3

«Nada desgraciado nada desgraciado nada desgraciado…

»¡Nada!».

Nailer se hundía como una piedra en un líquido tibio y pestilente. Era como intentar nadar rodeado de aire espeso en vez de agua. Por mucho que se esforzara, la calidez cedía bajo sus pies, absorbiéndolo cada vez más.

«¿Por qué no puedo nadar?».

Era buen nadador. Nunca le había preocupado ahogarse en el océano, ni siquiera con la mar embravecida. Pero ahora se hundía sin remedio. Sus dedos se enredaron en algo sólido: el alambre de cobre. Lo asió a tientas, esperando que siguiera estando unido a los conductos situados sobre su cabeza.

Se le escurrió entre los dedos, resbaladizo y viscoso.

«¡Petróleo!».

Nailer combatió una oleada de pánico. Era imposible nadar en el petróleo. Te engullía como un pozo de arenas movedizas. Manoteó de nuevo en busca del cobre y se enrolló el cable en la mano para evitar que se le escurriera. Dejó de hundirse. A pulso, empezó a ascender en medio del líquido oleoso. Sus pulmones protestaban a causa de la falta de oxígeno. Una mano tras otra, continuó izándose. Reprimió el impulso de respirar, de tirar la toalla y llenarse los pulmones de petróleo. Sería tan fácil…

Emergió como una ballena saliendo a la superficie, con el petróleo bañándole y cayéndole por el rostro. Abrió la boca para respirar.

Nada. Tan solo una extraña presión en la cara.

«¡La máscara!».

Nailer se la quitó de golpe, jadeando. Tomó aire a bocanadas. Los vapores del petróleo le irritaban los pulmones, pero podía respirar. Utilizó el interior limpio de la máscara para frotarse los ojos y retirar el petróleo. Cuando los abrió, sintió un picor y un escozor intensos. Se le llenaron de lágrimas. Parpadeó rápidamente.

A su alrededor, todo era negrura. Oscuridad absoluta.

Se encontraba en algún tipo de depósito de combustible, tal vez una bolsa formada por filtraciones, o una cámara de almacenaje supletoria, o… No tenía ni idea de cuál era su ubicación dentro del buque. Si la suerte realmente quería jugarle una mala pasada, estaría en uno de los depósitos principales. Terminó de limpiarse los ojos y tiró la máscara, ya inservible. Los vapores lo mareaban. Se obligó a respirar acompasadamente sin soltar el alambre. El petróleo que lo recubría le irritaba la piel. A lo lejos, unos débiles martilleos… los trabajadores que seguían desmantelando la nave, todos ellos ajenos a su precaria situación.

El cable empezó a escurrírsele de las manos. Desesperado por sujetarse, Nailer enganchó el brazo en los hilos de cobre. En lo alto, el conducto emitió un crujido alarmante. Un escalofrío lo recorrió de la cabeza a los pies. Aquel puñado de alambres que ascendían hasta el conducto era lo único que le impedía morir ahogado. Pero aquella seguridad era temporal. El conducto no tardaría en derrumbarse y él volvería a hundirse, el petróleo le inundaría los pulmones mientras pataleaba y se atragantaba…

«Tranquilízate, imbécil».

Nailer contempló la posibilidad de nadar otra vez, pero descartó la idea. No era más que un ardid de su mente, que fantaseaba con la ilusión de que el líquido que lo rodeaba fuera agua de verdad. Pero el petróleo era distinto. No sostendría su cuerpo por mucho que se esforzara. Se limitaría a engullirlo. El integrante de una cuadrilla pesada se había ahogado de esa manera delante de él. Había hecho aspavientos en el petróleo durante unos instantes mientras profería gritos aterrados y había desaparecido bajo la superficie mucho antes de que alguien pudiera lanzarle una cuerda.

«No sucumbas al pánico. Piensa».

Nailer estiró un brazo, sondeando la oscuridad con los dedos. Buscaba cualquier cosa: una pared, un resto de chatarra flotante, algo que le indicara dónde estaba. Lo único que encontró fue aire y petróleo viscoso. Sus movimientos provocaron que el conducto chirriara de nuevo sobre su cabeza. Algo cedió, y los cables se descolgaron ligeramente. Nailer contuvo el aliento, esperando hundirse de un momento a otro, pero los hilos de cobre resistieron.

—¡Pima! —exclamó.

Al instante, su grito desencadenó una serie de ecos que rebotaron en todas direcciones.

