5

—Tienes suerte —dijo la madre de Pima—. Deberías estar muerto.

Aunque Nailer estaba casi demasiado cansado para responder, logró esbozar una sonrisa para la ocasión.

—Pero no lo estoy. Estoy vivo.

La madre de Pima cogió una hoja de metal oxidado y la esgrimió frente a su rostro.

—Si esto hubiera penetrado un centímetro más dentro de ti, habrías terminado en la orilla arrastrado como un trozo de chatarra. —Sadna lo miró con expresión grave—. Tienes suerte. Las Parcas andaban cerca de ti hoy. Deberías haber acabado como Jackson Boy. —Le ofreció el pincho cubierto de herrumbre—. Quédatelo como talismán. Te buscaba. Iba directo al pulmón.

Nailer alargó una mano en dirección al pedazo de metal que había estado a punto de matarlo e hizo una mueca de dolor cuando le tiraron los puntos.

—¿Lo ves? —insistió la mujer—. Hoy estás bendecido. Las Parcas te quieren.

Nailer sacudió la cabeza.

—No creo en las Parcas.

Pero lo dijo con voz queda, lo suficientemente baja como para que Sadna no lo oyera. Si las Parcas existían, lo habían dejado con su padre, y eso significaba que no quería saber nada de ellas. Creer que todo era aleatorio en la vida resultaba más reconfortante que sospechar que el mundo entero estaba en tu contra. Las Parcas tenían un pase cuando uno era como Pima y gozaba de la suerte de contar con una madre cariñosa y un padre que había tenido la decencia de morir antes de poder empezar a repartir leña. Pero ¿el resto del tiempo? Cuidado.

La madre de Pima levantó la cabeza y lo estudió con sus penetrantes ojos castaños.

—Pues da las gracias a cualesquiera que sean los dioses que veneres. Me da igual que sea ese tal Ghanesa con cabeza de elefante o Jesucristo, el Óxido Santo o tu difunta madre, pero el caso es que alguien velaba por ti. No desprecies ese regalo.

Nailer asintió con la cabeza, obediente. La madre de Pima era lo mejor que le había pasado en la vida. No quería que se enfadara. No conocía ningún lugar más seguro que su choza de lonas de plástico, tablas viejas y hojas de palma. Sabía que allí podía contar siempre con su ración de camarones o arroz, e incluso aquellos días en los que no había nada que llevarse a la boca, en fin, seguía teniendo la certeza de que entre esas paredes (bajo los colgantes azules de Ojos de Parca y la estatua jaspeada del Óxido Santo) nadie intentaría apuñalarlo por la espalda, ni buscar pelea con él, ni robarle. Allí, la fortaleza de Sadna disipaba cualquier posible temor y tensión.

Nailer se movió con cuidado para poner a prueba los puntos y los vendajes que le había practicado.

—Parece que todo está en su sitio, Sadna. Gracias por remendarme.

—Espero que te sirva de algo. —La mujer no levantó la cabeza. Estaba lavando los cuchillos de acero inoxidable en un caldero lleno de agua que se había teñido de rojo mientras trabajaba—. Eres joven, no estás enganchado a nada. Y di lo que quieras sobre tu padre, pero posees la tenacidad de los López. Tienes una oportunidad.

—¿Crees que se infectará?

La madre de Pima encogió los hombros, provocando que sus músculos nudosos se abultaran bajo la camiseta de tirantes. La luz de las velas encendidas en el interior de la choza se reflejaba en su piel negra. Había dado la espalda a su cuadrilla y a su turno para asegurarse de que Nailer recibía la atención necesaria. Había perdido un cupo entero gracias a Pima, quien había tenido la sensatez de ir corriendo a buscarla en cuanto se enteró de que su cuadrillero desaparecido no estaba a bordo del buque sino en los bajíos.

—No lo sé con seguridad, Nailer —respondió—. Te hiciste un montón de cortes. La piel debería protegerte, pero el agua está muy sucia en esta zona, y te has bañado en petróleo. —Sacudió la cabeza—. No soy médico.

Nailer bromeó.

—No necesito ningún médico, sino hilo y aguja. Zúrceme como si fuera una vela y estaré como nuevo.

Sadna no sonrió.

—Procura mantener limpias esas heridas. Si notas fiebre o empiezas a supurar, ven a buscarme. Aplicaremos unas lombrices, a ver si eso sirve de algo.

Nailer arrugó la nariz, pero la mirada furibunda de Sadna le obligó a asentir. Se sentó con cuidado. Apoyó los pies en el suelo y siguió con la mirada a la madre de Pima, que cruzó la habitación para tirar el agua sanguinolenta a la oscuridad del exterior. Cuando regresó, Nailer enderezó los hombros y se dirigió a la entrada con suma cautela. Apartó la puerta de plástico para asomarse a la playa.

Incluso de noche, la actividad mantenía los restos iluminados; las cuadrillas se alumbraban con teas mientras continuaban con las incesantes labores de desguace. Los buques eran grandes siluetas negras que se recortaban contra el brillante titilar de las estrellas y la Vía Láctea en el firmamento. El resplandor de las antorchas oscilaba y se mecía, fluctuante. El estruendo de los martillazos retumbaba en las olas. El reconfortante sonido del trabajo y la actividad se propagaba por el aire teñido con el acre olor a carbón de los hornos y la fresca brisa salobre procedente de las aguas. Era una maravilla.

