1

Nailer gateaba por un conducto de servicio, tirando de los hilos de cobre para desengancharlos. En el momento en que se soltaban, también se elevaban alrededor de él fibras viejas de amianto y excrementos de rata. Trabajosamente, se adentró aún más en el interior del pasadizo y siguió dando tirones a aquellos alambres sujetos con grapas de aluminio. Las grapas cayeron y tintinearon en el angosto conducto metálico como si fueran monedas ofrecidas al Dios de la Chatarra. Nailer tanteó el suelo con avidez, guiándose por el brillo apagado, y se las guardó en la bolsa de cuero que llevaba sujeta a la cintura. Pegó un tirón más a los hilos de cobre. Un metro del preciosísimo metal se le quedó en las manos mientras lo envolvía una nube de polvo.

La pintura led con la que se había embadurnado la frente alumbraba con una tenue fosforescencia verdosa el sistema de conductos que constituían todo su mundo. La mugre y el sudor salobre le irritaban los ojos y formaban regueros alrededor de los bordes de su máscara con filtro. Con una mano cubierta de cicatrices, se enjugó el sudor, con cuidado de no borrar la pintura luminosa que le escocía hasta casi volverlo loco. Como no le seducía la idea de tener que desandar por aquel laberinto de tubos a oscuras, se resignó a que le picara la frente y volvió a examinar su posición.

Las tuberías oxidadas que se extendían ante él se perdían de vista en las tinieblas. Algunas de ellas eran de hierro; otras, de acero. La cuadrilla pesada se ocuparía de ellas. A Nailer solo le interesaba aquello con lo que pudiera cargar: el hilo de cobre, el aluminio, el níquel, los trozos de acero que cabían en una bolsa y serían fáciles de transportar hasta la cuadrilla ligera que aguardaba su regreso en la entrada de los conductos.

Se dispuso a bajar por el conducto de servicio pero, al darse la vuelta, chocó la cabeza contra el techo. El golpe resonó con fuerza, como si estuviera sentado en el campanario de una iglesia cristiana. Una nube de polvo le cayó sobre el pelo. A pesar de llevar la máscara con filtro, partículas de suciedad se colaron por los bordes mal sellados y empezó a toser. Estornudó una vez, otra más, y empezaron a llorarle los ojos. Se quitó la máscara y se secó bien el rostro antes de volver a colocársela sobre la nariz y la boca, esperando que la goma se adhiriera mejor esta vez pero sin hacerse muchas ilusiones.

La máscara era una reliquia de su padre. Picaba y era imposible que se ajustara a sus facciones porque no era de su talla, pero era la única que tenía. En uno de los laterales podía leerse, en caracteres descoloridos: DESÉCHESE TRAS 40 HORAS DE USO. Pero Nailer no tenía otra; ni él ni nadie. Era una suerte que contara con ella, aunque las microfibras estuvieran empezando a desmenuzarse después de tantos lavados con agua de mar.

Sloth, una de sus compañeras de cuadrilla, se burlaba de él siempre que lo veía limpiando la máscara, y le preguntaba por qué se tomaba tantas molestias. Lo único para lo que servía era para que resultara más caluroso y más incómodo trabajar en aquellos conductos infernales. Era absurdo, decía. A veces Nailer se sentía tentado de darle la razón. Pero la madre de Pima les había dicho a su hija y a él que llevaran puestas las máscaras en todo momento, y lo cierto era que los filtros se veían repletos de una mugre negruzca cuando los sumergía en el océano. Toda esa suciedad se había quedado ahí en vez de depositarse en sus pulmones, decía la madre de Pima, de modo que Nailer seguía utilizando la máscara, aunque se sintiera como si le faltase el aliento cada vez que aspiraba el húmedo aire tropical a través de las fibras obturadas por el vaho.

—¿Tienes los alambres? —resonó una voz en las paredes del conducto.

Sloth. Llamándolo desde su puesto en el exterior.

—¡Ya casi he terminado!

