La tormenta embistió la costa con la potencia implacable de uno de los tanques del viejo mundo. Los amenazadores bancos de nubes que se agolpaban sobre el horizonte avanzaron descargando una lluvia incesante. Los truenos retumbaban en el océano y los rayos iluminaban el vientre de los nubarrones, centelleando desde el mar hasta el firmamento y viceversa.
Se desató el diluvio.
Nailer se despertó con el rugido de la tormenta que sacudía las paredes de bambú. El viento y el agua entraban a raudales por la puerta abierta, iluminada por las explosiones eléctricas. Su padre era una mera sombra abatida a su lado, con la boca abierta, roncando. El viento racheado que entró en la choza acarició las mejillas de Nailer con dedos helados antes de lanzarse contra la pared y arrancar de cuajo la foto del clíper. La hoja de papel se revolvió violentamente en el aire durante unos instantes antes de salir disparada por la ventana hacia la oscuridad, donde se perdió de vista antes de que Nailer tuviera ocasión siquiera de intentar agarrarla. La lluvia le salpicaba la piel, penetrando helada por los desgarrones que el huracanado asalto comenzaba a practicar ya en el techo de hojas de palma.
Nailer pasó a gatas por encima de su padre y caminó dando tumbos hasta la puerta. En el exterior, la playa era un hervidero de actividad; los que no estaban poniendo los esquifes a buen recaudo, entre los árboles, se dedicaban a intentar reunir el ganado. La tormenta era más que una simple ventisca, puede que incluso una devastadora de ciudades, a juzgar por cómo se arremolinaban las nubes y cómo caían los rayos sin cesar sobre los restos encallados frente a la costa. Aunque la marea debería haber estado baja, las olas y la espuma rompían con fuerza contra la playa mientras la tormenta avanzaba inexorable tierra adentro.
Su padre aseguraba que las tormentas eran cada año peores, pero Nailer jamás había visto nada parecido al monstruo que se abatía sobre ellos. Regresó al interior de la choza.
—¡Papá! —exclamó—. ¡Todo el mundo está corriendo hacia un terreno elevado! ¡Tenemos que quitarnos de en medio!
Su padre no respondió. Las cuadrillas nocturnas abandonaban los despojos de los barcos en desbandada. Hombres y mujeres por igual se descolgaban por escalerillas de cáñamo, impulsándose y saltando como pulgas que quisieran alejarse de un perro, zambulléndose en las aguas embravecidas. La electricidad silueteaba fugazmente los cascos negros contra un cielo radiante, antes de que la oscuridad volviera a invadirlo todo. La lluvia azotaba la playa.
Nailer se apresuró a recorrer la choza de un extremo a otro en busca de pertenencias que rescatar. Se puso precipitadamente la última muda limpia que le quedaba, cogió la grasa fosforescente, encontró el pendiente de plata y el paquete de arroz de la suerte que le habían regalado. La casa chirriaba y se tambaleaba ante las embestidas racheadas del vendaval. El latón y el bambú no resistirían mucho más.
La tormenta era una devastadora de ciudades, sin duda; lo que algunos llamaban una «aguafiestas», u Oleada de Orleans. Cuando Nailer volvió a asomarse para contemplar la furia de la tempestad, vio que todo el mundo corría en busca de refugios más recios. Sombras que se abrían camino en la oscuridad a cuatro patas, encorvadas bajo el manto de viento y agua que las azotaba mientras se precipitaban hacia lugares más seguros; lugares como el tren de recuperación, cuyos vagones de hierro no saldrían volando por los aires.
Nailer arrastró todas sus pertenencias hasta la figura inerte de su padre. Quitó la sábana de la cama y empezó a colocar los objetos con una sola mano. Sentía abrasadoras punzadas de dolor en el hombro lastimado a causa de sus desesperados esfuerzos. Lo puso todo encima de la sábana y la anudó para formar un hatillo. La lluvia seguía cayendo a raudales por el tejado desintegrado. Aunque el agua bañaba la piel pálida de su padre, volviéndola reluciente, Richard no se había movido todavía.
Nailer agarró uno de sus brazos tatuados.
—¡Papá!
No obtuvo respuesta.
—¡Papá! —Nailer volvió a zarandearlo. Probó a clavar las uñas en la piel decorada con dragones de Richard—. ¡Despierta!
Su padre se agitó levemente, tan hundido en la resaca de anfetaminas que nada sería capaz de afectarle.
Nailer se quedó sentado en cuclillas, pensativo de repente.
Si recibían de pleno el impacto de la devastadora de ciudades, no quedaría nada en pie. Había oído que las tormentas de este tipo en ocasiones avanzaban hasta dos kilómetros tierra adentro, reduciendo las playas y los árboles a una marisma fangosa, fijando una nueva e irregular línea de marea alta para los cada vez más elevados niveles del mar. El fuerte oleaje también podría mover sin dificultad los cascos varados frente a la costa. Aunque la choza no saliera volando por los aires, sucumbiría arrollada por los gigantescos buques.
Nailer enderezó los hombros. Levantó el fardo, y soltó un gruñido al notar el peso. Cuando llegó al umbral, el viento lo embistió y lo abofeteó con una mezcla de lluvia, hojas y arena. Los rayos seguían abatiéndose sobre la playa. A la luz intermitente, un gallinero pasó frente a él rodando, desaparecidas ya todas sus aves, perdidas hasta la última de ellas en medio del clamor acerado. Nailer miró a su padre por encima del hombro, debatiéndose entre emociones contradictorias.