Aunque antes de su escarceo con la muerte no lo supiera, ahora que volvía a encontrarse en la playa de Bright Sands no le cabía la menor duda: aquello era lo más maravilloso que había visto en su vida. Era incapaz de apartar la mirada, no podía dejar de sonreír a las personas que paseaban por la arena, a las fogatas donde se asaban tilapias pescadas en los bajíos, a la mezcla de músicas y al clamor de quienes bebían en los cobertizos. Todo era una maravilla.

Casi tanto como el espectáculo de Sloth rodando por la arena a patadas, con los ojos anegados en lágrimas de autocompasión, mientras a él le ponían los puntos. Bapi se había encargado personalmente de aplicar el cuchillo a los tatuajes de la cuadrilla ligera, en un gesto que la despojaba de la totalidad de sus derechos. Jamás volvería a ejercer como desguazadora. Ni como ninguna otra cosa, lo más probable. No después de haber roto sus juramentos de sangre. Había demostrado que nadie podía fiarse de ella.

A Nailer le sorprendió que Sloth no protestara. Si bien no tenía la menor intención de perdonarla, respetaba el hecho de que no hubiese suplicado ni intentado justificarse cuando Bapi desenfundó el cuchillo. Todo el mundo conocía las reglas. Lo hecho, hecho estaba. Se la había jugado y había perdido. Así era la vida. Había Lucky Strikes y había Sloths; había Jackson Boys y había cabrones con suerte como él. Dos caras de la misma moneda. Uno la lanzaba al aire con la esperanza de que le sonriera la fortuna, y cuando cesaba el tintineo sobre la mesa de juego, o bien continuaba viviendo o bien perecía.

—Son las Parcas —musitó la madre de Pima—. Te han acogido en su seno. Quién sabe lo que piensan hacer contigo.

Lo observaba fijamente con una expresión que cabría calificarse de apenada. Antes de que Nailer tuviera ocasión de preguntarle a qué se refería, Pima entró por la puerta con el resto de la cuadrilla.

—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Pero si es nuestro cuadrillero! —Inspeccionó los rasguños y los puntos que le cubrían el cuerpo—. Saldrás de esta con unas cicatrices que serán la envidia de muchos, Nailer.

—Cicatrices de la suerte —ratificó Moon Girl—. Mejores que un tatuaje con la cara del Óxido Santo. —Le ofreció una botella.

—¿Qué es esto? —preguntó Nailer.

Moon Girl encogió los hombros.

—Una ofrenda de la suerte. Ahora que Dios te abraza con tanta fuerza, quiero estar más cerca de Él.

Nailer sonrió y probó un sorbo; le sorprendió la calidad del alcohol, que le quemó la boca.

—Es Black Ling —explicó Pima entre risas. Se inclinó hacia él—. Tic-Toc lo ha robado. Ese raquero está loco, se lo llevó tan campante de la tienda de fideos de Chen. No tiene dos dedos de frente, pero le sobra agilidad en las manos. —Tiró de él en dirección a la orilla—. Hemos encendido una fogata. Vamos a emborracharnos.

—¿Y qué pasa con el trabajo de mañana?

—Bapi dice que la tormenta es inminente. —Pima rio de nuevo—. Pelaremos cables con resaca y listos.

Los miembros de la cuadrilla se reunieron alrededor de la hoguera y empezaron a intercambiar bebidas. Pima se ausentó durante unos instantes para regresar con un cazo de arroz con judías, y volvió a sorprender a Nailer con un muslo de pichón asado. Ante su mirada de incredulidad, explicó:

—Mucha gente quiere arrimarse a Dios y a las Parcas. Todo el mundo te vio salir del buque. A nadie le sonríe la suerte de esa manera.

Nailer decidió no hacer más preguntas y comió con avidez, alegrándose de estar vivo y con la barriga llena.

Continuaron bebiendo mientras el pincho oxidado que había estado a punto de acabar con su vida pasaba de mano en mano. Contempló la posibilidad de transformarlo en un talismán, un adorno que podría colgarse al cuello. El alcohol lo calentaba por dentro y pintaba el mundo entero de color de rosa. Estaba vivo. Toda su piel vibraba de vitalidad. Incluso el dolor que sentía en la espalda y en el hombro, allí donde el pincho lo había traspasado, era agradable. Haber visto la muerte de cerca propiciaba que toda su vida refulgiera con fuerza. Giró el hombro y saboreó el dolor.

Pima, que lo observaba al otro lado de las llamas, preguntó:

—¿Crees que estarás en condiciones de unirte a la cuadrilla mañana?

Nailer se obligó a asentir con la cabeza.

—Pelar cables puede hacerlo cualquiera.

—¿A quién vamos a elegir para explorar los conductos? —quiso saber Moon Girl.

Pima arrugó la nariz.

—Pensaba que sería Sloth la encargada. Habrá que tomarle juramento al que la sustituya. Intercambiar sangre con alguien nuevo.