Nailer se adentró un poco más en el conducto y arrancó otro puñado de grapas en un intento por recoger tanto hilo de cobre como le fuera posible. El pasadizo continuaba, pero ya tenía suficiente alambre. Lo cortó con el envés aserrado del cuchillo de faena.

—¡Listo! —exclamó.

El grito de confirmación de Sloth no se hizo esperar:

—¡Despejado!

El cable restalló en todas direcciones mientras se alejaba de él, deslizándose por los angostos confines, levantando nubes de polvo a su paso. Sloth estaba accionando un cabrestante en la desembocadura de la maraña de tubos, con la piel brillante de sudor y el pelo rubio pegado a la cara mientras sorbía los cables como si fueran fideos de arroz en uno de los tazones de sopa de Chen.

Nailer empleó el cuchillo para grabar el código de la cuadrilla ligera de Bapi en la pared, sobre el punto donde había cortado los hilos de cobre. El símbolo hacía juego con las espirales que llevaba tatuadas en las mejillas, las marcas de identificación laboral que le daban derecho a explorar los restos bajo la supervisión de Bapi. Cogió una pizca de pintura en polvo, se escupió en la palma de la mano y restregó la mezcla por encima de la marca. Ahora, aun de lejos, los arañazos emitían un fulgor iridiscente. Usó un dedo y el resto de la pintura para trazar debajo del símbolo una serie de letras y cifras que ya se sabía de memoria: CL57-1844. El código de autorización de Bapi. Aunque de momento no había nadie que les disputara ese tramo, marcar el territorio nunca estaba de más.

Nailer recogió el resto de las grapas de aluminio y emprendió el regreso a cuatro patas, sorteando puntos erosionados donde el metal apenas si se sostenía, atento a los ecos, los golpes y los pitidos que resonaban en el acero mientras se apresuraba, con todos los sentidos puestos en el menor indicio de que los conductos amenazaran con desplomarse.

Su pequeño fotoemisor de fósforo revelaba las huellas serpentinas que habían dejado en el polvo los cables de cobre que lo habían precedido. A gatas, pasó por encima de nidos de ratas llenos de cadáveres disecados. Incluso allí, en las entrañas de un viejo petrolero, había alimañas, aunque estas llevaban mucho tiempo muertas. Dejó atrás varios esqueletos más, también de pequeño tamaño, restos de gatos y aves. En el aire flotaban plumas y pelusas. Tan cerca del exterior, los conductos de acceso se convertían en un cementerio para todo tipo de criaturas desesperadas.

Un resplandor cegador apareció frente a él de improviso. Nailer entornó los párpados mientras gateaba hacia la luz, pensando distraído que el renacimiento del que hablaban los seguidores del Culto a la Vida debía de ser algo parecido a ese ascenso hacia un resplandor solar puro, y por fin salió del conducto para aterrizar en una abrasadora cubierta de acero.

Con la respiración entrecortada, se quitó la máscara.

El deslumbrante sol tropical y el salitre de la brisa marina le bañaron el rostro al instante. A su alrededor, los mazos golpeaban el hierro con estrépito mientras un enjambre de hombres y mujeres deambulaba de una punta a otra del antiguo petrolero para desguazarlo. Las cuadrillas pesadas arrancaban planchas de hierro con ayuda de sopletes de acetileno y las lanzaban a continuación por la borda donde se mecían en el aire como hojas de palma antes de estrellarse en la playa de arenas allí otras cuadrillas se llevaban la chatarra a rastras, lejos del límite de la pleamar. Las cuadrillas ligeras como la de Nailer se encargaban de recoger los accesorios pequeños del buque, en su mayoría piezas de cobre, latón, níquel, aluminio y acero inoxidable. Otros buscaban restos de petróleo y bolsas de aceite náutico, armados con cubos para cargar el preciado fluido. El barco era un hormiguero de actividad, dedicado por completo a convertir el esqueleto de la nave extinta en algo aprovechable para un mundo nuevo.

—Te lo has tomado con calma —lo recriminó Sloth.

