Hacia 2090 la gente empezaba a inquietarse. Nadie salvo Jacque Lefavre había podido establecer contacto telepático con los L’vrai, y Jacque tenía setenta y cinco años. Probablemente viviría otro cuarto de siglo, ¿pero después?
Los L’vrai sugirieron una manera de verificar el potencial telepático de las personas sin transformarlas en vegetales si no eran aptas.
Primero, Lefavre fue sometido a una serie exhaustiva de tests psicológicos que redujeron su psique a una computadora llena de números. Las gentes que parecían reunir las condiciones eran sometidas a la misma serie de tests. Las que se acercaban más a Lefavre eran sometidas a un test definitivo: las enviaban a un remoto rincón de Groombridge, donde aguardaban los L’vrai. Aislados de la polución psíquica provocada por las azarosas sensibilidades humanas, los L’vrai no tenían que establecer contacto con un candidato para decidir si era apto o no.
Sucesivos candidatos fueron rechazados. Tal vez Jacque era único. En ese caso, la humanidad se vería en apuros cuando él muriera, a merced de una criatura cuya naturaleza aún era un misterio, y con quien la comunicación era imposible. Los L’vrai se negaban a leer, escribir o hablar, alegando que expresar la verdad a través del filtro turbio del lenguaje humano era imposible.
Jacque tenía ciento cinco años, y aún gozaba de buena salud, cuando le hallaron un sucesor. Luego, en los años siguientes, dos más.
Un siglo más tarde había varios cientos de personas capaces de comunicarse con los L’vrai; en mil años todos los humanos podían hacerlo.
Los L’vrai dijeron que eso no había influido directamente en la evolución humana; de hecho, los humanos no habían cambiado realmente de una manera básica. Sólo habían empezado a ver en su propia naturaleza el sentido literal del e pluribus unum descripto por los L’vrai.
La criatura retiró la flota de Sirio y cedió las estrellas a la humanidad.