—Para lo que sirve eso… —masculló Tic-Toc.

—Ya, bueno, algunas personas todavía cumplen su palabra.

Todos dirigieron la mirada playa abajo, al lugar donde habían dejado tirada a Sloth. No tardaría en padecer hambre y necesitaría que alguien la protegiera. Alguien con quien compartir los restos recuperados, que le cubriera las espaldas cuando ella no pudiera trabajar. No era fácil sobrevivir en la playa sin una cuadrilla.

Nailer, con la mirada fija en las fogatas, reflexionó sobre la naturaleza de la suerte. Una decisión precipitada había bastado para sentenciar el futuro de Sloth. Ahora le quedaban pocas opciones, y ninguna halagüeña. Todas ellas auguraban derramamientos de sangre, dolor y desesperación. Pegó otro trago a la botella, preguntándose si la compadecía a pesar de lo que había hecho.

—Podríamos reclutar a Teela —sugirió Pearly—. Es menuda.

—Tiene un pie torcido —dijo Moon Girl—. ¿Sería lo bastante veloz?

—Por una cuadrilla ligera, se dejaría la piel.

—Lo decidiré más adelante —terció Pima—. Puede que Nailer se recupere pronto y no haga falta buscar otro explorador para los conductos.

Nailer esbozó una sonrisa amarga.

—O puede que Bapi me expulse y venda mi puesto. Así nadie tendría por qué decidir nada.

—Que no se le ocurra pasar por encima de mí.

Nadie dijo nada. La velada era demasiado agradable como para estropearla con especulaciones pesimistas. Bapi haría lo que le diese la gana, pero no hacía falta que hurgaran en esa herida esa noche.

Como si presintiera las dudas que lo asaltaban, Pima insistió:

—Ya he hablado con Bapi. Nailer tiene un par de días libres. A cuenta del cupo del líder. Hasta Bapi quiere arrimarse a una suerte de este calibre.

—¿No está cabreado conmigo después de que las demás cuadrillas se llevaran todo ese crudo?

—Bueno, eso sí. Pero los alambres salieron contigo, de modo que ya tiene un motivo para alegrarse. Tendrás tiempo de recuperarte. Pongo al Óxido Santo por testigo.

Era demasiado bueno para ser verdad. Nailer pegó otro trago. Sin embargo, no pensaba esperar aguantando la respiración; había visto demasiadas veces cómo las promesas de los adultos se quedaban en meros deseos. Necesitaba estar con la cuadrilla al día siguiente, y tenía que demostrar que volvía a ser útil cuanto antes. Movió el hombro con cuidado, como si pretendiese que sanara a fuerza de voluntad. Dos o tres días de pelar cables serían una bendición. Lo único positivo de todo ese embrollo era que se avecinaba una tormenta.

Claro que, de no haber sido por ella, no habría tenido que meterse en aquel agujero dos veces el mismo día.

Siguió bebiendo mientras disfrutaba de las vistas de la playa. De noche ni siquiera se veían las manchas de petróleo en el agua, tan solo los acuosos reflejos plateados de la luna. A lo lejos, mar adentro, un puñado de bolitas rojas y verdes destellaban como fuegos fatuos: las luces de navegación de los clíperes que cruzaban el golfo.

Las embarcaciones de vela se deslizaban en silencio por el horizonte, impulsadas por un viento tan fuerte que sus luces se perdieron de vista tras la curvatura del horizonte en cuestión de minutos. Intentó imaginarse lo que debía de sentirse al estar de pie en la cubierta de cualquiera de ellas, dejando atrás la playa y la cuadrilla ligera. Navegando libre y veloz.

Pima le arrebató la botella de alcohol.

—¿Soñando despierto?

—Medio dormido. —Nailer inclinó la cabeza en dirección a las luces de colores—. ¿Alguna vez has viajado en uno de esos?

—¿A bordo de un clíper? —Pima sacudió la cabeza—. Qué va. En cierta ocasión vi cómo atracaba uno; tenían un montón de medio hombres de guardias. No querían que la escoria de la playa se acercara en sus barcas. —Hizo una mueca—. Los caraperros electrificaron el agua.

Tic-Toc se rio.

—Lo recuerdo. Intenté acercarme nadando y empecé a sentir un cosquilleo por todo el cuerpo.

Pima frunció el ceño.

—Y al final tuvimos que sacarte a rastras como un pescado muerto. Casi consigues que nos frían a todos.

—Habría estado bien.

—Los caraperros te habrían devorado vivo —resopló Moon Girl—. Eso es lo que les gusta. Ni siquiera cocinan la carne. Esos monstruos siempre se la comen cruda. Si te hubiéramos dejado allí fuera, habrían terminado usando tus costillas como mondadientes.

—Cierra el pico. Hay un medio hombre que trabaja de matón para Lucky Strike… ¿cómo se llama? —Tic-Toc se quedó callado un momento, frustrado—. Da igual, yo lo he visto. El puñetero tiene unos dientes enormes, pero no come personas.

—¿Y tú qué sabes? Los que se coma no irán por ahí chivándose de él.