Richard López no se movía. Los procesos químicos de su cerebro estaban tan embotados que ni siquiera la tormenta era capaz de despertarlo. A veces, cuando la resaca era de las buenas, su padre podía pasarse dos días seguidos durmiendo. Por lo general, Nailer agradecía la paz que le proporcionaban los letargos narcotizados de su padre. Sería tan fácil…
Nailer dejó el hatillo con sus pertenencias en el suelo. Mientras se maldecía por estúpido, se adentró corriendo en el vendaval. Aunque Richard fuera un borracho y un malnacido, compartían la misma sangre. También los ojos, y los recuerdos de su madre, y la comida, y el licor… Era su única familia.
Un torbellino de arena, tornillos de cobre y fragmentos de plástico se arremolinó a su alrededor; los restos del desguace le laceraban la piel mientras corría descalzo por la playa en dirección a la choza de Pima. Escamas de óxido, trozos de aislante, un rollo de alambre: desechos que volaban como cuchillos.
Una racha de viento derribó a Nailer de rodillas y lo tumbó de bruces; un cegador fogonazo de dolor estalló en su hombro. Una plancha metálica lo sobrevoló con un silbido, como una cometa; algún tejado, o los restos de un barco, era imposible saber con certeza de qué se trataba. Se incrustó en un cocotero y el árbol se desplomó, pero los ensordecedores aullidos de la tormenta impidieron que el estruendo de su caída llegara a oídos de Nailer.
Agazapado en la arena, entornó los párpados para mirar a través de la lluvia que caía a raudales. La choza de Pima había desaparecido, pero las siluetas de la muchacha y de su madre aún estaban allí, combatiendo la tormenta, tendiendo cuerdas, pugnando por aferrarse a una sombra borrosa.
Nailer siempre había pensado que la madre de Pima era alta porque trabajaba en una cuadrilla pesada, pero entonces, en medio del vendaval, parecía tan menuda como Sloth. La lluvia amainó por un momento. Sadna y Pima estaban amarrando un esquife, sujetándolo al tronco de un árbol doblado por el viento, obstaculizadas por la escoria volante que no dejaba de golpearlas. Al acercarse vio que Pima había sufrido un corte en la cara y le manaba sangre de la frente mientras ayudaba a su madre a reforzar los nudos.
—¡Nailer! —Por señas, la madre de Pima le indicó que se aproximara—. ¡Échale una mano a Pima por ese lado!
Sadna le lanzó un cabo. Nailer se lo enrolló en el brazo sano y tiró. Los dos se encargaron de un costado del esquife, hombro con hombro, mientras Pima se apresuraba a hacer los nudos. En cuanto acabó, la madre de Pima volvió a gesticular y gritó:
—¡Subid entre los árboles! ¡Hay un hueco entre las rocas un poco más arriba! ¡Debería servir de refugio!
Nailer sacudió la cabeza.
—¡Mi padre! —Agitó la mano en dirección a su hogar, una sombra que milagrosamente aún se sostenía en pie—. ¡No se despierta!
A través de la oscuridad y de la lluvia, la madre de Pima clavó la mirada en la choza. Frunció los labios.
—Diablos. De acuerdo. —Llamó a Pima por señas—. Llévalo arriba.
Lo último que vio Nailer fue la silueta de Sadna adentrándose en el vendaval mientras corría playa abajo, rodeada de rayos. A continuación, espoleada por los rugidos de la tormenta, Pima empezó a tirar de él hacia los árboles, zigzagueando entre las ramas que amenazaban con fustigarlos.
Ascendieron sin orden ni concierto, desesperados por escapar. Nailer miró atrás una vez más, a la playa, pero no vio nada. La madre de Pima había desaparecido. Igual que la choza de su padre. Todo. La playa había quedado completamente limpia. Mar adentro se elevaban columnas de llamas, manchas de petróleo que se habían encendido de alguna manera y refulgían a pesar del diluvio.
—¡Vamos! —Pima tironeó de él hacia delante—. ¡Todavía falta un buen trecho!
Se adentraron en la jungla, obstaculizados por el fango y tropezando con las gruesas raíces de los cipreses. El agua caía sobre sus cabezas de forma torrencial, convirtiendo los senderos de los leñadores en ríos de barro. Por fin llegaron al destino de Pima: una pequeña cueva de piedra caliza, apenas lo bastante grande para albergarlos a ambos. Se acuclillaron en su interior. Una desoladora cortina de lluvia obstruía la entrada y formaba charcos a su alrededor, obligándolos a apretujarse, hundidos hasta los tobillos en agua helada. Aun así, los resguardaba del viento.
Nailer contempló la tormenta sin parpadear. Se trataba de una devastadora de ciudades, sin la menor duda.
—Pima —empezó a decir—, me…
—Chis. —La muchacha lo condujo al interior del agujero, apartándolo del agua—. No le pasará nada. Es una mujer fuerte. Más que ninguna tormenta.
Un árbol pasó volando ante ellos, como un palillo que un niño hubiera lanzado por los aires. Nailer se mordió el labio. Esperaba que Pima estuviera en lo cierto. Se había equivocado al pedir ayuda. La madre de Pima valía por cien como su padre.
Aguardaron, tiritando. Pima tiró de él hacia sí y se acurrucaron juntos, compartiendo el calor, mientras esperaban a que la violencia de la naturaleza remitiera.