Sorprendido, Nailer se agarró con fuerza al alambre. A juzgar por el sonido, el sitio donde se encontraba no era tan grande como él creía. Había paredes cerca.

—¡Pima!

De nuevo el eco, inmediato.

Aquello no era un gigantesco depósito de petróleo. Era mucho, mucho más pequeño de lo que esperaba. Alentado por la sensación de cercanía de las paredes, Nailer volvió a tantear los alrededores. Pero esta vez, en lugar de usar la mano, sondeó la oscuridad con los dedos de los pies.

Tras dos intentos, sintió una áspera caricia metálica en la piel. Algún tipo de pared, y algo más… Nailer aspiró una bocanada de aire, aliviado. Una fina tubería recorría el muro a lo largo. Tan solo medía un centímetro de diámetro, pero aun así, sería mejor que un manojo de alambres de cobre colgando de un conducto decrépito.

Sin pensárselo dos veces, Nailer se impulsó hacia la pared.

Al moverse, el conducto situado sobre su cabeza rechinó y se vino abajo. Nailer se hundió, pataleando y manoteando en busca de la fina tubería. Sus dedos viscosos tocaron la pared, resbalaron. Encontraron asidero. Se pegó a la pared, aferrándose con las yemas de los dedos, temblorosos a causa del esfuerzo. El petróleo no le permitía flotar. Empezaba a acusar el cansancio. No sería capaz de aguantar durante mucho tiempo.

Nailer se apresuró a deslizarse a lo largo de la pared, en busca de mejores asideros. Con suerte, quizá hubiera alguna escalerilla. Llegó a un codo de la tubería, que describía un brusco giro descendente y se perdía de vista bajo el petróleo.

Contuvo un hipido de frustración. Iba a morir.

«No sucumbas al pánico».

Como empezara a llorar, estaba jodido. Lo que necesitaba era pensar, no berrear como un bebé, pero notaba que su mente comenzaba a desvariar como la de un borracho. Los vapores eran abrumadores. Nailer podía ver cómo acabaría todo. Se quedaría colgando un poco más, sin dejar de inhalar aire enrarecido, adhiriéndose a la pared como un insecto, pero tarde o temprano lo vencerían el agotamiento o la intoxicación, y resbalaría.

¿Cómo era posible que muriera de una forma tan ridícula? Ni siquiera estaba en un tanque de combustible. Aquello no era más que un compartimiento en el que se había filtrado petróleo. Era patético, más que patético. Lucky Strike había encontrado un depósito de petróleo en un buque y había salido indemne. Nailer había hecho lo mismo y lo iba a pagar con la vida.

«Voy a ahogarme en cochino dinero».

La idea casi le hizo reír. Nadie sabía con exactitud cuánto petróleo había descubierto y sacado de contrabando Lucky Strike. El tipo lo había hecho despacio, tomándose su tiempo, extrayéndolo cubo a cubo hasta reunir lo suficiente para comprar su libertad y quemar sus tatuajes de trabajo. Pero le había quedado bastante para instalarse como negociante sindicalista y vender asignaciones a las mismas cuadrillas pesadas de las que había conseguido escapar. Una simple pizca de petróleo había hecho todo aquello por Lucky Strike, y Nailer estaba metido hasta el cuello en la puñetera sustancia.

—¿Nailer?

La pregunta sonó muy, muy lejana.

—¡Sloth! —exclamó Nailer, con la voz truncada por el alivio—. ¡Estoy aquí! ¡Aquí abajo! ¡Me he caído! —Empezó a dar patadas emocionado y el aceite ondeó a su alrededor.

Una débil luz verdosa traspasó las tinieblas sobre su cabeza. Las demacradas facciones de Sloth aparecieron en el boquete del conducto, coronadas por la mancha luminiscente que llevaba en la frente.

—Ostras. La has cagado pero bien. ¿Nailer?

—Sí. La he cagado a lo grande. —Nailer sonrió exhausto.

—Pima me pidió que viniera a buscarte.

—Dile que necesito una cuerda.

Una pausa interminable.

—Bapi no va a acceder.

—¿Por qué?

Otro silencio prolongado.

—Quiere cobre. Me ha mandado en busca de cobre. Antes de que se desate la tormenta.

—Pues tírame una cuerda y ya está.

—Hay que cumplir el cupo. —El resplandor de su rostro se desvaneció—. Pima ha enviado cosas, por si te encontraba. Por si necesitabas ayuda.

Nailer hizo una mueca.