—Cabras —intervino de improviso Pima—. El medio hombre se alimenta de cabras. La primera vez que apareció en la playa le pagaban en cabras por su trabajo en la cuadrilla pesada. Mi madre me contó que era capaz de zamparse una entera en tres días. —Arrugó la nariz—. Moon Girl tiene razón. No conviene enemistarse con esos monstruos. Nunca se sabe cuándo su faceta animal podría intentar arrancarte el brazo de cuajo.

Nailer seguía contemplando las luces que se alejaban mar adentro.

—¿No te has preguntado nunca lo que se debe de sentir navegando en un clíper? ¿Surcando las aguas a bordo de uno de esos chismes?

—No sé. —Pima sacudió la cabeza—. Serán rápidos, me imagino.

—Condenadamente rápidos —matizó Moon Girl.

—Rápidos de narices —dijo Pearly.

Ahora todos contemplaban las aguas. Con avidez.

—¿Creéis que saben siquiera que estamos aquí? —preguntó Moon Girl.

Pima escupió en la arena.

—Para esas personas somos como las moscas que revolotean alrededor de la basura.

Las luces no dejaban de moverse. Nailer intentó imaginarse lo que debía de sentirse de pie en cubierta, surcando las olas, cortándolas como un cuchillo. Había pasado noches en vela contemplando imágenes de clíperes a todo trapo, imágenes sustraídas de las revistas que Bapi guardaba en un cajón en su choza de supervisor, pero eso era lo más cerca que había estado nunca de ellos. Había pasado horas enteras admirando aquellos estilizados contornos de depredador, estudiando las velas y las hidroalas, las suaves superficies de diseño, tan distintas de los restos oxidados en los que trabajaba todos los días. Contemplando sin pestañear a las personas tan apuestas que sonreían y bebían en sus cubiertas.

Aquellas embarcaciones susurraban promesas de velocidad, aire salobre y horizontes abiertos. A veces, Nailer desearía ser capaz de zambullirse en aquellas páginas y emerger en la proa de un clíper. En su imaginación, zarpaba a bordo de uno de ellos y dejaba atrás la penosa vida cotidiana de desguazador. En otras ocasiones, rompía las fotos en pedazos y los arrojaba al viento; las detestaba porque le hacían anhelar cosas que no sabía que deseaba hasta que vio aquellas velas.

El viento roló. Un nubarrón negro de humo de fundición se cernió sobre la playa, envolviéndolos en calima y cenizas.

Todo el mundo empezó a atragantarse y a toser, intentando conseguir aire puro. El viento cambió de dirección otra vez, pero Nailer continuó tosiendo. La estancia en el depósito de petróleo le había dejado secuelas. Su pecho y sus pulmones seguían estando doloridos, y aún conservaba el sabor del crudo en el paladar.

Cuando Nailer dejó de toser y levantó la cabeza, los clíperes ya se habían perdido de vista. El humo de la fundición aún envolvía su fogata.

Nailer sonrió con amargura, acariciado por la brisa acre. Eso era lo que se conseguía pensando en clíperes: terminar con los pulmones llenos de humo por no haber prestado atención a lo que te rodeaba. Tomó otro trago de la botella y se la pasó a Pearly.

—Gracias por la ofrenda de la suerte —dijo—. El puñetero Black Ling tiene cuerpo, jamás lo hubiera imaginado.

Moon Girl sonrió.

—Los puñeteros cabrones con suerte beben puñeteros licores con cuerpo.

—Tiene suerte, ya lo creo —ratificó Pima—. Es el cabrón más afortunado que he visto en mi vida.

Echó un vistazo a las demás ofrendas que se habían ido acumulando a lo largo de la noche. Otro muslo de pichón que Nailer compartió con el grupo, una cajetilla de cigarrillos liados a mano, una botella de licor barato del alambique de Jim Thompson, un grueso pendiente de plata de gran tamaño. Una concha pulida por el mar. Un paquete de medio kilo de arroz.

—¿Más afortunado que Lucky Strike? —bromeó Nailer.

—Después de haber perdido todo ese petróleo, no —dijo Moon Girl—. Si fueras Lucky Strike, habrías averiguado la manera de sacarlo sin que nadie se enterara, en vez de dejar que se desperdiciase. Ahora serías rico, el dueño de la playa.

Los demás gruñeron para mostrar su conformidad, pero Pima se había quedado callada; su piel negra era una sombra.

—Nadie tiene tanta suerte —dijo con amargura—. El que todo el mundo sueñe con ser el próximo Lucky Strike es lo que provocó que Sloth se torciera.

—Ya, bueno. —Nailer encogió los hombros—. Todavía siento que me sonríe la suerte, de momento.

Pima hizo una mueca.

—No tuviste tanta suerte —repuso—. Fuiste listo. También Lucky Strike lo era. La mitad de las cuadrillas de por aquí encuentran depósitos de petróleo, o de cobre, o de lo que sea, y nadie sabe qué hacer con ellos. Los jefes los reclaman para sí, y ellos son expulsados de los restos. Mierda. —Bebió de la botella y se enjugó los labios con el antebrazo antes de pasársela a Moon Girl, que probó un sorbo y tosió—. Lo que uno necesita aquí no es suerte —sentenció Pima—, sino luces.