Pegó un mazazo en los broches de seguridad del carrete para liberarlo del cabrestante. Su tez blanca resplandecía a la luz del sol y sus distintivos laborales, las espirales tatuadas, se veían prácticamente negras en contraste con las mejillas sonrojadas. El sudor le corría por el cuello. Llevaba el pelo rubio muy corto, casi tanto como Nailer, para que no se le enganchara en el sinfín de grietas y artilugios mecánicos giratorios que infestaban su lugar de trabajo.

—Hemos descendido hasta muy abajo —respondió Nailer—. Hay cables de servicio de sobra, pero se tarda mucho en llegar hasta ellos.

—Siempre encuentras alguna excusa.

—No te quejes tanto. Cumpliremos el cupo.

—Más nos vale —dijo Sloth—. Bapi va por ahí diciendo que hay otra cuadrilla ligera interesada en comprar derechos de recogida.

Nailer hizo una mueca.

—Menuda sorpresa.

—Pues sí. Esto no podía durar, era demasiado bonito. Échame una mano.

Nailer se situó al otro lado del carrete. Gruñendo a causa del esfuerzo, lo sacaron del eje. Juntos, lo tumbaron y lo dejaron caer en la cubierta oxidada, provocando un gran estruendo. Hombro con hombro, flexionando las piernas y apretando los dientes, empujaron con todo su peso.

El carrete empezó a rodar muy despacio. Los pies descalzos de Nailer ardían contra la cubierta metálica recalentada por el sol. La inclinación de la nave suponía un obstáculo, pero gracias a sus esfuerzos combinados, el carrete avanzaba lentamente, entre el crujido de las chapas de metal sueltas y de la pintura conservante plagada de burbujas.

Desde lo alto de la cubierta del petrolero se podía ver la playa de Bright Sands que se ensanchaba hasta el horizonte, una extensión de arena y charcos de agua salada salpicada de brea, tachonada de las carcasas olvidadas de otros petroleros y cargueros. Algunos estaban enteros, como si sus capitanes hubieran enloquecido durante la travesía y, sin más explicación, hubiesen decidido estrellar aquellos buques de un kilómetro de eslora contra la costa para dejarlos allí abandonados. Otros, desollados y despiezados, exhibían sus herrumbrosos esqueletos de hierro. Los cascos yacían reducidos a trozos de pescado descuartizado: un puente de mando por aquí, unos camarotes por allá, la proa de un petrolero apuntando recta hacia el cielo.

Era como si el Dios de la Chatarra hubiera descendido sobre aquellos navíos, cortando y troceando, reduciendo a pedazos las gigantescas embarcaciones de hierro, y después hubiese dejado los cadáveres esparcidos de cualquier manera a su espalda. Y allí donde se tendían a morir los grandes buques, las cuadrillas de recogida como la de Nailer acudían como enjambres de moscas. Para arrancar a bocados la carne y los huesos de hierro. Para arrastrar el pellejo del viejo mundo playa arriba, a las básculas de chatarra y los hornos de reciclaje que ardían día y noche en beneficio de Lawson & Carlson, la empresa que se llevaba todos los ingresos obtenidos con la sangre y el sudor de los desguazadores.

Nailer y Sloth hicieron un alto, jadeantes, y se apoyaron en el pesado carrete. Nailer se enjugó el sudor de los ojos. A lo lejos, sobre el horizonte, la negrura viscosa del océano daba paso a un azul espejeante en el que se reflejaban el cielo y el sol. Espuma blanca coronaba las olas. La febril actividad de los hornos instalados en la orilla empañaba el aire alrededor de Nailer, pero ahí fuera, lejos del humo, podían distinguirse unas velas. Los clíperes nuevos. Aquellos eran los sustitutos de los gigantescos despojos consumidores de aceite y carbón cuya destrucción los mantenía ocupados el día entero a su cuadrilla y a él: equipados con velas blancas como gaviotas y cascos de fibra de carbono, eran tan rápidos que tan solo un tren de levitación magnética rivalizaba con ellos en velocidad.

