que nos alejemos tanto?

Pima encogió los hombros.

—Así no tendremos que preocuparnos por la competencia, ¿verdad? —Indicó con un gesto los buques enmudecidos—. Como si alguien fuera a echarnos de menos.

Se pusieron en marcha armados con un saco de cáñamo y un cubo, caminando con dificultad por la playa, a lo largo del banco de arena que comunicaba con la isla. El océano que los rodeaba era un espejo rutilante. Una espuma blanca como los dientes de un bebé coronaba las olas gigantes que rompían en la orilla. A la luz del sol, los cascos negros de los buques siniestrados parecían los lúgubres monumentos de un mundo reducido a pedazos.

Un clíper se deslizaba por el mar a lo lejos, sobre el horizonte, con su gran parapente desplegado al viento. Nailer interrumpió sus cavilaciones y se quedó contemplándolo mientras surcaba las aguas azules. Tan cerca, y sin embargo tan lejos.

—¿Piensas dejar de soñar despierto? —preguntó Pima.

—Perdona.

Nailer se agachó y hundió una mano en otro charco dejado por la marea; aunque el gesto le produjo una punzada de dolor, hacía días que no se sentía tan bien. Ya se le habían borrado casi todos los moratones, aunque seguía llevando el brazo en cabestrillo y sentía una molesta tirantez en el hombro. Avanzaron cruzando el promontorio. En algunos puntos podían asomarse a las aguas cristalinas y ver el emplazamiento de antiguos hogares, cuyos cimientos perduraban aún en las profundidades.

—Mira eso —dijo Pima, apuntando con el dedo—. Seguro que ahí había una casa enorme.

—Si eran tan ricos —preguntó Nailer—, ¿por qué construirían donde sabían que terminarían ahogándose?

—Yo qué sé. Hasta los ricos pueden cometer estupideces, supongo. —Pima estiró el brazo hacia el interior del golfo—. Aunque nadie era más idiota que los que hicieron los Dientes.

Las aguas que cubrían los Dientes estaban en calma, agitadas tan solo por una leve brisa. Entre las olas asomaba un puñado de pilares negros y muros derruidos. Bajo la superficie acechaban altos edificios de ladrillo y acero, decrépitas estructuras sumergidas. Las personas que construyeron los Dientes habían calculado rematadamente mal la subida del nivel del mar. Sus edificios solo se veían cuando la marea estaba baja. El resto del tiempo, las ruinas de la ciudad permanecían ocultas por completo.

—¿No te has preguntado nunca si habrá chatarra que merezca la pena recuperar ahí abajo? —preguntó Nailer.

—Pues no, la verdad. La gente ha tenido tiempo de sobra para llevarse lo que estuviera más a mano.

—Ya, pero aun así, debe de quedar hierro y acero que podríamos aprovechar. Esos materiales no eran tan escasos cuando tiraron la toalla.

—Nadie va a comprar acero oxidado con todos esos buques esperando a que alguien los destripe.

—Bueno, eso es verdad. —Sin embargo, le mortificaba pensar en las riquezas que podrían estar esperándolo bajo las olas.

Rodearon las ruinas de los ricos y continuaron su recorrido por el banco de arena, con la cresta verde de la isla como objetivo. El último tramo del trayecto consistía en una amplia llanura de arena, dejada al descubierto por la bajamar, y pudieron apretar el paso.

Una vez en la isla, ascendieron entre los árboles, las enredaderas de kudzu y la maleza, a buen ritmo incluso a pesar del hombro magullado de Nailer. El inmenso océano azul se reveló ante ellos en todo su esplendor cuando coronaron la isla. Se encontraban tan lejos de la orilla que parecía que estuvieran en alta mar. Gracias a la brisa salobre, Nailer podía imaginarse que navegaba a bordo de una embarcación de gran calado, surcando las aguas a gran velocidad hacia el horizonte. Contempló fijamente la curvatura de la tierra, en el extremo más lejano del mundo.

—Sería bonito que fuera verdad —murmuró Pima.

—Y tanto.

Aquello era lo más cerca que estaría jamás del profundo océano. Procuraba no recrearse pensando en ello, porque la angustia que le producía era insoportable. Algunas personas nacían con estrella y navegaban a bordo de clíperes.

Y otras, como Pima y él, eran ratas destinadas a no salir de la playa.