—Luces o suerte, me da lo mismo, el caso es que no estoy muerto.

—Brindo por eso. Aun así, a todos nos emociona creernos Lucky Strike y perdemos la cabeza. Dilapidamos todo nuestro dinero jugando a los dados, intentando arrimarnos a la Fortuna, hacernos de oro de la noche a la mañana. Rezamos para que el Óxido Santo nos ayude a encontrar algo que podamos considerar nuestro en exclusiva. Diablos, hasta mi madre pone arroz en la balanza del Dios de la Chatarra como ofrenda, y al final terminamos como Sloth.

Pima inclinó la cabeza en dirección a la playa, donde los miembros de las cuadrillas pesadas habían encendido sus hogueras. Las hurgamanderas que los acompañaban se reían y bromeaban con ellos, ceñían las cinturas de los hombres con sus brazos esbeltos, animándolos a emborracharse y gastar el dinero.

—Sloth está ahí abajo en estos momentos. La he visto. Lo único que ha conseguido soñando con repetir la jugada de Lucky Strike es que le crucen los tatuajes de cuadrilla con cortes de la vergüenza, y un montón de malas compañías.

Nailer estudió las hogueras de los hombres.

—¿Crees que vendrá a por mí?

—Yo lo haría —respondió Pima—. Ahora no le queda nada que perder. —Asintió con la cabeza en dirección a las ofrendas de suerte de Nailer—. Más te vale encontrar un buen escondite para todo eso. Seguro que intenta robarlo. Es posible que encuentre un protector dispuesto a cobijarla bajo su ala, pero nadie más querrá tener tratos con ella. Las chozas de comida se negarán a contratarla porque los desguazadores no querrán comprarle nada a alguien con los tatuajes de cuadrilla rajados. Los clanes de las fundiciones jamás permitirían que se les acercase una perjura. Una embustera de ese calibre no tiene la menor oportunidad.

—Podría vender un riñón —dijo Moon Girl—. O donar un par de litros de sangre a los Cosechadores. Siempre están dispuestos a comprar.

—Claro. Y no nos olvidemos de esos ojos tan bonitos que tiene —terció Pearly—. Los Cosechadores se pelearían por ellos.

Pima encogió los hombros.

—Los proveedores médicos pueden cortarla y trocearla como una chuleta de cerdo, pero tarde o temprano todo el mundo se queda sin piezas. Y entonces, ¿qué?

—El Culto a la Vida —sugirió Nailer—. Le darían dinero por sus óvulos.

—Lo que nos faltaba. —Moon Girl arrugó la nariz—. Un montón de medio hombres con la cara de Sloth.

—El ADN de perro supondría un paso adelante para ella —ironizó Pearly—. Al menos los chuchos son leales.

Sus palabras provocaron un coro de risitas siniestras. Empezaron a bromear con los animales que podrían mejorar la configuración genética de Sloth: los gallos por lo menos se levantaban temprano, los camarones estaban muy ricos, las serpientes eran ideales para explorar los conductos, y no tenían manos, así que no podían apuñalarte por la espalda. Cualquier criatura que se les ocurría era mejor que el bicho que los había traicionado. El oficio de desguazador era demasiado peligroso como para dedicarse a él rodeado de gente en la que no se podía confiar.

—Sloth está a punto de meterse en un callejón sin salida —observó Pima—, pero nosotros nos enfrentamos al mismo problema. Este año tal vez no, pero no tardará. —Se encogió de hombros—. Mi madre está dándome de comer más de lo normal, intentando prepararme para que pueda aspirar a entrar en una cuadrilla pesada. —Titubeó y volvió a mirar playa abajo, a las hogueras y a los hombres arracimados en torno a ellas—. Dudo que lo consiga. Demasiado corpulenta para las cuadrillas ligeras, demasiado menuda para las pesadas… ¿Cuál es la alternativa? ¿Cuántos clanes aceptan jóvenes extraños?

—Chorradas —dijo Pearly—. Nadie va a obligarte a renunciar al trabajo de la cuadrilla ligera. Eres la mejor recuperadora que hay a bordo del buque. Podrías quitarle el trabajo a Bapi cuando quisieras, acabar con los perezosos y doblar el cupo. —Chasqueó los dedos—. Así de fácil. Podrías quitarle el puesto a Bapi, te lo garantizo.

Pima esbozó una sonrisa.

—Hay cola para ocupar ese puesto, y nosotros no somos los primeros de la fila. Habría que realizar una inversión enorme, y ninguno de nosotros tiene tanto dinero.

—Qué estupidez —se lamentó Pearly—. Serías mejor líder de cuadrilla que él.

—Ya. —Pima hizo una mueca—. Ahí es donde entra en juego la suerte, supongo. —Adoptó una expresión más seria y paseó la mirada a su alrededor—. Haríais bien en recordar eso, os lo estoy diciendo a todos. La inteligencia o la suerte, por sí solas, valen menos que un metro de cobre. Hace falta combinar las dos, o terminaréis igual que Sloth, junto a esas hogueras de ahí abajo, rezando para que alguien os encuentre alguna utilidad.