Con la mirada, Nailer siguió la estela de un clíper que surcaba las aguas grácil y resuelto, inalcanzable por completo. Era posible que una parte del cobre de su carrete terminara alejándose a bordo de una embarcación como aquella, transportado primero en tren a Orleans, transferido después a la bodega de carga de un clíper, donde cruzaría el océano rumbo a las personas o a la nación que pudiera pagar los restos.

Bapi tenía el póster de un clíper de Libeskind, Brown & Mohanraj. Estaba pegado a su calendario de pared reutilizable y mostraba un clíper con un parapente desplegado a gran altura, una vela a modo de cometa de tracción que según Bapi podía alcanzar las corrientes en chorro de la atmósfera e impulsar un clíper por el océano en calma a más de cincuenta y cinco nudos, sobrevolando las olas con sus hidroalas sumergidas, desgarrando la espuma y el agua salada, surcando el océano rumbo a África y la India, a los europeos y los nipones.

Nailer se quedó observando con avidez las velas lejanas, preguntándose a qué lugares se dirigían, y si alguno de ellos sería mejor que el suyo.

—¡Nailer! ¡Sloth! ¿Dónde diablos os habíais metido?

Sobresaltado, Nailer despertó de su ensimismamiento. Pima estaba haciéndoles señas desde la cubierta inferior del petrolero, con cara de enfado.

—¡Que te estamos esperando, cuadrillero!

—Marimandona a la vista —murmuró Sloth.

Nailer hizo una mueca. Pima era la mayor de todos, lo que alimentaba su vena autoritaria. Ni siquiera la larga amistad que los unía era capaz de protegerlo cuando se retrasaban con el cupo.

Sloth y él volvieron a concentrarse en el carrete. Con otra tanda de gruñidos, lo empujaron por la deformada cubierta del buque hasta el emplazamiento de una grúa rudimentaria. Engancharon el carrete a unos garfios de hierro oxidados, agarraron el cable de la grúa y montaron en el carrete de un salto mientras este descendía, balanceándose y dando vueltas, hacia la cubierta inferior.

Pima y el resto de la cuadrilla ligera se agolparon a su alrededor en cuanto tocaron fondo. Desengancharon el carrete y lo llevaron rodando a la proa del petrolero, donde habían montado el equipo de desguace. Por todas partes había tirados trozos de aislante perteneciente a los cables eléctricos pelados, junto a los relucientes rollos de cobre que habían recogido, amontonado en pulcras hileras y marcado con el símbolo de propiedad de la cuadrilla ligera de Bapi, el mismo remolino que lucían todos en las mejillas.

Empezaron a desenroscar secciones del nuevo cargamento de Nailer como un solo hombre, repartiéndose los trozos. Trabajaban deprisa, familiarizados con la tarea y con los compañeros: Pima, la jefa, cuya silueta comenzaba a mostrar sus primeras curvas de mujer, más alta que los demás, negra como el petróleo y dura como el hierro. Sloth, pálida y flacucha, toda huesos, con las rodillas protuberantes y el cabello rubio grasiento, la próxima candidata para encargarse de las labores de incursión en los conductos cuando Nailer fuese demasiado grande, con la piel blanca casi permanentemente quemada y pelada por el sol. Moon Girl, del color del arroz integral, hija de una hurgamandera fallecida durante el último brote de malaria, era el componente de la cuadrilla ligera que más empeño ponía porque había visto cuál era la alternativa; se adornaba las orejas, los labios y la nariz con alambres de acero rescatados, perforándose la piel con la esperanza de que nadie la buscara con las intenciones con las que habían buscado a su madre. Tic-Toc, el miope que lo observaba todo con los ojos entrecerrados, casi tan negro como Pima pero ni la mitad de listo, diestro con las manos siempre y cuando alguien le dijera qué hacer con ellas, e inmune al hastío. Pearly, el hindú que les contaba historias sobre Shiva, Kali y Krishna, privilegiado por tener un padre y una madre que trabajaban en la recuperación de petróleo; de pelo negro, con un moreno tropical y una mano a la que le faltaban tres dedos por culpa de un accidente con el cabrestante.