—¿Ves una escalerilla por alguna parte?

Otra pausa mientras ambos escudriñaban en la penumbra bajo la luz verdosa de la pintura fosforescente de Sloth. Nada. Ni escalerillas, ni puertas. Tan solo un compartimiento herrumbroso inundado de crudo negro.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sloth—. ¿Te has roto algo?

Nailer sacudió la cabeza antes de recordar que probablemente Sloth no podía verlo bien.

—Estoy nadando en petróleo. Dile a Bapi que estoy hundido hasta el cuello en petróleo. Miles de litros. Merecerá la pena sacarme de aquí. Hay petróleo de sobra para él.

Otra pausa.

—¿Sí? ¿Tanto?

Nailer sintió un escalofrío al comprender que Sloth estaba sopesando las posibilidades.

—Ni se te ocurra intentar repetir la jugada de Lucky Strike —le advirtió.

—A él le salió bien —fue la respuesta de Sloth.

—Somos una cuadrilla —dijo Nailer, intentando que su voz no delatara el miedo que lo atenazaba—. Dile a Pima que hay petróleo. Dile que hay un depósito secreto. Como no lo hagas, te perseguiré como Jackson Boy, volveré del más allá y te destriparé mientras duermes.

Silencio: Sloth, pensando.

Nailer sintió una inesperada punzada de odio hacia aquella chiquilla escuchimizada y muerta de hambre que estaba tan campante allí arriba, con todo el poder del mundo para auxiliarlo o acabar con su vida. Al menos podría intentar convencer a Bapi de que la supervivencia de Nailer sería ventajosa para él, y sin embargo allí estaba, de brazos cruzados.

Nailer elevó la voz hacia el boquete abierto sobre su cabeza.

—¿Sloth?

—Cierra el pico —repuso la muchacha—. Estoy pensando.

—Somos una cuadrilla —le recordó Nailer—. Hicimos un juramento de sangre.

Pero conocía de sobra los cálculos que estaba realizando, las distintas vías de acción que barajaba su mente rápida mientras contemplaba aquel enorme pozo de riqueza, aquel alijo secreto que podría saquear más tarde a placer, si las Parcas y el Óxido Santo le sonreían. Quería insultarla sin piedad, agarrarla y arrastrarla al fondo con él; enseñarle qué se sentía al morir tragando petróleo.

Pero poner voz a sus sentimientos sería contraproducente. No le convenía que se cabreara. La necesitaba. Era preciso que la convenciera para que le ayudase a sobrevivir.

—Será nuestro secreto —le ofreció—. Podemos repetir la jugada de Lucky Strike juntos.

Tras una nueva pausa, Sloth repuso:

—Según tus propias palabras, estás nadando en petróleo. Todos se darán cuenta de que has encontrado una bolsa en cuanto te vean.

Nailer hizo una mueca. La puñetera era demasiado lista. Ese era el problema de las chicas como Sloth, que a veces se pasaban de avispadas.

—Somos una cuadrilla —insistió, aunque sospechaba que todo era en vano. La conocía demasiado bien. Los conocía a todos demasiado bien. Todos habían pasado hambre. Todos habían hablado de lo que harían si alguna vez se topaban con un Lucky Strike, un Golpe de Suerte; y a Sloth, allí presente, se lo habían servido en bandeja. Las ocasiones por el estilo no se presentaban todos los días. Sloth debía jugarse el todo por el todo. Era su oportunidad de oro.

«Por favor —rezó—. Por favor, que sea buena como Pima. Como Pima y su madre. Que no sea como papá. Parcas, por favor, no permitáis que sea como papá».

Sloth interrumpió sus susurros implorantes.

—Según Pima, se supone que debo dejarte bien pertrechado. Si te encuentro.

—Y me has encontrado.

—Ya. Eso está claro. —Sus movimientos produjeron un suave frufrú—. Ahí tienes agua y comida.

Una sombra se recortó contra el fulgor verde del fósforo que Sloth llevaba en la frente. Golpeó el agua con un fuerte chapoteo. Nailer distinguió a duras penas unos objetos pálidos que flotaban en la superficie, amenazando con hundirse de un momento a otro. Estiró un brazo hacia ellos a la vez que intentaba mantener el contacto con la pared con la otra mano. Consiguió agarrar una botella de agua antes de que se perdiera de vista. Todo lo demás ya había desaparecido. La oscuridad del compartimiento volvió a envolverlo cuando Sloth se esfumó.