Bebió a morro de la botella, la devolvió y se puso en pie.

—Tengo que acostarme un rato. —Mientras encaminaba sus pasos playa abajo, se dirigió a Nailer por encima del hombro—: Nos vemos mañana, suertudo. Y no llegues tarde. Ten por seguro que Bapi te rajará los tatuajes como no aparezcas y sudes la gota gorda con todos los demás.

Nailer y el resto de la cuadrilla la vieron partir. El último tronco de la fogata crepitó y levantó una lluvia de chispas. Moon Girl se apresuró a atizar las llamas e introdujo el leño en el manto de brasas.

—No tiene la menor posibilidad de ingresar en una cuadrilla pesada —dijo—. Ni ella ni ninguno de nosotros.

—¿Qué te propones, fastidiarnos la noche? —protestó Pearly.

Las facciones perforadas de Moon Girl brillaban a la luz de la hoguera.

—Me limito a exponer lo que todos sabemos. Pima vale más que diez Bapis juntos, pero eso da igual. Dentro de un año se enfrentará al mismo problema que Sloth. El que no tiene suerte no tiene nada. —Sostuvo en alto un amuleto de las Parcas de cristal azul que llevaba colgado del cuello—. Besamos el ojo y rezamos para que las cosas salgan bien, pero al final estamos todos igual de jodidos que Sloth.

—No. —Tic-Toc negó con la cabeza—. La diferencia estriba en que Sloth se lo merecía, y Pima no.

—Lo que uno se merezca o deje de merecerse no tiene nada que ver —insistió Moon Girl—. Si la gente obtuviera lo que se merece, la madre de Nailer seguiría con vida, la de Pima sería la dueña de Lawson & Carlson, y yo comería seis veces al día. —Escupió al fuego—. Tú no te mereces nada. Puede que Sloth rompiese su juramento, pero era lo bastante lista como para saber que a nadie le regalan nada; si quieres algo, has de ir a por ello.

—No me lo trago. —Pearly sacudió la cabeza—. ¿Qué es uno sin sus promesas? Nada. Menos que nada.

—Tú no viste todo aquel petróleo, Pearly —intervino Nailer—. Era el mayor Lucky Strike que me he tropezado nunca. Todos podemos fingir que no somos como Sloth, pero no has tenido tanto petróleo al alcance de la mano en tu vida. Cualquiera rompería su juramento por algo así.

—Yo no —sentenció Pearly, vehemente.

—Ya. Ni ninguno de nosotros —dijo Nailer—. Pero tú no estabas allí.

Aquello puso fin a la discusión, porque por mucho que quisieran engañarse a sí mismos, Tic-Toc tenía razón. Pima jamás flaqueaba. Nunca se venía abajo y siempre estaba dispuesta a cubrirte las espaldas. Aunque te insistiera para que cumplieses con el cupo, siempre procuraba que no corrieras ningún peligro. De repente, Nailer deseó ser capaz de transferirle toda su suerte. Si alguien se merecía algo mejor, era ella.

Deprimidos por el rumbo que había tomado la conversación, todos empezaron a recoger las sobras de la cena; cubrieron la madera de la playa con arena y se dispusieron a regresar a las familias, a los tutores o a las chozas que estuvieran esperándolos.

Cuando los azotó una ráfaga de viento, Nailer giró el rostro hacia la brisa balsámica. La tormenta estaba cerca, sin duda. Poseía experiencia de sobra en la costa como para presentirlo. Se avecinaba cada vez más deprisa. Una galerna de las buenas. Habría que aparcar el trabajo durante un par de días, al menos. Tal vez así tendría tiempo de descansar y recuperarse.

Aspiró el aire fresco y salobre que lo acariciaba. La suya no era la única fogata que se estaba apagando; el bullicio se extendía por la playa conforme sus ocupantes comenzaban a asegurar sus escasas pertenencias, alertados por la inminencia del temporal.

En el horizonte, otro clíper surcaba las aguas del golfo bajo el firmamento nocturno, azules sus luces de navegación. Nailer inspiró hondo mientras observaba cómo avanzaba raudo en busca de un puerto donde cobijarse. Por una vez, se alegró de estar en la orilla.

Giró sobre los talones y empezó a arrastrar los pies en dirección a su choza. Si de veras le sonreía la suerte, su padre estaría emborrachándose por ahí y nadie repararía en su llegada.

El hogar de Nailer estaba en la linde de la selva, rodeado de enredaderas de kudzu y cipreses; consistía en un montón de hojas de palma, cañas de bambú y planchas de latón donde su padre había dejado marcados los nudillos para que nadie las robara durante el día, en ausencia de ambos.

Dejó las ofrendas de la suerte frente a la puerta. Recordaba vagamente cierta época en la que aquella puerta no le parecía peligrosa. Antes de que su madre cayera enferma. Antes de que su padre sucumbiera al alcohol y las drogas. Ahora, abrir esa puerta equivalía a encomendarse al azar.