Y luego estaba Nailer. Algunos, como Pearly, tenían muy claro quiénes eran y de dónde venían. Pima sabía que su madre provenía de la última de las islas al otro lado del golfo. Pearly le contaba a todo el que quisiera escucharle que era ciento por ciento indio, marwari hindú de la cabeza a los pies. Incluso Sloth decía que su familia era irlandesa. El caso de Nailer era completamente distinto. No tenía ni idea de lo que era. Medio algo, un cuarto de algo más, con la piel morena y el cabello negro como su difunta madre, pero con los extraños ojos azules de su padre.

Pearly, tras echar un vistazo a aquellos ojos claros, había sentenciado que Nailer era un engendro demoníaco. Claro que Pearly no dejaba de inventarse cosas. Según él, Pima era la reencarnación de Kali, lo que explicaba el negro tan intenso de su piel y el humor de perros que la poseía cuando no alcanzaban el cupo. En cualquier caso, lo cierto era que Nailer había heredado los ojos y la constitución nervuda de su padre, y Richard López era un demonio con todas las de la ley. Nadie lo ponía en duda. Sobrio, daba miedo. Borracho, era un demonio.

Nailer desenrolló una sección de cable y, tras acuclillarse en la cubierta abrasadora, la sujetó con las tenazas y arrancó una capa de aislante, revelando así el reluciente corazón de cobre.

Repitió la acción una vez. Y otra.

Pima se agachó junto a él con otra sección de alambre.

—Te has tomado tu tiempo en sacar esta remesa.

Nailer encogió los hombros.

—Ya no queda nada en los alrededores. Tuve que adentrarme un montón para encontrar esto.

—La misma excusa de siempre.

—Si quieres meterte en el agujero, adelante.

—Iré yo —se ofreció Sloth.

Nailer la fulminó con la mirada. Pearly resopló.

—Tú no tienes el sentido de la orientación de un medio hombre —dijo—. Te perderías igual que Jackson Boy y nos quedaríamos sin recuperar nada.

Sloth respondió con un gesto tajante.

—Cierra el pico, Pearly. Yo nunca me extravío.

—¿Ni siquiera a oscuras? ¿Aunque todos los conductos parezcan iguales? —Pearly escupió en dirección al costado del buque. En vez de caer por la borda, el salivazo se estrelló contra la barandilla—. Los tripulantes del Deep Blue III se pasaron días oyendo las llamadas de auxilio de Jackson Boy. Pero no consiguieron localizarlo. Al final, el condenado raquero se quedó seco y murió.

—Qué forma más espantosa de palmarla —observó Tic-Toc—. Sin agua. En la oscuridad. Solo.

—Vosotros dos, a ver si os calláis de una vez —saltó Moon Girl—. Terminaréis atrayendo a los difuntos con tanta cháchara.

Pearly se encogió de hombros.

—Lo que estamos diciendo es que Nailer siempre cumple el cupo, nada más.

—Y una mierda. —Sloth se pasó una mano por el pelo rubio empapado de sudor—. Yo podría recuperar veinte veces más chatarra que él.

—Pues adelante —se rio Nailer—. A ver si sales con vida.

—El carrete ya está lleno.

—Pues más suerte para la próxima.

Pima dio unos golpecitos en el hombro de Nailer.

—Lo de la chatarra iba en serio. Estábamos esperándote de brazos cruzados.

Nailer la miró a los ojos.

—Cumplo con el cupo. Si no te gusta mi forma de trabajar, hazlo tú.

Pima frunció los labios molesta. Ambos sabían que lo que sugería Nailer era imposible. Se había vuelto demasiado corpulenta, como atestiguaban las costras y los rasguños de la espalda, los codos y las rodillas. La cuadrilla ligera requería cuerpos menudos. La mayoría de los chavales eran expulsados de la cuadrilla en torno a los quince años de edad, aunque se mataran de hambre para crecer lo menos posible. Si Pima no fuera tan buena líder de cuadrilla, ya estaría en la playa, pasando hambre e implorando para conseguir el primer empleo que se cruzara en su camino. En cambio, disponía tal vez de otro año para alcanzar la talla que le permitiera competir con otros cientos de aspirantes por las vacantes que surgiesen en cualquier cuadrilla pesada. Se le agotaba el tiempo, no obstante, y todos eran conscientes de ello.