—¡Gracias por nada! —le gritó, pero la muchacha ya se había marchado.

No sabía si Sloth pensaba informar a Pima realmente o si se limitaría a regresar corriendo, cargada de rollos de cobre, decidida a sustituirlo e idear la manera de reclamar todo aquel oro negro para ella sola. No le diría nada a Bapi, eso era lo único de lo que estaba seguro. Bapi se limitaría a calificar el petróleo de restos recogidos por la cuadrilla ligera, y no lo compartiría con nadie.

Aquello significaba que aún tenían por delante varias horas más de trabajo con el cobre antes de que se desatara la tormenta; y eso, a su vez, significaba que él tenía por delante varias horas más de espera, aunque Pima estuviera al corriente de su paradero y supiera que necesitaba ayuda.

Nailer se valió de una mano pringosa y de los dientes para abrir la botella de plástico y beber sin soltarse de la pared. Aprovechó el primer trago para enjuagarse la boca antes de escupirlo, en un intento por eliminar los restos de petróleo que tenía en la boca; cuando bebió al fin, lo hizo con ansia y casi sin respirar, engullendo el preciado líquido. Lo embargó una oleada de alivio. Solo cuando empezó a tragar agua comprendió hasta qué punto estaba sediento. Apuró la botella con avidez y luego la dejó flotando en la oscuridad. Si fallecía, ese sería el último vestigio de su existencia.

Unos ruiditos sutiles llegaron a sus oídos procedentes de arriba, como si alguien estuviera raspando o desgarrando algo.

—¿Sloth?

Los sonidos cesaron.

—Venga ya, Sloth —insistió cuando se reanudaron—. Échame una mano.

Ni siquiera sabía por qué se molestaba. La muchacha había tomado una decisión. Por lo que a ella respectaba, él ya era un cadáver. Escuchó con atención mientras Sloth se atareaba en arrancar el resto del cobre. Empezaban a flaquearle los dedos. El petróleo reptaba por su barbilla. Parcas, qué cansado estaba. Se preguntó si Jackson Boy también habría sufrido la traición de su cuadrilla; si era ese el motivo de que el raquero hubiera permanecido en paradero desconocido un año entero. A lo mejor alguien lo había dejado morir a propósito.

«No vas a morir».

Para qué engañarse a sí mismo. Iba a ahogarse. Sin escaleras. Sin puertas…

De pronto, el corazón de Nailer empezó a latir con brío.

Si estaba en un compartimiento lleno de petróleo por accidente, tendría que haber alguna puerta. Aunque se encontraría sumergida. Habría de bucear y arriesgarse a no ser capaz de volver a salir a flote. Era arriesgado.

«Te ahogarás de todas formas. Sloth no tiene la menor intención de rescatarte».

Esa era la verdad sin paliativos. Aunque se empeñara en seguir aguantando, tenía cada vez más mermadas sus fuerzas, y tarde o temprano le fallarían los dedos y resbalaría.

«Ya estás muerto».

Era un pensamiento curiosamente liberador. En realidad no tenía nada que perder.

Nailer se deslizó muy despacio a lo largo de la pared, sondeando el líquido oleoso con los dedos de los pies, tanteando en busca de algún saliente o cornisa que indicara la presencia de una puerta allí abajo. La primera vez no encontró nada, pero al segundo intento se hundió un poco más, hasta que el petróleo le acarició el mentón, y rozó algo con los dedos de los pies. Apuntó la nariz hacia el cielo, permitiendo que el crudo le lamiera las mejillas y se cerrara en torno a su boca y su nariz.

Una repisa. Un borde metálico.

Nailer trazó su anchura con el dedo gordo de un pie. Dedujo que podría tratarse del marco de una puerta. No medía mucho más de un metro de ancho. El saliente, por sí solo, era una bendición. Podría descansar un poco si dejaba que las puntas de los pies reposaran en él, aliviando así la presión que le estremecía los dedos de las manos. Aquel saliente era un palacio.

«Ahora puedes recuperar fuerzas —pensó—. Puedes esperar a Pima. Sloth le dirá que estás aquí abajo. Puedes esperar».

Renunció a todo optimismo. Tal vez Pima viniera a rescatarlo. Lo más probable, no obstante, era que Sloth no le mencionara en absoluto. Estaba abandonado a su suerte. Nailer hizo equilibrios en la cornisa, tambaleándose al filo de la indecisión.

«Vivir o morir —pensó—. Vivir o morir».

Se zambulló.