Si no fuese porque Nailer iba vestido con ropa prestada, ni siquiera se hubiera arriesgado a volver; así las cosas, su otra muda estaba dentro, y con suerte, su padre aún estaría fuera, bebiendo. La puerta se abrió con un chirrido, y Nailer se adentró de puntillas en las tinieblas. Abrió el bote de pintura luminiscente y se dibujó una mancha en la frente. La fosforescencia conjuró sombras tenues…

Una cerilla se encendió con un fogonazo. Nailer se dio la vuelta.

Su padre estaba apoyado en la pared detrás de la puerta, observándolo, empuñando una botella de alcohol prácticamente vacía.

—Me alegro de verte, Nailer.

Richard López era un escuálido conglomerado de músculos nervudos y energía desbordante. Unos dragones tatuados se extendían por sus brazos y enroscaban las colas en su cuello, donde se confundían con las pautas descoloridas de los distintivos de la cuadrilla ligera a la que había pertenecido en su día. Una serie de cicatrices de victoria, más recientes y mucho más ominosas, resplandecían en su pecho; recuerdo de todos los contrincantes a los que había derrotado en el ring. Los cortes sumaban trece en total, rojos y crueles. Su docena de fraile particular, solía decir con una sonrisa. Y a continuación preguntaba a Nailer a qué estaba esperando para tenerlos tan bien puestos como su viejo.

Richard encendió el farol que colgaba del techo y lo dejó meciéndose. Nailer aguardó mientras intentaba adivinar cuál era el estado de ánimo de su padre, que cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó en ella a horcajadas. El fulgor oscilante de la lámpara los cubría de sombras a ambos, de líneas trémulas y siniestras. Richard López estaba colocado hasta las cejas, ciego de anfetaminas y licor. Sus ojos inyectados en sangre no se apartaban de Nailer, como si de una serpiente lista para atacar se tratase.

—¿Qué diablos te ha pasado?

Nailer intentó disimular el miedo que lo embargaba. Su padre no tenía nada en las manos: ni cuchillos, ni correas, ni varas de sauce. Aunque sus ojos azules brillaban como si fueran de cristal, su porte era sereno como el océano en calma.

—Tuve un accidente en el trabajo —respondió Nailer.

—¿Un accidente? ¿O más bien cometiste alguna estupidez?

—No…

—¿Te distrajiste acaso pensando en las chicas? —insistió su padre—. ¿O será que no estabas pensando en nada, sino soñando despierto otra vez? —Inclinó la cabeza bruscamente en dirección a la imagen raída de un clíper que Nailer había sujetado con chinchetas en la pared de la choza—. ¿Fantaseando con tus barquitos de vela?

Nailer no picó el anzuelo. Si protestaba, solo conseguiría empeorar las cosas.

—¿Cómo piensas costearte la estancia aquí —preguntó su padre— si te expulsan de la cuadrilla?

—No me han expulsado —replicó Nailer—. Me reincorporo mañana.

—¿Sí? —Los ojos inyectados en sangre de su padre se entrecerraron con suspicacia. Apuntó con la cabeza al cabestrillo que sostenía el hombro de Nailer—. ¿Con un brazo hecho polvo? Bapi no es ninguna hermanita de la caridad.

Nailer se obligó a defender su postura.

—Sigo siendo útil. Han echado a Sloth, así que nadie va a disputarme los conductos. Soy el más pequeño…

—El más canijo, querrás decir. Ya. Te la estabas buscando. —Su padre bebió a morro de la botella y preguntó—: ¿Dónde está la máscara con filtro?

Nailer titubeó.

—¿Y bien?

—La he perdido.

Un silencio incómodo se extendió entre ambos.

—Conque la has perdido, ¿eh? —fue lo único que dijo su padre.

Nailer sabía que acababan de ponerse en marcha unos peligrosos engranajes alimentados por el cóctel de drogas, la rabia y cualquiera que fuese la locura que provocaba los habituales ataques de frenesí y brutalidad de su padre. Bajo aquellas facciones cubiertas de tatuajes se fraguaba una tormenta repleta de corrientes sumergidas, olas violentas y trombas marinas, el mortífero temporal que zarandeaba a Nailer a diario mientras se esforzaba por capear el tornadizo estado de ánimo de su padre. Richard López estaba pensando, y Nailer tenía que averiguar en qué, o no saldría de la choza sin recibir una paliza.

—Uno de los conductos se hundió y me caí dentro de una bolsa de petróleo —se justificó—. Estaba atrapado. De todas formas, no podía respirar con la máscara. Estaba llena de crudo. Ya no servía para nada.

—No me digas para qué servía —le espetó su padre—. Eso no te compete.

—No, señor. —Nailer se quedó a la espera, receloso.

Con la botella de alcohol, distraído, Richard López dio unos golpecitos en el respaldo de la silla.

—Seguro que ahora quieres otra máscara. Siempre estabas quejándote del polvo que se colaba por la antigua.

—No, señor —repitió Nailer.