—No te darías tantos aires si tu padre no fuera un palillo —dijo Pima—. Estarías en la misma situación que yo.

—Bueno, en ese caso, ya tengo algo que agradecerle.

Si el tamaño de su padre era indicativo de algo, Nailer jamás sería un coloso. Ágil, quizá, pero no corpulento. El padre de Tic-Toc aseguraba que ninguno de ellos destacaría nunca por su tamaño, debido a las calorías ausentes en su dieta. Sin embargo, decía que los habitantes de Seascape Boston todavía eran altos. Les sobraba el dinero, y la comida. No conocían el hambre. Engordaban y crecían…

Nailer había sentido que tenía el ombligo en el espinazo tantas veces que se preguntaba lo que debía de ser disponer de todo aquel alimento. Se preguntaba lo que debía de sentirse al no tener que despertar nunca en plena noche con los dientes clavados en los labios, autosugestionándose con la idea de que estaba a punto de llevarse algo de carne a la boca. Pero era una fantasía estúpida. Seascape Boston se parecía demasiado al paraíso de los cristianos, o al modo en que el Dios de la Chatarra prometía una vida sin ahogos a quienes lograran encontrar la ofrenda adecuada que quemar junto con sus cuerpos cuando acudieran a sus básculas.

En cualquier caso, había que morir para llegar hasta allí.

El trabajo continuaba. Nailer siguió pelando cables, arrojando el aislante de sobra por la borda del buque. El sol caía a plomo sobre todos ellos. Sus pieles relucían. Gemas de sudor salobre les empapaban el cabello y se les metían en los ojos. Sus manos se tornaron resbaladizas con la actividad, y los tatuajes de cuadrilla resplandecían como nudos intrincados en sus mejillas sonrojadas. Durante algún tiempo conversaron y bromearon, pero al final todos enmudecieron mientras trabajaban al ritmo de la recogida, formando montones de cobre para quien tuviera el dinero necesario para comprarlo.

—¡Se acerca uno de los jefes!

El grito de advertencia llegó procedente de las aguas a sus pies. Todos encorvaron los hombros en un intento por aparentar estar ocupados, expectantes por ver quién aparecía en la barandilla. Si se trataba de algún superior ajeno, podrían relajarse…

Bapi.

Nailer torció el gesto cuando su jefe se encaramó por encima de la barandilla, resoplando. Tenía el pelo negro reluciente de sudor y el abultado vientre dificultaba sus movimientos, pero como había dinero de por medio, el muy cabrón se las ingeniaba como podía.

Bapi se apoyó en la barandilla mientras recuperaba el aliento. El sudor oscurecía la camiseta de tirantes que se ponía para trabajar. Manchas amarillas y pardas de curry, de bocadillo o de lo que fuera que hubiese almorzado salpicaban la tela. A Nailer se le hacía la boca agua tan solo con ver toda aquella comida esparcida por el pecho de Bapi, pero no podrían pararse a comer hasta el anochecer, y quedarse mirando un festín que Bapi no compartiría jamás era absurdo.

Los vivaces ojos castaños de Bapi estudiaron al grupo, atentos al menor indicio de pereza o negligencia en la obtención del cupo de chatarra. Aunque ninguno había remoloneado antes, con Bapi observándolos se aplicaron a sus quehaceres aún con más brío, en un intento por demostrar que eran dignos de permanecer en el puesto que ocupaban. Bapi también había trabajado en una cuadrilla ligera en su día; conocía sus costumbres, así como las argucias de los holgazanes. Eso lo convertía en un jefe temible.

—¿Qué tenéis? —le preguntó a Pima.

Esta miró hacia arriba de reojo, con los párpados entornados frente al sol.

—Cobre. Un montón. Nailer ha encontrado unos conductos que la cuadrilla de Gorgeous pasó por alto.