Nailer se obligó a apartar la vista del horizonte y paseó la mirada por el golfo. Las sombras de los Dientes oscilaban bajo el agua. A veces, los barcos encallaban en ellos si no estaban familiarizados con esa parte de la costa. Había visto cómo un pesquero topaba con las antiguas columnas y se hundía tras adentrarse y quedar atrapado en la maraña de torres. Unos cuantos desguazadores habían buceado en busca de restos. En función del nivel de la marea, aquellos Dientes podían morder de verdad.

—En marcha —dijo Pima—. Antes de que nos pille la pleamar.

Nailer siguió su ejemplo y empezó a bajar por la ladera, permitiendo que Pima le ayudara a cruzar las zonas más abruptas.

—¿Tu padre sigue sin emborracharse? —preguntó Pima de repente.

Nailer rememoró aquella mañana y el excelente humor de su padre. Richard parecía tonificado y risueño, dispuesto a afrontar la jornada, pero también muy inquieto, como cuando echaba de menos su dosis de toboganes de cristal o un buen puñado de rasgarrojos.

—Me imagino que pasará una temporada sobrio. Lucky Strike no le permitirá partir cabezas a menos que demuestre que está limpio. Lo más probable es que no empiece a beber hasta esta noche.

—No entiendo por qué le salvaste el culo —dijo Pima—. Lo único que hace es pegarte.

Nailer encogió los hombros. La maleza de la isla era asombrosamente densa, y debía apartarla a los lados para que no le fustigase la cara mientras se abría paso entre ella.

—Antes no lo hacía. Era distinto. Antes de que empezara con las drogas y de que mi madre muriera.

—Antes tampoco era ninguna maravilla. Lo que pasa es que ahora es peor.

Nailer hizo una mueca.

—Ya, en fin… —Volvió a encogerse de hombros, enmudecido por las emociones dispares que batallaban en su interior—. Seguramente no hubiera salido del compartimiento lleno de petróleo de no ser por él, que fue quien me enseñó a nadar. ¿No te parece que estoy en deuda con él por eso?

—Depende de cuántas veces al día te rompa la crisma. —Pima arrugó la nariz—. Tú sigue dándole oportunidades y terminará matándote.

Nailer no respondió. Si se detenía a pensarlo, tampoco él entendía por qué había salvado la vida a su padre. Richard López no le hacía la vida nada fácil, eso era cierto. El motivo, probablemente, era que la gente decía que la familia era importante. Pearly lo decía. La madre de Pima lo decía. Todo el mundo lo decía. Y Richard López, además de muchas otras cosas, era la única familia que le quedaba.

A pesar de todo, era inevitable que deseara haber acabado junto a Sadna y Pima en vez de con Richard. Se preguntó cómo sería vivir en su hogar todo el tiempo, y no solo cuando su padre estuviera colocado. Saber que no tendría que irse al cabo de un par de días para regresar a la choza de su padre. Vivir con alguien en quien podías confiar para que te cubriera las espaldas.

La maleza disminuyó y salieron a la punta de la isla, con sus rocas aserradas y los charcos que había dejado la marea. Los promontorios de granito que rompían las aguas formaban una especie de rompeolas natural que protegía la isla de los peores estragos causados por las nuevas tormentas. Pima empezó a recoger corvinas y pargos de pequeño tamaño aturdidos por el temporal, con los que procedió a llenar el cubo.

—Hay un montón de peces. Más de lo que pensaba.

Nailer no respondió. Estaba observando las rocas que se erigían al fondo. Entre ellas se apreciaba un destello cristalino, blanco e intermitente.

—Oye, Pima —le tiró del hombro—, fíjate en eso.

Pima enderezó la espalda.

—¿Qué diablos?

—Es un clíper, ¿verdad? —Nailer tragó saliva y dio un paso adelante. Se detuvo. ¿Se trataba de un espejismo? Esperaba que se evaporara de un momento a otro. Las tablas blancas, la seda y la lona ondeantes permanecieron donde estaban—. Lo es. Tiene que serlo. Es un clíper.

Pima se rio discretamente a su espalda.

—No. Te equivocas, Nailer. Eso no es un clíper, ni mucho menos. —Lo adelantó de pronto, corriendo en dirección a la embarcación—. ¡Es un montón de restos!

Sus carcajadas llegaban flotando hasta él en alas del viento, provocándolo. Nailer salió del estupor que lo inmovilizaba y emprendió la persecución. Un grito de júbilo escapó de sus labios mientras corría por la arena.

Ante él, el casco blanco como una gaviota de la nave naufragada resplandecía tentador bajo el sol.