—«No, señor» —lo imitó su padre—. Hay que fastidiarse, Nailer, qué listo te has vuelto. Siempre tienes la respuesta adecuada. —Su sonrisa desveló unos dientes amarillos, separados como los dedos de una mano extendida, pero la botella seguía tamborileando acompasadamente en el respaldo de la silla. Nailer se preguntó si su padre se proponía agredirlo con ella. Otro golpecito. Los ojos de depredador de Richard López estudiaban a Nailer—. Te has convertido en un cabroncete de lo más avispado —murmuró—. Estoy por pensar que te estás volviendo demasiado listillo, y eso te traerá problemas. A lo mejor empiezas a decir cosas que no piensas. «Sí, señor». «No, señor». «Señor».

A Nailer le costaba respirar. Ya no le cabía ninguna duda de que su padre planeaba ejercer algún tipo de violencia, agarrar a Nailer y enseñarle algo de respeto. Su mirada se deslizó hacia la puerta. Aunque estuviera colocado, su padre tenía muchas probabilidades de interceptarlo, y lo que ocurriese a continuación se saldaría con hemorragias y moratones; jamás conseguiría reincorporarse a la cuadrilla ligera antes de que Bapi lo mutilara.

Nailer se maldijo por no haber acudido directamente a refugiarse en la choza de Pima. Volvió a contemplar la puerta de soslayo. Si consiguiera…

Richard detectó el cambio que se había operado en los ojos de Nailer. Una gelidez glacial se apoderó de sus rasgos. Se levantó y apartó la silla de un empujón.

—Acércate, muchacho.

—Tengo una ofrenda de la suerte —dijo Nailer de repente—. Muy buena. Por haber escapado del petróleo.

Nailer mantuvo la voz firme, fingiendo que no sabía que su padre pensaba molerlo a palos. Haciéndose el inocente. Hablando con normalidad, como si ni el dolor, ni los gritos ni la persecución se cernieran sobre él.

—Está aquí mismo.

«Camina despacio. Que no piense que vas a salir corriendo».

—Está aquí mismo —repitió mientras abría la puerta y estiraba un brazo hacia el exterior. Cogió la ofrenda de la suerte de Moon Girl y se la ofreció a su padre. La botella refulgió como un talismán a la luz del farol—. Black Ling. Me lo ha regalado la cuadrilla. Me pidieron que lo compartiera contigo, por la gran suerte que tengo de estar contigo.

Nailer contuvo la respiración. Los ojos helados de su padre se posaron en la botella. Quizá bebiera de ella. O puede que la agarrara y la utilizara para golpearlo. Era imposible saberlo. Richard se había vuelto impredecible desde que renunciaba cada vez más al trabajo en las cuadrillas a favor del submundo de las playas, desde que las drogas que consumía reducían sus intereses a un mínimo abrasador de violencia y apetitos básicos.

—Déjame ver. —Su padre arrebató la botella de manos de Nailer y comprobó el nivel del licor—. No has dejado mucho para tu viejo —protestó, pero desenroscó el tapón y olfateó el contenido.

Nailer aguardó, rezando para que la suerte estuviera de su parte.

Su padre bebió. Una expresión de respeto se dibujó en su cara.

—Es del bueno —dijo.

La violencia condensada en la habitación se evaporó. Richard esbozó una sonrisa y levantó la botella en dirección a Nailer, como si estuviera brindando con él.

—Bueno de narices. —Lanzó la otra botella a un rincón—. Mil veces mejor que ese mejunje.

Nailer sonrió con cautela.

—Me alegra que te guste.

Su padre pegó otro trago y se enjugó los labios con el dorso de la mano.

—Acuéstate ya. Mañana tienes que trabajar con la cuadrilla. Bapi te mutilará sin miramientos como llegues tarde. —Agitó una mano en dirección a las mantas de Nailer—. Eres un chico con suerte. —Volvió a sonreír—. A lo mejor te llamamos así a partir de ahora. Chico con suerte… o «Lucky Boy». —La amarillenta dentadura de caballo de Richard asomó otra vez entre sus labios, en un inesperado rictus benevolente—. ¿Te gusta el nombre de Lucky Boy?

Nailer asintió con la cabeza, titubeante.

—Sí. Me gusta. —Se obligó a sonreír abiertamente, dispuesto a decir lo que fuera con tal de evitar que el buen humor de su padre se disipara—. Me gusta mucho.

—Bien. —Su padre asintió satisfecho—. Pues a la cama, Lucky Boy. —Richard bebió nuevamente de la ofrenda de la suerte de Nailer y se acomodó para contemplar la tormenta que se cernía sobre ellos.

Nailer se tapó con una sábana mugrienta. En la otra punta de la habitación, su viejo musitó:

—Lo has hecho bien.

Una oleada de alivio bañó a Nailer al escuchar el cumplido, en el que reconocía una sombra del padre que recordaba de antaño, cuando él era pequeño y su madre aún vivía. Otros tiempos, otro padre. A la luz mortecina, Richard López podría haber pasado por el hombre que había ayudado a Nailer a tallar la imagen del Óxido Santo en la pared sobre el lecho en el que convalecía su madre. Pero había llovido mucho desde entonces.

Nailer se encogió hasta hacerse un ovillo, alegrándose de poder sentirse a salvo por esa noche. Mañana sería distinto, pero el día de hoy había terminado bien. Mañana habría que afrontarlo sobre la marcha.