La cegadora sonrisa de Bapi dejó al descubierto todos sus dientes, además del hueco dejado por los incisivos que había perdido en una pelea.

—¿Cuánto?

Pima torció la cabeza en dirección a Nailer, dándole permiso para responder en persona.

—Entre cien y ciento veinte kilos, por ahora —estimó Nailer—. Hay más ahí abajo.

—¿Sí? —Bapi asintió con la cabeza—. Bueno, ¿y a qué esperáis para ir a por ello? No os molestéis en pelarlo. Lo fundamental es que lo saquéis todo. —Dirigió la mirada hacia el horizonte—. Según Lawson & Carlson, se avecina una tormenta. De las gordas. Habrá que olvidarse de los restos durante un par de días. Quiero cable suficiente para manteneros ocupados en la arena.

Nailer reprimió la repulsa que le inspiraba la idea de regresar a la oscuridad, pero Bapi debió de detectar algo en su expresión.

—¿Algún problema, Nailer? ¿Crees que porque se desate una tormenta te puedes dedicar a pasarte el día sentado? —Bapi señaló los campamentos de trabajo que ribeteaban la linde de la playa con la selva—. ¿Crees que no puedo encontrar otro centenar de raqueros dispuestos a ocupar tu lugar? Allí abajo hay chavales que darían un ojo por poner el pie en los restos de un barco.

—No tiene ningún problema —intercedió Pima—. Tendrás todo el alambre que necesites. No hay ningún problema. —Lanzó una mirada furibunda a Nailer—. Esta cuadrilla está a su servicio, jefe. No hay ningún problema, ni uno.

Todos asintieron con vehemencia. Nailer se levantó y entregó el resto de los cables a Tic-Toc.

—Ni uno, jefe —repitió.

Bapi lo observó con el ceño fruncido.

—¿Seguro que quieres poner la mano en el fuego por él, Pima? Podría ensartar a esta escoria con el cuchillo y dejarlo tirado en la arena.

—Es un buen rastreador —fue la respuesta—. Vamos por delante del cupo gracias a él.

—¿Sí? —Bapi se apaciguó ligeramente—. Bueno, niña, tú mandas. No quiero entrometerme. —Observó a Nailer—. Ándate con cuidado, chaval. Sé cómo pensáis los de tu calaña. Siempre imaginándoos que vais a ser el siguiente Lucky Strike. Soñando con encontrar algún depósito de petróleo olvidado que os permita pasar el resto de vuestros días sin dar un palo al agua. El cabrón de tu viejo era igual de vago, y mira cómo ha acabado.

Nailer sintió cómo se apoderaba de él la rabia.

—Yo no he mentado a tu padre.

—¿Qué? —se carcajeó Bapi—. ¿Quieres pegarte conmigo, chaval? ¿Te gustaría apuñalarme por la espalda, como haría tu viejo? —Acarició el cuchillo—. Pima responde por ti, pero no sé yo si tienes suficientes luces como para darte cuenta del favor que te está haciendo.

—Déjalo correr, Nailer —se apresuró a terciar Pima—. Tu padre no se lo merece.

Bapi se quedó observándolo con la sombra de una sonrisa en los labios. Su mano flotaba a escasos centímetros del cuchillo. Bapi tenía todas las cartas, y ambos lo sabían. Nailer agachó la cabeza y se obligó a contener la furia que lo embargaba.

—Le conseguiré su chatarra, jefe. No hay ningún problema.

Bapi miró a Nailer y asintió bruscamente.

—Al final resultará que no eres tan tonto como tu padre. —Se giró hacia los otros de la cuadrilla—. Escuchadme bien todos. No andamos sobrados de tiempo. Si conseguís extraer el resto de la chatarra antes de que estalle la tormenta, obtendréis una gratificación. Dentro de poco llegará otra cuadrilla ligera. Nada de dejarles trabajo fácil, ¿verdad que no?

Motivados por la ferocidad de su sonrisa, todos asintieron con la cabeza.

—Nada de dejarles trabajo fácil —repitieron a coro.